A minutos de comenzar la segunda clase de la mañana, Loreto toma un lápiz labial con el que repasa su boca, reflejándose en la imagen que muestra de ella la pequeña ventana de Zoom antes de ingresar a la sala virtual donde la esperan sus estudiantes. Pincha la opción Join with video y aparecen frente a ella los once rectángulos negros con los nombres de cada alumno.
Recuerda que al principio lo más complicado fue no ver sus rostros. “Sentía que le hablaba al aire. El colegio debió incluso sacar un instructivo para que enciendan las cámaras, pero hay que estarlo recordando siempre”, comenta resignada mientras plancha con sus manos el delantal verde musgo que el colegio también recomienda usar con el fin de aparentar normalidad.
Para poder impartir sus clases, Loreto debe encerrarse en la habitación de sus hijos: Samuel de seis años y Rafael de un año y dos meses. En medio de ambas camas acomoda una silla de comedor frente al velador en el que ha levantado una improvisada torre con libros y archivadores, sobre la que instala su pequeño computador. Las cortinas azules, a tono con los cubrecamas infantiles, impiden que la luz entre con libertad. Serán siete clases de una hora cada una, con diez minutos de descanso entre sesión y sesión.
Loreto cuenta que se acuesta todos los días con dolor de cabeza. Tal afirmación se entiende al ver el entusiasmo, a pesar de todo, con el que imparte sus clases. Esta vez, para un primero medio, al que le explica la importancia de la objetividad en los textos informativos. “¡Muy bien Benjamín!” se le oye decir para felicitar al único, de los once estudiantes conectados de un total de quince, que preparó el mapa conceptual que dejó como tarea durante la clase pasada.
No hubo estudiante que haya quedado sin participar. Tampoco hubo estudiante que notara cómo Loreto debió levantar la voz para que el curso no se distrajera con los gritos de Rafael, quien arremetía, a golpes de andador, contra la puerta de la habitación.
Según cifras del Ministerio de Educación, el universo de profesores activos supera los 250 mil docentes y de este número más de 192 mil son mujeres. Sin embargo, en el mismo sitio no se halla un catastro que indique cuántas de las profesoras son madres de niñas y niños en edad pre-escolar y escolar, como Loreto, ni tampoco se sabe cuántas de ellas cuentan con ayuda para la crianza.
Loreto comparte el cuidado de sus hijos con Walter, su esposo, un empleado público a quien sus tres magísteres no lo prepararon para la experiencia a la que la pandemia lo enfrentó: las labores domésticas, la crianza de los niños y la experiencia de trabajar en casa. Todo al mismo tiempo.
Si bien el trabajo de Walter le demanda gran concentración, él, a diferencia de Loreto, ha podido modificar sus horarios para responder a sus obligaciones, siempre pagando algún costo. Trabaja de noche, cuando los niños duermen y aminora el ritmo frenético del día.
Loreto comenzaba su décimo año impartiendo clases presenciales cuando 3 de marzo del 2020 se confirmó el primer caso positivo de coronavirus en Chile: “Nos dimos cuenta que el colegio, a pesar de ser pagado, no estaba preparado para las clases online”. Aun así, junto a sus colegas debieron adecuarse a la situación. Siempre, sobre la marcha.
Las nuevas condiciones en las que el proyecto educativo del país debía funcionar presentaban un panorama plagado de obstáculos: contar con la infraestructura adecuada, solucionar problemas de conectividad, disponer de los espacios necesarios para la enseñanza al interior de los hogares y lidiar con los ánimos que decaen por el avance de la pandemia y sus consecuencias. No hubo tiempo para preguntarse sobre la factibilidad de mantener el plan educativo andando, a pesar que algunas organizaciones de apoderados y estudiantes manifestaron preocupación.
