El golpe de estado terminó con un ambicioso proyecto cultural impulsado por Salvador Allende. Una editorial que reunió a intelectuales, creadores y profesionales; y llegó masivamente, con letras locales y universales hasta obreros, campesinos y los recónditos lugares de Chile.

Pasan las diez de la mañana del 11 de septiembre de 1973. La incertidumbre y el olor a muerte están en el aire. Hace unos minutos Salvador Allende entregó un mensaje a los trabajadores por radio Magallanes: “Sigan sabiendo ustedes que, mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”.

En sus oficinas en Avenida Santa María 076, a media cuadra de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, los trabajadores de Quimantú deben tomar una decisión mientras un escuadrón militar se enfrenta a su edificio.

Armados con ametralladoras, cañones, y fusiles, los militares esperan que abandonen el edificio de

seis pisos y tres cuerpos que se inauguró en 1948 y donde tenía sus oficinas la Empresa Editora Zig-Zag, que luego de una huelga en 1971 se transformó en la editorial estatal del gobierno de Salvador Allende.

Para Allende, el libro era fundamental para la construcción de una sociedad nueva. Por lo mismo, al tiempo que la Moneda era bombardeada, el epicentro de la revolución editorial de la Unidad Popular también fue cercado. Mientras los militares apuntan hacia los techos, los trabajadores Quimantú llevan a cabo tres asambleas.

Discuten si dan la lucha o abandonan pacíficamente el edificio. En la calle, las tropas, comienzan a disparar a los pisos superiores. Ni siquiera toman en cuenta a los menores que están en el parvulario que funciona en el primer piso del edificio.

Los niños lloran.

Algunos residentes del edificio se desesperan.

Los trabajadores de Quimantú saben que no tienen opciones.

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En las elecciones presidenciales del 4 de septiembre de 1970, triunfó la Unidad Popular, un bloque de izquierda que reunía a socialistas, comunistas, radicales, a la Izquierda Cristiana y al MAPU-OC. El médico socialista, Salvador Allende fue electo como Presidente de la República.

Allende inició una serie de reformas sociales y políticas condensadas en un ambicioso programa de gobierno que buscaba transformar todas las aristas del país. La cultura y la educación formaban una parte básica de este plan. “Sólo un hombre culto puede ser libre”, repetía en sus discursos, parafraseando al escritor cubano José Martí.

En febrero de 1971 el presidente se reunió con Jorge Arrate, entonces director del Instituto de Economía de la Universidad de Chile (quien luego asumiría Ministro de Minería de la UP) para hablar de formar una gran editorial pública. Ya de conocimiento público que la empresa Zig-Zag tenía problemas financieros y tras la huelga de sus casi mil trabajadores se declaró en quiebra en diciembre de 1970.

En el texto “Quimantú, utopía o vigencia. Apuntes sobre un proyecto editorial público”, Ana María Campillo escribe que Allende le dijo a Jorge Arrate: “Quiero que usted compre esa empresa para fundar esta editorial pública y que lo haga correctamente. Esta es una empresa de ideas, y yo no quiero que pase por el Ministerio de Economía; si así ocurre, van a decir que es una expropiación”.

El 12 de febrero de 1971, Jorge Arrate junto con el ministro de Economía y Comercio, Pedro Vuskovic; y Sergio Mujica, presidente de la Empresa Zig-Zag, firmaron el acuerdo. La editorial fue nacionalizada —-no expropiada— y engrosó la llamada Área de Propiedad Social, pero el nombre Zig-Zag quedó en manos privadas.

—Cómo resultó esta maravillosa coincidencia de que Zig-Zag vendió sus máquinas, podíamos hacer todos los textos que quisiéramos, pero igual sobraba capacidad para imprimir. Se decía, por aquel entonces, hacer la editorial y hacer producciones propias —relata Arturo Navarro, actual director ejecutivo del Centro Cultural Estación Mapocho.

Originalmente se le llamó Gran Editorial del Estado, pero se barajó llamarla “Camilo Henríquez” en honor al sacerdote y revolucionario que fundó “La Aurora de Chile”, el primer periódico nacional. Se decidió por Quimantú después de que Luz María Hurtado, asistente del director editorial, propuso la conjunción de las voces mapudungun Kim, saber o conocer, y Antu, sol.

Ambas palabras juntas significan ‘Sol del saber’.

