Publicación oficial del Partido Comunista chileno, el periódico dejó de circular el 11 de septiembre de 1973. No volvería a ver la luz sino hasta 16 años después, durante los meses finales de la dictadura militar. Dos periodistas de ese medio, testigos del golpe de Estado en el centro de Santiago, reconstituyen las horas llenas de tensión en que vieron las rotativas detenerse abruptamente.

El atardecer anuncia el fin del lunes 10 de septiembre de 1973. En la redacción del diario El Siglo, dos hombres intercambian opiniones. Entre los escritorios de la sala, ubicada en el segundo piso de un antiguo edificio de Lord Cochrane 205, están el subdirector del periódico, Sergio Villegas, y Jaime Chamorro Díaz, jefe de crónica. Ambos debaten las revisiones finales de la nueva edición de El Siglo que esa madrugada llegará a las calles. Los dos periodistas tienen problemas para decidir el titular de la portada.

Durante la jornada, los periodistas del diario, un equipo conformado por 27 reporteros, han trabajado en dos noticias que a Villegas y a Chamorro les parecen buenas. La primera es la muerte a pedradas del sargento primero de Carabineros Anselmo Aguayo Bustos, en el parque de estacionamientos de camiones del fundo El Peñón, en el kilómetro 19 de la Panamericana Sur, cerca de San Bernardo. Aunque el crimen ocurrió unas semanas antes, los reporteros de El Siglo, después de varias investigaciones, responsabilizan del asesinato a un grupo de camioneros seguidores de Américo León Vilarín, dirigente social chileno, líder de la Confederación Nacional de Dueños de Camiones de Chile (CNDC). Vilarín, además, es miembro del Frente Nacionalista Patria y Libertad, y es uno de las más cicateras figuras de la oposición al gobierno de Salvador Allende.

Para Villegas y Chamorro, la opción es clara: “Hampones de Vilarín asesinaron a pedradas a un carabinero”.

La otra noticia es un atentado con dinamita en la línea férrea que une Santiago con el puerto de San Antonio. La explosión, según reporteó El Siglo, suspendió el transporte de trigo a la capital y habría sido perpetrada por “terroristas de derecha”. La nota aclara que una acción del área social de Ferrocarriles del Estado permitió la llegada de más de 2.500 toneladas de trigo a los molinos de Santiago. El título que tienen decidido es: “Nuevo atentado dinamitero contra abastecimiento de pan”.

También hay una tercera opción. La reacción a una noticia de El Mercurio: “Plan antichileno de los golpistas: devolver el cobre”.

Mientras Sergio Villegas y Fernando Chamorro resuelven el titular que compaginarán con letras adhesivas (y que recortan de ediciones anteriores, porque desde hace meses no las consiguen en el mercado), el teléfono del diario conectado con el Partido Comunista, en el escritorio, de Villegas comienza a sonar.

Sergio Villegas, un hombre de figura rotunda y aire ensimismado, va a su oficina y contesta. Lo que escucha al otro lado es una voz masculina que le dice que tienen que imprimir urgentemente un comunicado en la primera plana.

Después de releer el comunicado, Villegas y Chamorro arman la portada. Primero, eligen el epígrafe: “Partido Comunista llama al pueblo”. Luego, definen el titular: “Cada cual en su puesto de combate”.

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La primera edición de El Siglo apareció el sábado 31 de agosto de 1940. Ante notario se certificó la impresión de 46.200 ejemplares. Los mil primeros se apartaron y fueron declarados “documentos históricos”.

Pero sus orígenes son anteriores. Según el texto “Las finanzas del partido: problema político de vital importancia”, publicado durante el décimo congreso nacional del Partido Comunista, en abril de ese año, se discutió comprar una propiedad y montar una nueva imprenta. La idea volvió a tomar fuerza el año siguiente. Entonces se inició una campaña para recolectar un millón de pesos. La idea era usar esa propiedad e imprenta para mejorar el Frente Popular, el periódico que el partido editaba entonces. Pero durante la campaña surgió la idea de crear un nuevo periódico.