El propio Colegio de Profesoras y Profesores de Chile, que congrega más de cien mil afiliados, preparó un documento titulado: “Plan Educativo de Emergencia Para eEnfrentar la Crisis Sanitaria”, publicado el 15 de marzo del mismo año, seis días antes de la primera muerte por diagnóstico de Covid-19 en territorio nacional. En éste, el gremio hace un llamado de atención a las autoridades de gobierno por la inexistencia de un “Plan Global” que enfrente la pandemia, y al mismo tiempo reafirme su compromiso con las niñas y niños del país, para finalmente proponer un marco mínimo de ejercicio sin perder de vista el cumplimiento de los Derechos Humanos ni las garantías laborales del profesorado, destinando un punto completo (el cuarto) a la labor de docencia ejercida por las mujeres dentro del hogar.
Por eso, causaron resquemor las declaraciones del actual ministro de Educación, el abogado y máster en Derecho de la Empresa de la Universidad de Los Andes, Raúl Figueroa, quien, en su ímpetu por promover la vuelta a clases presenciales, en un programa de televisión señaló que a algunos profesores “la paralización no les complica mucho la vida”. Las reacciones del Colegio de Profesoras y Profesores de Chile no se hicieron esperar. En el sitio oficial del gremio un indignado Mario Aguilar, su ex presidente, hizo una férrea defensa de los docentes: “Mis colegas han hecho un tremendo esfuerzo trabajando el doble o el triple por mantener este formato de clases a distancia. Con nulo o mínimo apoyo del Ministerio de Educación ¡Hay que decirlo!”
“¡Es una locura todo!”
Desde que comienza la jornada laboral hasta que la termina, Loreto estima que trascurren hasta doce horas por día. Entre clases virtuales, planificaciones, correcciones y reuniones de consejo, lamenta no poder dedicarles más tiempo a sus propios hijos. La familia se ha visto obligada a cambiar toda su rutina. “A veces no alcanzamos a limpiar la casa; comemos en horarios distintos ¡Es una locura todo!”, relata mientras vierte una cucharada de compota casera en la boca de Rafael. Son las dos de la tarde y luce exhausta, mientras planifica las siguientes clases hace dormir al niño en sus brazos. Loreto no ha almorzado.
En la cocina, Walter tiene de una reunión de trabajo virtual en la que se pregunta a los participantes quién está en condiciones de presentarse a trabajar. En el living, Loreto se lleva el índice a la boca para exigir a Samuel que baje el volumen del televisor. La Bella Durmiente, de Disney, es la tercera película que el niño ha visto desde que se levantó a eso de las nueve de la mañana. En la reunión de Walter la conclusión es unánime: nadie tiene con quién dejar a sus hijos para volver a trabajar de forma presencial. A la respuesta de Walter, el único hombre de la oficina, le sucede un silencio incómodo que inquieta a Loreto. “Él no puede volver todavía”, expresa con preocupación.
Quizás lo anterior explique la insistencia del ministro de Educación en su cruzada por promover las clases presenciales, desestimando las recomendaciones de la Organización Mundial de Salud y apostando por la implementación del plan de desconfinamiento Paso a Paso, impulsado por el gobierno de Sebastián Piñera, cuyo manejo sanitario de la pandemia se asimila a los modelos de Estados Unidos, Brasil y Perú. Todos, países cuyas cifras de muertes y contagio por Covid-19 han causado alarma mundial.
La obstinación del ministro Figueroa lo ha llevado a comparar la apertura, excepcional, de los colegios para el plebiscito del 25 de octubre con una eventual vuelta a clases.
Tanto para Loreto como para Walter, el tono amenazante en la comparación que hace el ministro no los consigue afectar. Para ellos, el proceso constituyente comenzó en octubre del año pasado, cuando se sintieron convocados a participar de la Asamblea Territorial de su barrio, Villa Portales; un proyecto arquitectónico santiaguino de fama internacional – a “escala humana”- cuya expresión moderna se pierde lentamente en el abandono del patrimonio desprotegido.
“Pasábamos por fuera de la casa y soñábamos con vivir aquí. ¡Nunca pensamos que de verdad sería nuestra! ¡Una casa tan grande! Ya no las hacen así”, comenta Walter luego de relatar la historia de la compra, repleta de peripecias, obstáculos, empeño y una importante cuota fe.