Quimantú no recibía subsidios estatales y se manejaba con criterios de estricta rentabilidad. Pero tenía las condiciones para ser autosuficiente: maquinarias de primera línea (tres de huecograbado rotativo, tres rotativas offset y tipográficas) y grandes espacios de almacenamiento. Además, estaban los servicios accesorios de fotomecánica, composición, encuadernación, distribución y cerca de 800 trabajadores calificados no sólo en el taller, también en administración y marketing.

La idea era democratizar la lectura. A comienzos de 1970 en Chile existían alrededor de un centenar de librerías, con el 75% en los barrios acomodados de Santiago, Providencia, Las Condes, Ñuñoa y La Reina. El desafío era cómo romper con esto. La propuesta de Quimantú fue que los libros llegaran a cualquier persona, sin importar su estatus económico.

Por la época el consumo de prensa escrita -diarios y revistas- era imbatible. Su distribución estaba solventada en una red de suplementeros, voceadores callejeros y quioscos. Esa ventaja que ya tenía Zig-Zag con sus revistas se utilizó en favor de los libros. Además, se desarrollaron ventas directas a sindicatos, organizaciones comunales, estudiantiles, centros de madres y jardines infantiles.

Con el apoyo de la Fuerza Aérea los libros llegaron a zonas apartadas del país, como Isla de Pascua o Punta Arenas.

Pero había un detalle que marcó la diferencia: los libros eran baratos.

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Tras horas de acecho militar ante el edificio de Santa María, cuando ya había pasado el mediodía y comenzó el ataque aéreo y terrestre contra La Moneda, los obreros de Quimantú dejan las oficinas. La mayoría lo hace por la parte trasera del edificio, por la calle Bellavista, por una entrada para camiones que ingresaban los rollos de papel que demandaban sus libros y revistas.

Cuando las oficinas de lo que una vez fue un símbolo de la revolución cultural quedan vacías, una docena de uniformados entra y arrasa con todo. Los militares vandalizan casilleros y destruyen objetos personales.

—Era Guerra —cuenta el periodista y sociólogo Arturo Navarro, quien fue director de la colección Cuncuna de Quimantú, que estaba dedicada a lectores infantiles. Navarro aquel día se encontraba refugiado en un departamento, desde dónde observó cómo los militares se tomaban la editorial.

—La destrucción de la empresa fue literalmente con fuego, primero con fuego armado, hubo un asalto a la empresa y fue tomada a la fuerza, y luego con fuego de incendio.

Los libros que publicaba Quimantú representaban un peligro para los militares. Los trabajadores lo sabían y antes de dejar el edificio de Santa María rompieron y quemaron documentos del partido, comunista, socialista, y mirista, que guardaban en la editorial. También se deshicieron de convenios, como el que habían suscrito con el gobierno de Cuba. A cambio de toneladas de azúcar les imprimieron textos escolares, de los cuales muchos aún estaban en las bodegas.

Esos textos y otros tantos libros que serían publicados encendieron otro fuego. Al día siguiente, las publicaciones comenzaron a destruirse en las guillotinas de los talleres de editorial. Se anunció que Quimantú era “literatura subversiva al servicio de intereses foráneos” y se iniciaron incineraciones públicas de sus libros.

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Cuando se fundó Quimantú, Chile estaba en medio de un proceso histórico que partió a mediados de los sesenta con el gobierno de Frei Montalva.

—Había un gran entusiasmo —cuenta Arturo Navarro y agrega:

—Estábamos viviendo un proceso de cambios muy profundos en el país. Un proceso histórico, con la reforma agraria y universitaria. Gracias a la reforma agraria, los campesinos empiezan a tener propiedad sobre sus tierras, pero no sabían leer, así que se desarrollaron programas para alfabetizar. Quimantú proporcionó los libros para que esos campesinos puedan leer.

La editorial Quimantú publicó 11 millones de libros entre 1971 y 1973. En su investigación “Quimantú, utopía o vigencia”, Ana María Campillo agrupa a las colecciones en cuatro grandes categorías. Primero están los textos de literatura universal y nacional. En esta categoría estaba la colección “Quimantú para todos” que partió con los dos tomos de “La sangre y la esperanza” del escritor proletario de la Generación del 38, Nicomedes Guzmán. Dos semanas más tarde se publicó “Todas íbamos a ser reinas” de Gabriela Mistral y vinieron “El Chilote Otey y otros relatos” de Francisco Coloane y “La viuda del conventillo” de Alberto Romero.