Solo se anunció que el nombre de la nueva publicación sería El Siglo cuando su lanzamiento era inminente. Entonces el Partido Comunista compró una imponente casona de dos pisos en la esquina de Moneda con Mac Iver. En el segundo piso del inmueble, conocido como Casa de las Américas, funcionaba el Comité Central del partido.

“En el corazón de Santiago, a escasas cinco cuadras de la Plaza de Armas, se yergue un edificio de dos pisos, portando como antorcha la estrella con la hoz y el martillo”, escribía el mismo periódico el 31 de octubre de 1945. Para sus adversarios, el edificio de “El Siglo” era el símbolo del inusitado y amenazante poder que había logrado adquirir el comunismo en el país.

Que el periódico principal del PC tuviera como espacio una casa señorial rompía con la autogestión y con el periodismo obrero que instauró el fundador del partido, Luis Emilio Recabarren. Esa transformación, escribe Alfonso Salgado Muñoz en un artículo para la Revista de Historia y Geografía en 2019, habría comenzado en la segunda mitad de los años 30, cuando el PC, para detener el avance del fascismo, adoptó nuevas estrategias de financiamiento, como el avisaje y la búsqueda lectores heterogéneos. No querían centrarse solo en sus militantes. El Siglo evidenció este cambio: era un periódico de alcance nacional y capaz de competir con los principales del país.

Aunque ese camino masivo y comercial no seguía los ideales de Luis Emilio Recabarren, tampoco estaba alejado de su mirada de la prensa. Recabarren siempre estuvo convencido del poder del periodismo. “¡La prensa es lima que rompe cadenas!”, escribió el 11 de marzo de 1919 en las páginas del periódico “Adelante” de Talcahuano.

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Antes del llamado del Partido Comunista y del cambio del titular, la tarde del 10 de septiembre de 1973 se presentaba sin grandes novedades en el edificio de dos pisos de Lord Cochrane 205. Jaime Chamorro, jefe de crónica e informaciones, ya había cerrado la primera edición, que se distribuía en las provincias. Luego de la revisión de la edición final, debía asistir junto al director del diario, Sergio Olivares, a una fiesta con fines diplomáticos en la embajada de Rumania.

El ambiente, sin embargo, estaba tenso.

—Desde Frei se sentía el golpe. Cuándo se haría, ni el diario ni el partido lo sabían —recuerda Jaime Chamorro, 50 años después, en un café del Mall Plaza Tobalaba, en Puente Alto.

Pero esa noche del lunes 10 de septiembre, en la redacción de El Siglo desconocían que el golpe militar ya había comenzado. No pensaban que el titular “Cada cual en su puesto de combate” empezaría adquirir un significado dramático la mañana siguiente.

Antes del mediodía, en el comando de tropas de Peñalolén, Sergio Arellano había hablabo frente al cuartel general completo de las Fuerzas Armadas y a los oficiales de los comandos de Ingenieros, Aviación y Telecomunicaciones para decirles que a partir de las 6:00 horas del día 11 en Valparaíso, y las 08:00 en Santiago, las Fuerzas Armadas y Carabineros derrocarían al gobierno de la Unidad Popular.

Alrededor de las cuatro de la tarde, mientras los reporteros de El Siglo empezaban a redactar sus textos en las máquinas de escribir, los líderes golpistas ya habían firmado el acta de constitución de la Junta Militar.

A las 22:00 horas, mientras Villegas y Olivares salían a la fiesta diplomática, José Toribio Merino tomaba posesión de la Armada, rodeado del alto mando.

Cerca de las 23:00, Jaime Chamorro, quien debía cubrir el turno de noche hasta la una de la madrugada, recibió un llamado que rompió el silencio que reinaba en la sala de redacción. Un amigo porteño lo llamó para comentarle que estaba presenciando un hecho extraño. Entre el 13 y el 27 de septiembre, como se hacía anualmente, un grupo de buques de guerra de la Armada de Chile debía dirigirse hacia Bahía Inglesa, en la Región de Atacama, para zarpar en compañía de la Armada de los EE.UU. en un ejercicio naval, la llamada “Operación Unitas”. Pero Arias había visto cómo los buques que habían partido durante la tarde regresaban al puerto de Valparaíso.

Tras despedirse de su amigo, Jaime Chamorro llamó a las oficinas de El Popular, diario del PC en Valparaíso, para comentar la situación, pero no obtuvo respuesta. Preocupado, marcó el número de la embajada de Rumania para ponerse en contacto con Olivares o Villegas, pero, nuevamente, nadie contestó.

Cuando el reloj marcó las 00:45, y ante ninguna novedad —salvo la de Valparaíso, que no tenía cómo confirmar—, Chamorro cerró la edición del periódico. La última que él editaría.
Media hora después, dejó el edificio, abordó una camioneta y se dirigió a su casa, en la Villa Olímpica. Al llegar a Avenida Grecia con Obispo Orrego, vio que en el edificio que enfrentaba al suyo había numerosos camiones militares estacionados con soldados con fusiles entre sus brazos.

Jaime Chamorro se bajó y trató de averiguar lo que estaba pasando, pero un uniformado le gritó bruscamente que entrara a su casa mientras le enseñó su arma.

Antes de dormir, recuerda Chamorro, pensó en la edición del 12 de septiembre.

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Antes del golpe militar, El siglo ya había sufrido un fuerte embate.

El 18 de julio de 1948 cesó su publicación por las presiones del gobierno de Gabriel González Videla quien promovió y aprobó la Ley de Defensa de la Democracia. La llamada “Ley Maldita” proscribió al Partido Comunista y persiguió a sus militantes.

El acoso había empezado meses antes: el 22 de octubre de 1947, en una acción coordinada a lo ancho y largo del país, policías y agentes de investigaciones detuvieron a miles de dirigentes sindicales y militantes comunistas. El edificio de Moneda 716 fue uno de los primeros blancos. Cerca de 200 carabineros ingresaron y se llevaron detenidos a todo el personal de reporteros, prensistas, linógrafos, fotograbadores, correctores de pruebas y periodistas.

Tras la arremetida gubernamental, se acabaron los créditos bancarios y disminuyeron las empresas dispuestas a contratar publicidad en el periódico. El Siglo sobrevivió a pulso hasta el 18 de julio de 1948: su última edición, la primera de sus muertes, estaba compuesta por solo cuatro páginas y casi no incluía publicidad. Para reemplazarlo, el 10 de septiembre de 1949 el Partido Comunista sacó el periódico Democracia, que circuló sin explicitar que era comunista para evitar ser clausurado.

El Siglo reapareció en octubre de 1952 con un equipo de más de 500 obreros y empleados gráficos y 27 periodistas. Su nueva ubicación era un edificio en Lira 363, donde funcionó la icónica Imprenta Horizonte, de donde salieron publicaciones de izquierda como Las Noticias de Última Hora, Puro Chile y Quinta Rueda hasta el golpe militar de 1973. El Siglo era uno de los diarios con mayor tiraje y circulación en el país.

Además de El Siglo, a Allende lo apoyaban otros periódicos —como Las Noticias…, influida por el Partido socialista—, revistas como Punto Final y publicaciones provinciales. En su contra estaban El Mercurio, que tenía nueve diarios a lo largo de Chile, Sopesur y Copesa, que controlaban el 80% de la producción nacional de diarios, con una tirada superior a los 500 mil ejemplares. Antes del golpe, los medios que respaldaban al gobierno de Salvador Allende se habían incrementado con el matutino La Nación y el nuevo diario Puro Chile, pero aún así la tirada total de los diarios oficialistas apenas se acercaba a los 350 mil ejemplares.

En 1971 llegó la primera rotativa offset del país a la Sociedad Imprenta Horizonte, del Partido Comunista. Ese mismo año, El Siglo abandonó el edificio de Lira 363, que compartía con la imprenta, para trasladarse a la casona de dos pisos en Lord Cochrane 205. Ahí se instaló en 1973 una nueva rotativa gracias a Pablo Neruda, quien la compró por 400 mil dólares con las ganancias del Premio Nobel, obtenido dos años antes.

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—Fue como el cuento del lobo: se dijo tantas veces que vendría al otro día, que el anterior al golpe nos acostamos como si el siguiente fuese uno normal —recordará Erasmo López, exreportero de El Siglo, vía Zoom desde Estocolmo.

Son las siete de la mañana del 11 de septiembre de 1973. Un joven periodista de 24 años, encargado del frente noticioso de La Moneda, descansa recostado junto a su esposa María

Estela, de 21, y su hijo pequeño, Erasmo, de seis meses.

De pronto, alguien toca la puerta de la mediagua de seis por tres metros ubicada en el campamento Villa Lenin de La Granja. Sobresaltado, López va de inmediato a abrir la puerta. Tras ella está su hermano, quien le comenta que, según la radio, el golpe está en marcha.
El periodista toma su corbata y su única camisa y, en cinco minutos, se despide de su esposa, corre junto a su hermano por La Castrina hacia la parada de buses y toma la liebre. A las 8:15 horas se baja en la Alameda y camina hacia el periódico. Cuando llega, ve fuera del edificio al nochero, quien con gestos le indica que huya de inmediato.Por los cristales del segundo piso observa pasar militares.

Pese a que el diario ha sido tomado, decide ir a reportear la situación a La Moneda. Camina por Tarapacá hasta llegar a San Diego y ahí dobla hacia el norte hasta la esquina norponiente de la Universidad de Chile, donde, parapetado entre kioscos y árboles, observa cómo unos tanques cercanos a la Plaza Bulnes disparan cada cierto tiempo cañonazos hacia el oriente en señal de amenaza.

Luego, ve a un grupo de personas arrastrando a alguien. Se acerca y le dicen que la persona tumbada en el suelo fue herida en la cabeza por la esquirla de una bala. A la escena llega “Justo-Justo” Riveros, reportero gráfico de La Tercera, quien le sugiere a López ir a La Moneda. Cuando cesan los disparos entre los francotiradores del Banco del Estado y los tanques del Regimiento Tacna, el periodista corre hasta la calle Bandera y entra a la galería Antonio Varas, para así cruzar hasta Morandé y llegar al Palacio. Dentro del edificio, ve que la Radio Corporación está cerrada. Unos fierros impiden el paso. López intenta moverlos, pero alguien le ordena que salga de ahí.

Nuevamente en Bandera, divisa al norte un grupo de civiles y carabineros. Estos últimos, vestidos con grandes chalecos verdes de invierno, son la guardia del Palacio, por lo que va rápidamente a interrogarlos. El grupo relata que viene de La Moneda, luego de que el Presidente Allende les ordenara abandonar el edificio. Erasmo López vuelve a San Diego. Envalentonado, le pregunta a uno de los militares montado en un tanque: “¿Qué pasa? ¿Ustedes son golpistas o constitucionalistas?”. El militar responde: “No sé. Mi capitán nos dijo que nos viniéramos para acá. No tenemos idea”.

Entre las 9 y 11 de la mañana, permanece en la acera sur de la Alameda, entre las calles Arturo Prat, Serrano y San Diego. En un momento ve que un grupo se agolpa en las excavaciones de la línea 1 del metro: a un metro de profundidad, hay un hombre recostado boca abajo. A la distancia se oye una ambulancia. Apenas asoma en el horizonte, la gente la detiene. De ella desciende un enfermero joven, quien al bajar al agujero y levantar al hombre, expone un rostro desfigurado cubierto de sangre, con un agujero en la nuca camuflado por las canas. “Está muerto. No hay nada que hacer”, sentencia.

