Raquel Olea, crítica cultural y literaria feminista. Fue exiliada política en tiempos de dictadura chilena. Su pluma indaga relaciones e imaginarios de género, poder y sexo. Pionera en la crítica literaria feminista: ella es uno de los aportes más importantes dentro de los estudios literarios en Chile contemporáneo.


En el sillón café de una casa en Providencia, Raquel Olea reflexiona sobre sus experiencias pasadas. Es jueves y ríe al recordar cómo en su ex-colegio de monjas francesas la echaron, de cómo llegó desde Arauco a Santiago de niña y lo que conlleva esta mudanza. “Llego aquí y me llevan a un colegio enorme, con monjas vestidas. Para mí eso fue aterrorizante, mi colegio era lo que es hoy el Campus Oriente de la Católica. Ahí estaba un colegio de monjas donde yo estudié, entonces eso fue muy…. –hace una pausa, desvía su mirada y la mantiene fija en la vela de su mesa de centro, intentando buscar la palabra correcta que describa lo que sintió en esa época–  lo recuerdo hasta hoy como una cosa horrible, el haber llegado a ese espacio”.

Se queda en silencio. Recordar su colegio de monjas hasta hoy es un sabor amargo. Y es que entrar a un espacio desconocido, sola, el que parece interminable, fue traumático. Y a la larga siguió siendo un sitio que le generó inseguridad. Raquel se recuerda como una niña insatisfecha y descontenta de donde estaba, es por eso –cree ella– que era “un poco desordenada, no era una niña que respondía mucho a las normas, a la buena conducta”. Lo que traía consecuencias.

 – Entonces me castigaban las monjas. Yo lo recuerdo como algo muy terrible, ir castigada al colegio los sábados en la tarde. En el colegio no había nadie los sábados en la tarde. Tenía que atravesar unos pasillos largos y cuando una es niña todo lo ve más grande. Atravesaba unos pasillos largos, atravesaba un patio, atravesaba otro patio, atravesaba otro patio y al final llegaba a una sala donde había una monja esperándome, porque tenía que estar una hora ahí castigada.

Cuando tenía catorce años la echaron del colegio. Fue una de sus primeras libertades, porque Raquel siempre se sintió bastante oprimida a lo largo de su vida.

Inicio de la Libertad

De Arauco, proveniene de una familia católica, donde predominaba el rezar rosarios y Cristo. Una rutina de plegarias y misas los domingos. Es esta  instancia, la de nacer con unos padres bastante religiosos, la que genera el primer conflicto en su interior. “¿Cómo le digo a mis papás que no quiero ir más a misa?”

Su primera libertad fundamental fue entrar a la Universidad de Chile en vez de la Pontificia Universidad Católica. Los papás de Raquel querían una educación bajo el alero del catolicismo. Ingresó formalmente a la Universidad de Chile el año 1969 para estudiar Letras en el Instituto Pedagógico.

Para Raquel era un mundo maravilloso que ofrecía nuevas puertas: lo nuevo, el cambio, conocer gente, luchar políticamente por un mundo mejor, una sociedad más justa. Conecta también al conocer nuevas realidades. Nació en una cuna de clase media acomodada y ver la realidad de la universidad –de sus compañeros– en ese entonces le mostró una verdad distinta, oculta.

Pensar a través de la literatura fue su gran conexión con la política y con la Unidad Popular. Las herramientas que entrega la literatura ayudan a pensar desde otra perspectiva y forman a la gente joven en otra manera de pensar. Ese –advierte– fue su gran proyecto desde que entró a la universidad.

Del cambio social a la debacle

Recuerda la época de la Unidad Popular (UP) como tiempos de mucha ebullición, efervescencia, donde se respiraba el cambio social. Raquel Olea veía a quienes estaban por la UP como los más interesantes, jóvenes que tenían la cabeza abierta al mundo y planeaban cambios sociales. Trae a su memoria a un grupo de profesores jóvenes, que en su mayoría fueron escritores importantes más tarde en Chile.

Le entra una risita igual que una niña al revivir el momento donde se enamora de su profesor de la universidad: Federico Schopf, quien le hacía clases de Estética Literaria. Después de la jornada se juntaban a tomar café y es en ese momento cuando “empezó a pasar algo donde yo me enamoré de él”. Abrupta y brevemente viene el golpe militar del ‘73.

– Fue como la debacle, todo, todo, todo, todo se desarmó. Para mí el bombardeo de La Moneda es el símbolo de que todo lo que había en el suelo –abajo– se tambaleó, se derrumbó, se desarmó, fue como un terremoto venido desde arriba simbólicamente, porque las bombas cayeron en La Moneda.

Recuerda un Santiago lleno de “milicos” en las calles, los que perseguían a cualquiera que pareciera de partidos de izquierda. La gente se escondió, arrancó y huyó. “Hasta la moda cambió: hombres que tenían el pelo largo y barba –que es como la pinta de un guerrillero– dejaron de verse, se cortaron el pelo y la barba. Las mujeres que usaban pantalón ahora usaban falda”. Se prohibió toda imagen que daba la idea de que pudiera ser de izquierda. Estas décadas fueron opresión pura para más de una generación.

Federico era de origen alemán –tiene hasta hoy familia en el viejo continente–, por lo tanto se mudó a Europa meses después del 11 de septiembre. Raquel, de 27 años, lo siguió prontamente. Vivió doce años allá.

Esta situación de mudarse y empezar su vida de cero abarcó ciertas peculiaridades. Una de ellas fue la de dejar a sus padres solos en Chile. Ambos eran de avanzada edad y Raquel era la única hija que quedaba en el país. Su familia, que la quiso mucho y apoyó siempre (pese a sus diferencias ideológicas), la presionaba para tener hijos, tener pareja, casarse pronto, y eso la atormentaba. Fue una decisión dolorosa dejarles. Aún así separarse de ambos significó quitarse un peso de encima.

Lo segundo que descubre al mudarse es el destierro, el exilio y la extrañeza. Ser parte de una sociedad donde tiene que reaprender a comunicarse. Un lugar en el que conoce la soledad y el sentimiento de  extranjería y desarraigo, como una carga intensa.

Raquel se levanta del sillón. El sonido del camión de la basura interrumpe sus memorias pasadas. Normalmente cuando lee un libro se sienta en el living, espacio donde domina el blanco y colores cafés, en la esquina del sillón más amplio. Tiene dos grandes ventanales, que dan la impresión de ser balcones, aunque son ficticios. Arriba de la chimenea hay una colección de jarros de cristal, diversos en tamaños y tonos.

Un librero pequeño de tres niveles está al lado de su sitio favorito del sillón. En la entrada de la casa hay un perchero con chaquetas, uno que otro sombrero y un espejo grande al medio. Cada vez que sale, Raquel se mira de reojo en ese espejo. Hay una fotografía grande en una de las paredes del living, es un regalo de su hijo. La imagen muestra los basurales de Alto Hospicio, la protagonista es una bailarina de la Tirana y trata de recrear cómo es el lugar donde ellos viven. Es fuerte el contraste entre la basura y el lujo de los bailes, casi como una crítica.

Un chasquido de dedos

En la Universidad de Chile no pudo terminar sus estudios debido al golpe. A pesar de ello, al momento de instalarse en Frankfurt, la Universidad Johann Wolfgang Goethe validó todo lo que había estudiado. Gracias a ese reconocimiento pudo hacer el doctorado Lenguas Románicas, en la misma universidad.

Después nacen sus dos hijos, al mismo tiempo que realiza su doctorado. En ese tiempo crea un interés por instalarse en espacio de mujeres y dentro de su carrera se da cuenta de que la literatura ofrece preguntas implícitas primordiales, y, lo más importante, feministas. Una mezcla entre literatura y experiencias personales dan pie a que el feminismo la invada tan rápido, que hoy recuerda ese momento con un chasquido de sus dedos. Así de rápido.

Criar hijos, estudiar, hacer las cosas de la casa y darse cuenta del machismo y egocentrismo del hombre –sobre todo el intelectual– chileno, formó enérgicamente una bola de nieve cada vez más grande de “rabia acumulada, rabia positiva, empoderamiento”. Su feminismo se forja desde experiencias de su vida privada en una primera instancia.

– Mi feminismo de entonces tenía que ver con una rebeldía a las normativas de género, en las que reconocía limitaciones, usurpaciones de libertad, mandatos propios de la sociedad de la que yo procedía; en cuestiones bien elementales con los roles, la división sexual del trabajo, la experiencia de la maternidad, la experiencia de ser mujer y eso muy acentuado por la forma en cómo los exiliados chilenos y las mujeres chilenas también lo vivían.

 Raquel vuelve a Chile en el ‘85, a la edad de 40 años, con sus hijos y el matrimonio terminado. Está en otra etapa de la vida y empieza un camino de “pensar teóricamente”. Llega en un momento de la historia chilena donde se reanimaron violentas protestas, el año del “Caso degollados”, poco tiempo después el atentado a Pinochet y el asesinato de José Carrasco.

De la Morada al proceso constituyente

La Morada es un referente que hay que destacar y subrayar en la historia de Raquel. Una ONG feminista, aunque “no se decía feminista en ese tiempo, se hablaba del movimiento de mujeres”. Fue la institución que más le interesó debido a su no-relación con partidos políticos. Lo que es de alta relevancia porque le entregó una experiencia emancipadora. Haber tenido lazos con partidos dentro de La Morada “hubiese significado seguir los idearios de otros y tener que seguir líneas de pensamiento desde cierta dirección, de hombres más encima”.

Conoce este espacio poco después de su regreso a suelo nacional. Una vez que deja de trabajar como profesora en el colegio La Maisonnette, porque “los colegios son aburridos después de un rato”, ingresa a esta organización, un espacio político y donde se puede hacer lo que quisiese. Raquel arma el área crítico-cultural de La Morada de la mano de otras mujeres. Teje contactos con activistas y escritoras de la época, como Julieta Kirkwood, Margarita Pisano, Verónica Matus, entre otras. Nada es color de rosas, puesto que “era muy mal visto ser feministas por radicales, independientes, autónomas, porque ponían temas puntudos. Era difícil no ser militantes”.

Soledad Fariña, amiga de Raquel, la integra a la organización del Primer Congreso de Literatura en 1987. Este es el inicio de su  carrera como crítica literaria feminista, ya que se involucra profundamente con escritoras del círculo literario: Eugenia Brito, Diamela Eltit, Elvira Hernández, Carmen Berenguer. Escribe para la Revista LAR un artículo breve sobre la neoépica de Eltit, en quien ve una “narrativa alteradora de lo establecido en los modos de escribir novelas”. Quedó cautivada.

Organizar la lectura con cuestionamientos que buscan “lo otro”, “la otredad femenina” y el saber femenino en la lengua de las mujeres, fue la senda que la ubicó en su propio modo de hacer crítica literaria.

Un arte que hoy la hace pensar en el reciente Plebiscito, el que la hace respirar un pasado agrio, abre heridas que suponía cerradas. Analiza el error que generó la confianza que tenía el Apruebo, la descalificación de las encuestas –por ejemplo–, de no ver más allá de “tu circuito, tus convicciones”.

Habla de la contingencia política chilena, donde describe a la derecha como “lobos con el colmillo feroz”. Raquel repara positivamente en el sello feminista que podría haber tenido la nueva Constitución: “Fue un trabajo estupendo al que le faltó pensar en quienes iban a aprobar tal proyecto. Era una oportunidad maravillosa de avanzar”.

La crítica manifiesta que con el estallido social la izquierda pensó “por fin vamos poder destruir a la derecha”, y hoy reconoce, con pesar, que no fue así. Ve una derecha fuerte en una dinámica política que ella no logra ver cómo podría quebrarse.

Le tiene mucha fé al Presidente Gabriel Boric, pero dice que ha cometido errores. Cree que –frunce el ceño mientras opina– es muy liviano que se llame gobierno feminista, ya que “no es posible en esta realidad donde la correlación de fuerza entre la derecha e izquierda son demasiado frágiles y opuestas, sin poder llegar a consensos”.

Una vida en libertad

Con las experiencias y aprendizajes que solo los años dan, Raquel, con sus 78 años, piensa sobre la muerte. Afirma que lo hace sin miedo ni angustia. “Por ahora yo sigo haciendo todo lo que quiero y creo que puedo hacerlo, no me limito por la edad, no es una limitación”.

Raquel vive tranquila, no se siente presionada al no tener obligaciones. Solo por una excepción: “disfrutar los momentos con su nieta y nada más”.

La vida de Raquel ha sido potente, profunda y llena de transformaciones. La llevan constantemente a la misma conclusión: siempre ha sido una ávida de libertad, de buscar su propio camino y romper con cadenas por ser mujer o pertenecer a una familia católica.

“Me doy cuenta de que lo que he buscado en mi vida siempre han sido espacios de libertad, libertad de pensamiento, libertad política, libertad de acciones, de poder plantear lo que uno quisiera.”