En la segunda categoría estaban las colecciones de concientización y debate de corte político-ideológico. Aquí destacan los “Clásicos del Pensamiento Social” que editó textos de Marx, Engels, Lenin, y Ernesto Che Guevara, entre otros. También estaban los llamados Cuadernos de Educación Popular, a cargo de Marta Harnecker y Gabriela Uribe. Se trataba de cuadernillos de 50 a 60 páginas con fotografías, ilustraciones y un pequeño cuestionario sobre los temas tratados. Su público eran los sindicatos y distintas organizaciones barriales.

El primero en aparecer fue “Explotados y Explotadores” que apareció en 1971 y le siguieron “Monopolios y Miseria”, “Capitalismo y socialismo”, “Lucha de clases”, entre otros.

Pablo Dittborn, editor y exjefe de sindicato de Quimantú, explica la propuesta:

—La editorial eran 10 libros. Vendieron más de 100 mil… Nadie se engañaba. Era como decir: Aquí vamos a hacer ideología, y le vamos a poner cuaderno de educación popular.

La tercera vertiente tenía inspiración etno-antropológica. Sobresalió la colección “Nosotros los chilenos”: trabajos de investigación documental dedicados al conocimiento de distintas facetas de la “chilenidad”. La periodista Amanda Puz publicó “La mujer chilena” y Cecilia Urrutia, “Niños de Chile” y “Historia de las poblaciones callampa”. Patricio Manns colaboró con “Las grandes masacres” y “Breve síntesis del movimiento obrero ” y Alfonso Alcalde con “Comidas y bebidas de Chile”.

Finalmente estaban las revistas dirigidas a diferentes grupos lectores: mujeres, niños, jóvenes y artistas. Las más exitosas eran “Onda”, dirigida a los jóvenes; “Barrabases”, una revista de historietas y “Paloma”, una revista para mujeres que era respuesta al éxito de “Paula”. A diferencia de su competidora, que mostraba ideales de estética y moda más europeos, “Paloma” se centraba en cocina con ingredientes baratos, moda con ideales localistas, entrevistas y columnas de opinión. También estaban “Ahora”, sobre actualidad; “Mayoría”, sobre política, “La Quinta Rueda”, sobre cultura, y la revista “Ramona”, cuyo público eran las Juventudes Comunistas.

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Los meses previos al golpe estuvieron cargados de una enorme exaltación política. Había un clima de incertidumbre, no sólo en la editorial, sino por el futuro de la UP. El país iba en un ritmo de lucha ideológica que podía pasar a la lucha armada. Carlos Parra, ingeniero jubilado y extrabajador de Quimantú y de la editorial Gabriela Mistral, recuerda muy bien esa época.

—Había mucha efervescencia en las calles. Se desvirtuó la ideología y andaban grupos muy violentos. Eso pasó. Quimantú estaba pegado a la escuela de Derecho, en toda la esquina. Y esa gente era terrible de izquierda, se tomaron la Universidad de Chile, y quedó la escoba. Los de Quimantú se pasaban por el techo y le llevaban cosas a los cabros, comida, que se yo. Así era.

Al interior de la editorial no existían luchas políticas. Todos se conocían, y todos compartían esa camaradería. La mayoría de los trabajadores eran militantes del PC, y todos participaban activamente de los comités políticos.

—Estábamos todos en la misma lucha. El 90 por ciento de los que estábamos éramos militantes, y nos encontrábamos en reuniones de los partidos —relata Arturo Navarro.

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La colección más exitosa de Quimantú fue “Minilibros” que tuvo ediciones que superaron los 80 mil ejemplares por título. Este sello quería ofrecer lo mejor de la literatura chilena, latinoamericana y universal de todas las épocas. Aparecía quincenalmente y cada ejemplar —de tamaño transportable en el bolsillo de cualquier trabajador o estudiante— costaba 45 escudos.

La idea de la colección “Minilibros” es atribuida a Joaquín Gutiérrez, un veterano escritor y dirigente comunista costarricense. A Chile llegó en los años 40 y fue editor de la editorial Nascimento y luego asumió como director de Quimantú.

Isabel Molina, directora de Grafito Ediciones y autora del libro “Quimantú: Prácticas, Políticas y Memoria”, dice que esta colección traspasó generaciones.

—Tiene algo especial, porque es de un formato muy recordable, un diseño de portadas que queda en la retina. Es una colección emblemática. Otros recuerdan Cuncuna, otros Cabrochico. Pero por diseño gráfico, por tiraje, y porque aún se venden, yo diría que la más importante fue minilibros, que eran libros para poder comprar sin endeudarse, y hacer accesible la lectura como bien cultural.

A sus 75 años, Dittborn equilibra sentimientos encontrados sobre la propuesta de Quimantú. Reconoce el gran desafío que significó y el éxito que tuvo. Pero también afirma que se cometieron torpezas. Menciona un caso específico en que se trató de inculcar la ideología en los contenidos. El exjefe del sindicato se refiere a un ejemplar de la revista infantil CabroChico, con la imagen de la Caperucita Roja cantando: “Venceremos: ¡no nos moverán!”.

Pablo Dittborn hoy dice:

—Eso fue una torpeza, entrar a ideologizar a los niños desde muy pequeños… La prueba está en que la venta cayó en números siguientes, estábamos en el 10 por ciento de lo que habían sido los primeros números.

Sin embargo, Dittborn defiende a la editorial. Cree que existe una idea equivocada de ella. -La gente pensaba que la editorial producía solo ideología, lo que no es cierto; más del 70 por ciento de los libros era literatura chilena o universal, no libros de militantes, eso no era más del 20 por ciento”, explica y agrega:

—No había engaño, estaba clarísimo, lo otro es fantasía… La gente compra unos cuentos raros.

En 1972, la publicación de “La Historia de la Revolución Rusa” de León Trotsky provocó una tensión política dentro de Quimantú. Dos facciones del equipo editorial se enfrentaron: la fuerza comunista liderada por Joaquín Gutiérrez, y varios grupos socialistas y del MAPU, encabezada por Alejandro Chelen, gerente de la empresa.

Esto generó un escándalo internacional, cuando el embajador soviético, Aleksandr Basov realizó una llamada poco amistosa a Allende.

En el reportaje “El día en que la URSS presionó a Allende para evitar la publicación en Chile de ‘La Revolución Rusa’ de Trotsky”, Sergio Maurín, que en aquel entonces era gerente general, recuerda: “El embajador soviético le hizo ver a Allende que la Unión Soviética consideraría inamistoso que Quimantú sea la primera editorial de algún estado en publicar a Trotsky”.

Pablo Dittborn, a 50 años de lo ocurrido, baja el perfil a la situación.

—La historia de la revolución rusa escrita por Trotski, ese era el título, a quién ibas a engañar. “No, mira, a mí no me gusta Trotski”, bueno no lo compres viejo. Y era el libro más caro de Quimantú.

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Carlos Parra estaba hospitalizado el día del golpe: tuvo un accidente en la gigantesca prensa heredada de los años de Zig Zag que casi le costó una mano. Pero el extrabajador de Quimantú recuerda que la mañana del 11 de septiembre tres oficiales del ejército, acompañados por una docena de soldados rasos, se presentaron al hospital. La instrucción de los soldados fue clara y precisa: “¡Todos los que puedan caminar, agarren sus weas y váyanse!”.

Carlos Parra ingresó a la empresa por medio de su cuñado Alberto Herrera. Medio siglo después aún siente un cariño especial por sus días en la editorial y recuerda a sus compañeros, especialmente al irónicamente apodado “magnate”.

—Los cabros lo webeaban —recuerda Parra y recuerda sus días en Quimantú. A medida que habla cambia su semblante melancólico y en su cara aparece una sonrisa que se desdibuja con cuando viene otro recuerdo.

Semanas después, cuando Parra regresó a la editorial, había sido rebautizada bajo el nombre de Editora Nacional Gabriela Mistral. En el edificio encontró, entre varias cosas, su casillero completamente vandalizado. Sus pertenencias, que incluían una radio a pilas y un reloj inutilizable.

Para Carlos Parra lo más notorio fue la ausencia de varias caras conocidas, rostros que jamás volvería a ver. Dice que recuerda a unos más que a otros, como a los hermanos Jara, militantes del Partido Comunista, quienes tras el golpe fueron llevados al Estadio Nacional. Parra dice que una vez se instauró la persecución política, la editorial perdió a varios de sus trabajadores, muchos de los cuales siguen desaparecidos hasta hoy.