A las 11 horas, se reúne con un grupo de desconocidos para escuchar los primeros bandos militares y los avisos de bombardeo. Casi una hora después, alguien alerta sobre el ruido de los aviones. A lo lejos, dos aeronaves de combate se acercan desde el norte con un objetivo claro. El reloj marca Acron en su muñeca indica las 11:56 horas. Ante el primer estruendo, huye hacia Diagonal Paraguay. Durante la carrera, apoya el cuerpo contra los edificios, tratando de cubrirse y de no caer por los temblores que generan los bombazos. Ya en Diagonal Paraguay, toma un camión que se ofrece a llevar personas a San Bernardo y Puente Alto.

Tras una serie de trasbordos y caminatas, llega pasadas las 20 horas a su hogar en Avenida Moscú. Dentro, lo espera su esposa y su hijo.

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El diario y la imprenta cerraron ese mismo día. Sus trabajadores, con los papeles manchados ante un gobierno que no perdonaría opositores, tuvieron dificultades para subsistir. Jaime Chamorro recuerda que, en noviembre de 1973, a dos trabajadores del diario se les ocurrió ir junto a un dirigente del Colegio de Periodistas al Ministerio del Interior a conversar con el ministro General Óscar Bonilla, para así gestionar una indemnización por despido. Una locura que, contra todo pronóstico, salió bien.

—Fue una miseria de plata, pero todo valía —resume Chamorro.
Por entonces, cualquier periodista que hubiera trabajado en un medio de izquierda enfrentaba un problema cuando, al momento de postular a un nuevo trabajo, le pedían sus antecedentes.

—Los primeros años hubo que hacer cualquier cosa por sobrevivir —dice Erasmo López, quien trabajó de peoneta en un camión de vinos, fue obrero en una fundición, abrió una pequeña verdulería y emprendió con un local de cecinas.

Jaime Chamorro vendió casas, carteras de mujer y publicidad para un diario. También pulió autos y probó suerte en una fábrica de aceite, en la cual, sin embargo, no duró mucho: le pidieron trabajar de noche y, por su situación, no podía sacar salvoconductos. Gracias a su amigo Héctor Olave, en 1975 logró entrar a La Tercera. Junto a Olave, ayudó a otros periodistas cesantes por el golpe. Hoy recuerda que todos ellos fueron puestos en una oficina a cargo del suplemento regional del diario. A ese lugar se le llamó la “Sala México”, en alusión a los exiliados por la dictadura mexicana. Permaneció en ese diario hasta el día de su jubilación.

Tras pasar por “Sábado Gigante”, de Canal 13, Erasmo López llegó en 1980 a El Mercurio gracias a un amigo democratacristiano. Ante los comentarios de sus compañeros, dice, muchas veces le tocó morderse la lengua. Allí duró hasta el retorno a la democracia: en el año 2000, asegura, fue despedido por su tendencia política.

Tanto Jaime Chamorro como Erasmo López vivieron las dos caras de la moneda. Por una parte, el partido y los amigos les decían que, por subsistencia y por razones tácticas, se mantuvieran allí. Por otra, cercanos y militantes de izquierda los tachaban de traidores por trabajar para los golpistas.

—Había que sobrevivir; no quedaba otra —admite Chamorro.

El Siglo reapareció en septiembre de 1989. Actualmente es un semanario digital.

El edificio en Lord Cochrane hoy es un restaurante. La casona de Lira 363 luce como un edificio de departamentos.

El paradero de los equipos y archivos, confiscados por la dictadura, se mantiene desconocido.
La imprenta desapareció el mismo 11 de septiembre de 1973: todas sus rotativas fueron destruidas en la Fundición Libertad y vendidas como fierro viejo.

 

* Esta pieza forma parte del Especial “A 50 años del golpe”. Edición general: Juan Luis Salinas Toledo. Coordinación: Nicolás Lazo Jerez.