A un costado de la estación Linderos, una serie de toldos superpuestos y una huerta resaltan entre el pastizal seco de la zona. Detrás de la improvisada carpa y de la huerta se hallan anhelos y vergüenzas pertenecientes a José Quintanilla. Un hombre que intenta cambiar.
Las vías del tren separan a José Quintanilla del mundo. Él comenta que ya no pertenece a lo que se encuentra al otro lado de la estación Linderos, en Buin. Hace 5 años que llegó a esa conclusión, el mismo día que empezó a habitar la toma en la que vive y en la que hoy siembra lo que come, vende y regala a los pasajeros que esperan el metrotren hacia Estación Central o a quienes se acercan a su huerta.
— Venga mañana, en la fresca de la tarde; pero al mediodía no, porque es cuando le llega el sol a la carpa— y extiende la mano como si hubiera cerrado un negocio. El trato fue de un par de acelgas y hortensias a cambio de que alguien lo escuchara. Un acuerdo un poco desbalanceado, pero que para él, según lo que cuenta, significa mucho.
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El fuego de la estufa a leña no alcanza para iluminar las paredes de nylon, pero es lo suficientemente fuerte para calentar el pequeño living y para hervir el agua de la oscura tetera que José posa encima de la salamandra. La once está servida y la lluvia pronosticada marcará el fin de la entrevista.
La palabra “grabar” lo incomoda. Pero se tranquiliza cuando entiende que no se trata de cámaras. Entonces la grabadora de voz se enciende y vuelve a preocuparse. Tiene miedo de que su voz de huaso, como la describe, no se entienda. Pero él tampoco quiere disimularla, no tiene porqué, dice, no ser genuino. Sabe que ha sido un hombre de campo toda su vida y fruto de ello, aclara, es su hablar veloz, su cuerpo robusto y su vida dedicadas a la tierra, ahora su tierra.
Se puede intuir, por la cantidad de asientos que tiene dentro, que no viene mucha gente a verlo. Esas dos sillas tienen nombre: Cristina Pardo, su esposa y Alberto Petit, su mejor amigo; aunque este último ha dejado de ir, ya que tiene 80 años y se encuentra enfermo. Sin embargo, Cristina lo visita cada día que puede y, los que no, lo llama. Ella vive a un par de cuadras de la estación, junto a María José Quintanilla, la hija de los dos. Él vive solo.
—¿Por qué?
—Mi hija me echó de la casa; mi otro hijo me levantó la mano. Yo soy alcohólico, pero lo estoy dejando.
Ya es de noche y los focos de la estación Linderos no alcanzan a atravesar la carpa, pero sí proyectan las sombras de quienes pasan a esa hora al lado del entoldado. La cara de José no recibe ni un haz de luz y va lentamente ocultándose en su propio hogar, pero él sigue sentado. Lo único que se percibe es lo blanco de sus ojos, los que en un veloz ida y vuelta miran las siluetas que se dibujan en el nylon.
— Esa es mi cámara de seguridad— dice mientras con los ojos entreabiertos intenta percibir quien se paró a mirar su carpa.
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María José contesta el teléfono. Piensa, tal vez, que se trata de una llamada de spam o, en el mejor de los casos, un nuevo paciente que busca una podóloga. Pero no es ninguna de las dos: al otro lado de la línea está el pasado, están las preguntas acerca de su padre.
— No sé si quiero hablar de mi padre, no creo que pueda decirte cosas buenas de él. No se portó bien como papá.
La conversación sigue en una especie de tira y afloja, y termina con un «voy a evaluarlo» que jamás se evaluó.
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En 1983, a la edad de 14 años, José Quintanilla Lemui se bautizó para conformar el Movimiento de los Santos de los Últimos Días, o popularmente conocido como el movimiento religioso “mormón”. Años más tarde llegaría a ser líder de la congregación, aunque tiempo después abandonaría el cargo por cuenta propia debido a su alcoholismo.
—Los borrachos no pueden entrar al cielo, está escrito. Por eso quiero dejar de tomar, porque solo de esa forma Dios me va a perdonar —señala hacia la huerta—. Ahí está lo que ahora me hace feliz: ver a las plantas crecer, ver a los bichos comerse las hojas, a los zorzales que bajan a tomar agua… ya no me gusta tomar.
En un principio la razón para cultivar su alimento era por su religión, por ser autosuficiente como dictan los mormones. Sin embargo, hoy se trata de algo más: «Debo dar el ejemplo, quiero que sepan que soy diferente»
—¿Quién quiere que lo sepa?
—Todo el mundo, pero principalmente a la gente que vive aquí —apunta a sus vecinos—. Quiero que me vean feliz, que me vean recoger las acelgas. Pero no se trata de que me tengan envidia, al contrario, quiero que aprendan, que salgan de la droga y que se acerquen a Dios. Si yo quiero el perdón del Señor, no puedo ser igual que ellos. Por eso de vez en cuando les regalo semillas, pero no sé qué harán con ellas.
Quiere volver a ser misionero de Dios, lo desea con todas sus ansias. Todo lo que hace es en vista de volver a lucir los zapatos lustrados y la corbata planchada que guarda para el día en que vuelva a transitar la calle Hermanos Carrera rumbo a la iglesia. Son solo seis minutos caminando, pero para José ha sido un camino de varios años.
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Es domingo, y la lluvia del otro día quedó atrás, hoy el sol se posa encima del árbol que sostiene la carpa. Dentro de ella, poco a poco, aparece un aroma a pino provocado por las hojas que José tira dentro de la estufa. «Este es mi aromatizante» dice mientras ríe, pero la sonrisa desaparece cuando los 24 grados que hacen afuera se mezclan con el calor de las brasas y las paredes de nylon negras.
—¿Cuándo el árbol dará sombra?
—Todo tiene su tiempo.
Es lo que siempre responde.
—¿Cuándo crecerán los tomates cherry?
—Todo tiene su tiempo.
—¿Cuándo volverá a la iglesia?
—Todo tiene su tiempo.
—¿Cree que su familia y Dios lo perdonará?
—Todo tiene su tiempo.
Él dice que vive lento, que por ahora es feliz, aunque podría estar mucho mejor en una casa, con una puerta que le brinde la seguridad que desea, con paredes que no se muevan con el viento y que lo protejan del frío y del calor. Por eso, repite:
—Todo tiene su tiempo— y mueve las brasas de la salamandra