El ministro del Trabajo, Nicolás Monckeberg, compartió hace algunas semanas una idea para mejorar la calidad de vida de los trabajadores chilenos. Propuso que, si un trabajador pacta una jornada que comience a las 7.30 y termine a las 17 horas, tendrá suficiente tiempo libre para llevar una vida familiar sana. Doble Espacio acompañó a un auxiliar de laboratorio cuya jornada comienza a las 07.15, para ver qué tal le van las cosas.

 

A las seis de la mañana, Luis Marín (58 años, casado, dos hijos) ya está sobre la berma y dice que hay que esperar a que dos micros pasen en yunta: mientras hay cola para subir a la de adelante, él pasa piolita y se sube a la de atrás, que siempre viene más vacía. La técnica funciona, y consigue rápidamente asiento al lado de una ventana. El vidrio que separa la cabina del chofer del resto de la máquina está lleno de cartelitos instructivos: “La radio del vehículo puede funcionar a volumen moderado, siempre que ningún pasajero se oponga”; “No fumar”; “No escupir”; “Estudiante/demuestra  tu educación/cede el asiento”.

La micro es una especie de mini-pullman con asientos “acolchados” que hacen sentir la presión de los fierros contra la espalda. En los últimos 38 años, Marín ha pasado 28.500 horas sentado o parado bajo una luz azul que hace doler la cabeza (a alguien se le ocurrió que era buena idea iluminar los buses de la Flota Talagante como si fueran cafés con piernas sobre ruedas).

Si en algo tiene razón el ministro Monckeberg, es en que a esta hora (6.25) no hay taco, al menos en el Camino a Melipilla. La micro viaja como si la condujera un temerario Niki Lauda. Los vidrios y las puertas se estremecen y a Luis Marín le da miedo morir en un choque: la semana pasada vio cómo un auto quedó metido debajo de un camión de gas con acoplado, de los que pesan 52 toneladas y cargan hasta 35. En general, viaja durmiendo, pero depende de que funcione la “técnica de la micro de atrás”, o de que no vaya atrasado, en cuyo caso se sube a la primera que pase, aunque viaje parado con la micro llena, pues cada atraso le cuesta $ 7.500 a fin de mes. Por el contrario, si suma tres meses sin atrasos, saca un bono de $ 120.000, que de algo sirve.

 

 

De los privilegiados que viajan sentados (un letrero dentro del mismo bus señala que la capacidad máxima de pasajeros de pie es de ocho, y por lo menos veinte personas viajan así), la mayoría duerme: deben devolverle al cuerpo las horas de sueño que le quedaron debiendo por estar viajando a esa hora. Luis Marín piensa que el tiempo libre que recupera trabajando desde temprano, no le cunde. La plata no le alcanza para salir con su señora al cine o a comer. El tiempo no trabajado lo pasa viendo la tele y pensando en que si trabajara más, ganaría más. Y sabe de lo que habla: antes trabajaba turnos de doce horas.

Dice Marín que la culpa la tiene Christus, una “congregación de monjas brasileñas” que bajaron sus horas de trabajo, pero también su sueldo. Se refiere a Christus Health, una de las compañías de servicios médicos más grandes de USA, relacionada con la Iglesia Católica, que compró parte del Hospital Clínico de la UC, donde trabaja como auxiliar de laboratorio.

Baja en Obispo Umaña con 5 de Abril, y camina por Obispo Javier Vázquez. Atraviesa el terminal de buses, y en la Alameda toma una micro de la línea 210. Aquí, los asientos son de plástico duro, hace más frío y hay más ruido. Pero lo prefiere, porque “en el metro siempre hay algún atado: si no es un corte de luz, es un suicida”.

