Hablar de salud mental en Chile es raro, poco común y muchas veces incómodo, pues ha existido un descuido notorio para con la salud mental, catalogándola como el hermano pobre del sistema sanitario en Chile. El presupuesto de esta área representa un poco más de un 2%, lo que genera un sistema deficiente ante la gran demanda por consultas por estas patologías en el sistema público. Ahora, que estamos viviendo una época de cambios en el país, será fundamental que se amplíen los espacios para la salud mental con el objetivo principal de garantizarlo como un derecho.


120 pesos para cada persona. Eso es parte del presupuesto mensual del Estado para la asistencia de salud mental de primera cobertura en el sector público. Una cantidad que deja mucho que desear si consideramos que en Chile, según un estudio realizado por la Asociación Chilena de Seguridad y la Universidad Católica, tras la crisis sanitaria, hubo un aumento con respecto a la sintomatología relacionada a la depresión, llegando a un 46,7%, además un 32,8% de las personas encuestadas presentaron síntomas asociados a problemas de salud mental, seis puntos más que la medición realizada por la misma institución en noviembre de 2020.

A esto se le suma que, en el país, solo en 2019 (sin pandemia) se registraron 1.901 suicidios, es decir que al menos cinco personas fallecieron por lesiones autoinfligidas intencionalmente al día. Los años en pandemia acrecentaron los problemas relacionados a salud mental, sin embargo, la tasa de suicidios bajó en el país, no así en el mundo, pues el suicidio en personas menores de cincuenta años aumentó en el resto de los países, siendo más mortal que el COVID-19.

El bajo presupuesto que el Estado dispone para salud mental, sumado a que este tipo de temas sea tabú, solo genera mayores complicaciones para quienes padecen algún tipo de trastorno.  En el país existe un gran prejuicio en torno a los problemas relacionados con estas patologías, sin darse cuenta de que la educación y la empatía con el de al lado es vital para sobrellevar este tipo de situaciones.

 

Crisis de Pánico: cada día tiene su afán

Padezco trastorno de crisis de pánico y angustia desde hace varios años. Cada día es una lucha nueva y nada asegura que será un buen día, como tampoco se sabe si será un pésimo día. Todas las mañanas, la mayoría de las personas se despiertan por una alarma, en mi caso es un llamado, específicamente de mi hermana mayor, Claudia. El teléfono suena, pero jamás contesto, sólo corto y me levanto. Así es mi vida desde hace un año,  que es cuando nació mi sobrino pequeño llamado Theo.

Esta mañana no me lavo la cara ni me peino, simplemente subo al segundo piso temblando de frío pues son las 8.30 horas y no hay más de diez grados dentro de la casa. Entro en su habitación y me mareo, saludo en voz baja y poco a poco siento como se nubla mi vista. Todo mi entorno pasa a ser un montón de puntos negros que me impiden caminar, así que simplemente me alejo de la puerta y digo que voy al baño a “lavarme los dientes”, aunque es sólo una excusa.

No puedo respirar, siento mi cuerpo frío, las manos me sudan y creo que voy a vomitar en cualquier momento. “Es una crisis” digo en mi cabeza pasados los primeros segundos, algo positivo, pues lo primero que debo hacer es identificar que me está sucediendo. Bajo las escaleras para llegar al primer piso y entro al baño. Caigo al piso y me abrazo a la taza del baño. No entiendo por qué pasa, que gatilla esa sensación, estaba bien, no había nada de qué preocuparse, no tenía clases, trabajos que entregar o algún problema que no me dejara dormir, creía que todo estaba en su lugar.

Me tiemblan las manos y escondo mi cabeza entre mis piernas. Respiro, inhalando cuatro segundos, reteniendo la respiración durante siete y exhalando durante ocho segundos, como los marineros lo hacían para dormir cuando estaban en alta mar, sólo que mi objetivo es detener la crisis de pánico que estoy sufriendo.

Mientras todo eso ocurre el pensamiento de “no me voy a morir” no deja de repetirse en mi cabeza. Todo va a estar bien y sólo quedan un par de minutos para que todo acabe, pero siento algo que no es muy común entre todas las crisis que he sufrido a lo largo de mi vida, siento que estoy a punto de hacerme en mis pantalones, angustiándome mucho más que antes. Sin embargo, logro estabilizarme y comienzo a sentir como la sangre vuelve a fluir por mi cuerpo, como el calor vuelve a mis mejillas y las ganas de vomitar disminuyen. Me levanto del piso, arreglo mi ropa y me echo agua en la cara, sobreviví.

 

El inicio

Tuve mi primera crisis de pánico a los doce años, aunque no lo sabía. No recuerdo el día, la fecha ni la hora, pero si recuerdo lo que sentí, que me moría.

A esa edad las preocupaciones son nulas o casi nulas, quizás hacer amigos y tener buen rendimiento escolar sea lo único que preocupa a la mayoría de los preadolescentes, pero a mí me preocupaban otras cosas, no sabía si era porque leía muchos libros a esa edad o porque simplemente era más “madura” que mis otros compañeros. Recuerdo que lo que gatilló esa primera crisis fue el pensamiento de que mis padres se iban a morir y que mis hermanas también lo harían, dejándome sola.

Era irracional. Ese pensamiento daba vueltas en mi cabeza hasta que comencé a sentirme mal. Sentía mis manos sudorosas y mi cuerpo frío, que no podía respirar y si prestaba mucha atención podía escuchar mi corazón latiendo rápidamente, mis manos temblaban y las ganas de vomitar eran abrumadoras. Trataba de alejar ese pensamiento de mi cabeza, buscar en que distraerme, pero no podía y las sensaciones no se iban. Junto con esas crisis de pánico, llegaron las de angustia, volviendo todo mucho peor. No sabía como explicarle a mi mamá lo que me pasaba, porque tenía doce años y ni yo misma lo entendía.