Uno de los casos más trágicos y recordados fue el de Diana Arón, reportera de la revista “Onda” y miembro del MIR, quien fue baleada en la calle por agentes de la DINA, quienes la detuvieron.

Diana Arón estaba embarazada de tres meses.

Nunca más volvió a ser vista.

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La Editora Nacional Gabriela Mistral nació el 20 de diciembre con un nuevo pensamiento ideológico. Aunque, al principio, continuaron publicando libros de Quimantú: las colecciones de “Minilibros” y “Nosotros, los chilenos”.

—Cuando llegué, ya estaba corriendo, así que para mí fue como llegar a cualquier lado- reconoce Carlos Parra, quien fue asignado al área retoque. Eso cambió gradualmente hasta que se volvieron notables.

Isabel Molina cree que más que ser un caso de censura, fue una metamorfosis de la empresa editora.

—Es curioso porque la dictadura, contrario a lo que se piensa, no borró. Lo que hizo fue transformar la editorial. Le cambió el nombre, pero mantuvo los formatos. Hay libros que simplemente le pusieron sellos encima de Quimantú —dice Molina.

La Editora Nacional Gabriela Mistral se enfocó en otros temas y planteamiento ideológicos. Ahora ya no fueron los trabajadores, ahora es el rodeo o las guerras en que Chile salió victorioso. Esto se reflejó en la colección “Septiembre”, que enfatizó el nacionalismo y en la reivindicación de las fuerzas armadas. Entre sus títulos destacan “Algunos fundamentos de la intervención militar en Chile” y “Alonso de Ribera, Gobernador de Chile”, de Fernando Campos, entre otros.

—Si miras los títulos que publicaban, eran de muy poco interés —dice Arturo Navarro y agrega: -No existía la grandeza intelectual de Allende.

Gabriela Mistral fue clausurada en 1976. Seis años después, las máquinas que una vez pertenecieron a Zig-Zag fueron rematadas. Según Isabel Molina, la principal razón del fracaso de la editorial Gabriela Mistral, además del desinterés del régimen por contribuir al enriquecimiento cultural, fue la falta de grandes artistas o escritores de derecha.

—Al principio dieron lo que pudieron, con equipos de historiadores y personas de derecha que tenían la noción de continuar, porque eso ayudaba al discurso. Además, vino una imposición de un pensamiento más neoliberal, empezaron a discutirse temas más relacionados con el qué hacer, qué corresponde más a la derecha neoliberal.

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Hoy Pablo Dittborn dice que en Quimantú existía un sentido de compañerismo que jamás podría ser replicado. Teoriza que quizás fue porque la mayoría de los trabajadores de Quimantú eran militantes, o porque eran solo 1.200 trabajadores.

—No había tensiones ni conflictos, como probablemente había en otras empresas. Quimantú estuvo al margen de eso.

Para Arturo Navarro, a pesar de todo, fue un éxito tremendo considerando el poco tiempo que operó. Revolucionó la forma en que el pueblo chileno consumía cultura, pero era una representación del gobierno de Allende, y por eso debía ser destruido.

—Nadie destruye más allá de lo necesario, así que se buscan símbolos —explica Navarro. Los militares podrán haber desmantelado la editorial, pero su legado continúa. Hoy se siguen encontrando libros publicados por Quimantú en ferias o viejas librerías, especialmente los minilibros.

En 2022 se reeditaron cinco cuentos de la colección Cuncuna, bajo la supervisión de su director original.

Aunque la memoria lo traiciona, Carlos Parra relata emocionado sus días en la editorial, aunque dice que hay una pregunta que le aparece cada vez que habla del tema. Estos últimos años han sido difíciles para Parra, y las ocasiones en las que aprovecha de hablar de su paso por la editorial son agridulces. Sentado en la mesa de su casa, mirando fijamente el mantel, recuerda a sus compañeros desaparecidos hace medio siglo. A esos jóvenes que se quedaron para siempre en los 20 años. Mira y se pregunta:

—¿Y si me hubiera tocado a mí?

 

* Esta pieza forma parte del Especial “A 50 años del golpe”. Edición general: Juan Luis Salinas Toledo. Coordinación: Nicolás Lazo Jerez.