Hace un tiempo, Luis Marín conoció Perú: después de casi cuarenta años de trabajo, supo lo que es tener poder adquisitivo. Dice que los pesos le llevan ventaja a los soles. Que anduvo en taxi por $ 200, que se hospedó en un hotel por $ 10 mil la noche, y que con cinco mil comió toda su familia cada uno de los cuatro días que duró el paseo. Piensa en que un diputado chileno gana más de $ 6 millones mensuales líquidos, y que, si él ganara eso, trabajaría solo dos meses al año. También cree que no saca nada con pretender tener tiempo libre en sus condiciones actuales.

Baja de la micro frente a la Casa Central de la Universidad Católica. Camina por calle Lira y entra al hospital por uno de los accesos secundarios, mirando la pasarela que a buena altura conecta el pensionado con el resto de las instalaciones. Empuja la puerta giratoria, pasa frente a la capilla San Lucas, ya dentro del hospital, sin persignarse ni hacer un amago de genuflexión, lo que lleva a pensar que casi 40 años no les han sido suficientes a sus empleadores para evangelizarlo. Atraviesa rápido la sala de espera, donde los pacientes-clientes toman horas médicas y tramitan hospitalizaciones o altas. Son las 7.10 y ya hay gente esperando. Empuja la puerta giratoria de la entrada principal, y sale de nuevo a la calle. Siente el aire frío, y disfruta los últimos segundos de una luz natural que le será esquiva hasta la mañana siguiente, pues a la salida de su turno, ya estará oscuro.

El trabajo no empieza hasta las 8, pero debe estar 45 minutos antes, para alcanzar a ducharse y tomar desayuno.

 

 

Se mete en el banco de sangre, donde ejerce sus funciones, y pasa derecho hasta los vestidores. No saluda a sus compañeros que atienden llamadas. Son venezolanos, o bolivianos, o peruanos, no está seguro. A quienes sí recuerda es a los chilenos que durante años ocuparon esos puestos. Buena Luis, cómo te ha ido, tomémonos un cafecito. “Es que los chilenos somos muy flojos; estos cabros son buenos para la pega, pero no levantan la cabeza del computador”. Piensa que es el sistema el que no les permite tratarse con más cariño entre compañeros.

Nueve horas después de llegar (ocho de trabajo y una de almuerzo), Luis Marín hace un recorrido que no es exactamente el inverso del que hizo en la mañana. Desde el hospital camina unas diez cuadras, hasta llegar al terminal de buses Tarapacá, desde donde sale transporte directo hacia Buin, Lampa, San Bernardo, Peñaflor, Talagante y Padre Hurtado, donde vive. De esta forma, evita hacer combinación, ahorrándose $ 750 diarios. Al mes, esto equivale, más o menos, a la cuenta de TV cable, esa que llegará a ver cuando esté de vuelta en casa. Lo esperan sus hijos, si es que coinciden los turnos (uno de ellos trabaja en el mismo hospital), y su esposa, Pilar, quien probablemente le cuente cómo estuvo su propia jornada en el quiosco de confites que instalaron frente al colegio del barrio, para mejorar la economía familiar. Tomarán once y, frente al televisor, volverá la obsesión de las horas arrebatadas. No habrá salida al cine ni a comer.

El 16 de mayo de 2013, el Presidente Sebastián Piñera anunció la construcción de un metrotrén que facilitaría el transporte de miles de personas que se desplazan desde Melipilla, El Monte, Talagante, Padre Hurtado y Cerrillos hasta Estación Central. Lo hizo un mes después de destituir a su ministro de Educación y de que se hiciera pública la manipulación de cifras del Censo 2012. Quedó solo como un anuncio. Casi seis años después, en su segundo mandato, Piñera ha vuelto a anunciar la construcción de la misma obra. Si esta vez el anuncio se hace realidad, Luis Marín rebajaría su tiempo de viaje de una hora y media a menos de cuarenta minutos. Pero, como la construcción de la obra se estima en seis años, ya estará jubilado. O casi.

José Miguel Leiva

Estudiante de periodismo de la Universidad de Chile.