Estaba alerta todo el tiempo, la mínima situación me ponía al borde de una crisis que no iba a poder controlar. Recuerdo que un día estaba en el colegio, específicamente en clases de matemática, una materia que nunca fue mi fuerte por lo que trataba de pasar la mayor cantidad de tiempo desapercibida, pero esa vez no hice un buen trabajo y la profesora me llamo para responder un ejercicio, sabia la respuesta, pero me dio tanto miedo que sentí que iba a vomitar ahí mismo, sobre mi cuaderno y frente a mis treinta compañeros, así que pedí permiso para ir al baño y me fui corriendo. Ese día vomite mientras sentía que me ahogaba y que me iba a morir en el baño de mi colegio, donde no tenía amigos y nadie valía la pena. Aquella vez me había tomado un yogu-yogu de frutilla en el recreo y le eche la culpa a mi malestar, desde ese día jamás volví a tomar uno, supongo que me traumé.

Uno de los síntomas de las crisis de pánico y angustia son las náuseas, lo que deriva en una falta de apetito constante, pues todo lo ingerido siempre termina siendo expulsado. En mi caso, desde que era niña tuve sobrepeso, volviéndose un gran complejo para mí, por lo que cuando mi mamá comenzó a ver que no comía y que estaba bajando de peso como nunca lo había hecho, se asustó, pensó que me había vuelto anoréxica y que por eso andaba tan rara. Pasaba días enteros sin comer porque la sensación de pánico estaba latente, por lo que cuando tenía hambre me daban atracones de comida, comiendo la mayor cantidad de alimentos que tenía a mi alcance sin parar, debía aprovechar que después de días no iba a vomitar. Era una sensación horrible.

Un día, creo que era sábado porque mi hermana mayor estaba en la casa y ella sólo nos visitaba los fines de semana porque estudiaba en otra ciudad, mi mamá hizo charquicán y no pude comer ni una cucharada de la comida. Recuerdo que mi hermana dijo que dejara de llamar la atención y que comiera, ese día llore pidiéndoles por favor que me ayudaran, que yo no quería seguir así, que detuvieran esos pensamientos feos que no se iban de mi cabeza, porque apenas tenía doce, y yo no tenía porque pasar por eso.

 

Ir a la psicóloga me cambio la vida

Mi hermana mayor, Claudia, era estudiante de psicología cuando tuve mis primeras crisis, ella obligó a mi mamá a llevarme a un especialista porque estaba segura de que yo no estaba haciendo un espectáculo. Me acuerdo de que la psicóloga se llamaba igual que ella, poseía una voz suave y manos tibias. Cuando entre estaba muy asustada y rezando en mi cabeza para que por favor me ayudara a sentirme mejor. Me contó que me haría elegir entre, un montón de cartas, las flores que más me gustaran y así ella sabría cómo ayudarme. Recuerdo haberlas elegido y que ella leyera lo que significaba esas flores, fue como si un rompecabezas se armara perfectamente.

Ese día supe que lo que me estaba matando psicológicamente eran crisis de pánico y angustia. Me dio un frasco con flores de Bach, cinco gotas, cuatro veces al día, y todo cambio. Ahora sabía lo que me pasaba, por lo que aprender a sobrellevar una crisis sería mucho más fácil. No me iba a morir y todo iba a estar bien, yo podía ganarles a mis pensamientos.

Fui a seis sesiones más, hasta que las crisis desaparecieron por completo de mis días y subí los kilos que había perdido, quizás debí seguir yendo, pero mi “problema” ya se había arreglado.

Sin embargo, posteriormente tuve más episodios, era algo que me iba a acompañar por el resto de mi vida.

 

Aprender a vivir así

Las crisis de pánico, angustia o ansiedad no se pueden controlar. No es algo que se puede detener si así se desea, tampoco se sabe cuándo comenzara una, es simplemente aprender a vivir con ello. Hay veces que inconscientemente estoy alerta, esperando cualquier cosa que me desestabilice, es como tener un ángel en un hombro diciéndome que todo estará bien y un diablo en el otro, diciendo “voy a arruinarte”.

Lo peor de todo esto es que sé que no soy la única que padece este trastorno y que gracias al ser que esta allá arriba no los sufro constantemente, sino que suelen ser episodios esporádicos que logran mantenerme estable mentalmente. Sin embargo, hay personas que no pueden salir de su cama pues estas crisis son tan fuertes que no pueden estar de pie y deben medicarse para llevar una vida, dentro de todo, normal.

Es por ello, que deseo que, ojalá la salud mental en Chile sea un tema importante para este nuevo gobierno, donde los medicamentos sean accesibles y no sea un tabú decir “sufro de crisis de pánico”. Donde exista educación sobre esto, que se enseñe que sufrir una enfermedad por salud mental no es un impedimento para nada. Donde si quiero ser Presidente de Chile no se me pregunte por mis ataques de pánico como si fuera una condicionante para hacer mal mi trabajo, como lo hicieron con Gabriel Boric, en un debate en televisión abierta, juzgándolo por su trastorno obsesivo compulsivo, pese a aquello, es el primer Presidente electo en asumir que estuvo internado en un psiquiátrico, dando cuenta que no es un impedimento padecer un trastorno psicológico o/y psiquiátrico. Quisiera que todos, todas y todes pudieran hablar abiertamente de lo que nos acompleja, porque la salud mental sí importa.

Natalia Miranda Vásquez

Estudiante de periodismo de la Universidad de Chile