Tampoco pensaron que el sueño cumplido podría verse empañado con la irrupción de una pandemia. ¿Quién pudo haberlo imaginado? Aún con la ventaja de habitar en este barrio y sus viviendas (todavía dignas), las jornadas diarias en casa de Loreto se tornaron una experiencia algo más que estresante.
Durante el mes de mayo, luego de participar de una compra colectiva organizada por algunas familias del barrio, Walter comenzó a presentar malestar físico: fatiga muscular y dolor de espalda. A los pocos días Loreto empezó a sentir agotamiento extremo, molestias estomacales y un fuerte dolor de cabeza. No acudieron a un centro asistencial porque para eso “se requería de una logística importante”, recuerda Walter. De todas formas, la familia estuvo bajo la supervisión remota de una familiar médico y con pequeñas ayudas de vecinos pudieron afrontar la situación. “Algunos decían que teníamos coronavirus”, dice Walter, todavía algo ofendido al recordar la preocupación que manifestaron sus cercanos al ver el debilitamiento de sus estados de salud. “Aun así estaban pendientes; nos preguntaban cómo nos sentíamos; nos traían almuerzo. Eso nunca lo vamos a olvidar”, afirma Walter con cierto grado de solemnidad.
Convaleciente, la pareja continuó trabajando en un mes donde la curva de contagios por coronavirus comenzaba a elevarse peligrosamente y junto con ella la cifra de desempleo que alcanzaba su punto más alto desde el 2010 (11, 2 % para el trimestre marzo-mayo 2020). “Fue ahí cuando dejé de dar pecho a Rafael. Se me acumuló todo: el miedo a estar contagiada; Samuel que demandaba atención; me aumentaron las horas de clases. Tanta tensión no se la podía transmitir a Rafita. Simplemente no lo pude amamantar más”, recuerda Loreto con tristeza.
Sin embargo, lo agotador de ese momento no consiguió mermar el ánimo de Walter para participar al menos una noche a la semana de reuniones virtuales de su asamblea barrial. Ni tampoco consiguió que Loreto deje de ayudar durante los fines de semana a su vecina, una ex educadora casi centenaria que hoy se encuentra postrada. La familia pertenece a una congregación cristiana y ambos coinciden en que desde ahí han aprendido a “vivir hacia afuera”.
Esfuerzos del magisterio
Entre ocupación y ocupación, Loreto todavía encuentra un instante para reflexionar sobre cuál es el sentido de la enseñanza, y de cómo el proyecto educativo de todo el país, hoy se afirma en la explotación de los profesores para luego descomponerse en la realidad material de las familias de los estudiantes.
“Tengo alumnos que han bajado su rendimiento y los profesores no sabemos qué pasa con ellos realmente”, comenta al final del día, cuando da por terminada la extenuante jornada en la que ha impartido clases a un poco más de setenta estudiantes.
Pocas veces ha tenido la oportunidad de conversar con sus colegas sobre cómo se han sentido impartiendo clases online. A veces en las reuniones de consejo ha escuchado que algunos tienen problemas para dormir; otros sienten dolor de espalda y algunos han debido comenzar a usar lentes ópticos por la excesiva exposición frente al computador.
Las tensiones entre el gobierno y los docentes por un eventual regreso a clases presenciales han hecho que un exasperado ministro de Educación inste a los profesores para que presenten ellos una solución al problema de educarse en casa. Al parecer para el ministro los esfuerzos del magisterio no han sido suficientes. En sus constantes alocuciones asegura estar preocupado por los estudiantes que puedan estar padeciendo vulneraciones en un entorno desprotegido.
Para Loreto, la protección de sus estudiantes también es una preocupación. Cuando imagina el regreso a clases, a pesar de los avances del plan de vacunación, se siente invadida por las dudas: “No nos hemos visto en tanto tiempo, ¿cómo podremos evitar tocarnos?, ¿cómo vamos a evitar que los niños se abracen?”, se pregunta haciendo de esta reflexión su último esfuerzo del día por proponer una salida que no pierda de vista la salud de las familias antes de pensar en un retorno a clases a qué.
Joceline Videla
Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile.