El artista visual y escritor chileno Carlos Peters conversa con Doble Espacio sobre su último libro, su trabajo de recopilación de archivos personales y las visiones que tiene sobre la trascendencia de la producción artística chilena en el contexto contemporáneo.
La memoria, como un elemento selectivo, disecciona y almacena imágenes de la realidad. Esas representaciones fijan el registro de una realidad y una generación que vivió cambios políticos y sociales relevantes para finales del siglo XX. Esa es la realidad de los artistas chilenos que se forjaron en la década de los sesenta en la Academia de Bellas Artes, por aquel entonces perteneciente a la Universidad de Chile.
Carlos Peters Barrera, escultor, artista visual y autor del libro El lóbulo izquierdo del cerebro (Ediciones de Los Diez, 2024), utiliza, en su última publicación, el poder de las palabras para crear imágenes de forma similar a cómo construye obras artísticas. Según el mismo autor, su trabajo es un recorrido por notas y registros que por más de cincuenta años se dio la tarea de almacenar y clasificar. Los archivos que componen el libro, que además no se encuentran ordenados desde una lógica narrativa, están poblados de relatos, cartas y reflexiones sobre la realidad del arte en Chile.
Peters conversó acerca de su nuevo libro y sus visiones sobre la vigencia de las artes visuales y la literatura como representaciones de la realidad. Esto último, como un elemento que forma parte de la experiencia, donde la memoria funciona como un “gabinete de curiosidades” integrado de sentimientos e imágenes.
- ¿Por qué decidió estructurar su libro de forma no convencional?
Todos mis libros son cientos de apuntes de notas de hojas manuscritas que fui guardando y que conservé durante años. De esa misma forma yo construí mi primera novela: Zaquizamí, el club de la rata florida (LOM, 2008). Esos registros formaron un corpus que se desarrolla con el recuerdo y la realidad. Todo parte de la realidad, pero se empieza a transformar y empieza a aparecer, se une con la ficción y así forma este trabajo.
- ¿Existe una narrativa allí?
No. El libro no tiene una narrativa lineal, más bien hay un sentido un poco elíptico. Es decir, las cosas van y se colocan, y los tiempos se pierden de repente. Si bien estos recuerdos llegan hasta el año 2000, corresponden también muchos recuerdos y notas a la década de los sesenta. Considero que El lóbulo izquierdo del cerebro es un ejercicio de memoria ficción, pero situado mayormente en la realidad.
- ¿El título es una alusión al funcionamiento de la memoria humana?
Al empezar hablando del cerebro, lo hago para dar sentido al lugar en donde está depositada la memoria. En el lóbulo izquierdo se depositan los recuerdos que se perciben a través de los sentidos. Pero puede suceder que esa memoria no sea la mismo por el accionar del pasado, como también la perspectiva que tengan las personas que leen todas estas anotaciones y recuerdos en el futuro.
- El lóbulo izquierdo del cerebro está poblado de referencias críticas hacia la realidad chilena y de humor negro. ¿La decisión de incluir estos aspectos es parte del sentido del libro?
A mí una de las cosas que me caracteriza de forma personal, digamos, es una cuestión de humor negro. Además, en Chile el humor negro sale en los momentos más difíciles. Considero que siempre aparece cuando se intenta quebrar entre la ironía y la complejidad. Ahora, cualquiera podría decir de repente que por pensar así del país como que pudiera ser que uno está cargado de mala tinta o de resentimiento. Pero la verdad es que no, yo trato de ser neutral no siendo neutral.
- ¿Desde una visión negativa?
El que exista una visión negativa sobre el país en el libro remite a imágenes y obras a las que recurro. Pienso en La nave de los locos, de Jerónimo Bosch, que representa una sociedad que desborda de sí misma en una nave de alienados, creyendo en la realidad, pero hacia a la deriva de la existencia. Como también Lima la Horrible, de Sebastián Salazar, que inspiró llamar en el libro a la capital “Santiago la horrible”.
- ¿Los personajes del libro fueron personas que existieron?
En este libro uno a personas y mundos distintos que formaron parte de lo que viví. Aparecen también otros personajes que me permiten decir otras cosas, pero yo mezclo a las personas. Quizás ahí hay tres o cuatro mujeres que formaron parte de mi vida o seis o diez que hay en fragmentos y pedazos. Con eso, por ejemplo, armé a Petra von Hutten, una mujer que no tuvo hijos, pero que a la vez tenía un síndrome de locura. O a Ende Moureau, que, si bien desde un inicio forma parte de la generación de artistas, su nombre viene de la primera mujer que fue identificada como artista durante la Edad Media en un convento de Cataluña.
Existe también un personaje que representa la rigurosidad alemana desde un Mercedes Benz, por todas las ideas que yo conocí en esos momentos, como las de la Escuela de Frankfurt o Walter Benjamin, a quién leí tardíamente. Otros son reflexiones sobre la humanidad y la política que aparecen también en el libro.
- ¿Cree que la escritura es una disciplina que tiene la capacidad de generar imágenes tal como las artes visuales?
Lo que pasa es que uno percibe a través de la imagen, o sea, uno funciona con esa representación y más encima las ve al revés, porque en el nervio óptico lo que vemos aquí está a otro lado. Las palabras son el lenguaje artificial que permite dar forma a los sentimientos. Aunque lo complejo es que uno intenta traducir esos sentimientos.
- ¿Es difícil?
Claro. A mí me cuesta trabajo escribir. Pero de repente descubres que las palabras empiezan a ser amables contigo y comienzan a hablar por su cuenta. Aunque todo tiene una lógica, a pesar de que yo no estoy formado en gramática. A mí me gusta que mis libros tengan tropezones y que la gente se cuestione lo que está leyendo. Eso saca de sitio a los lectores. Yo jamás pensé en hacer un libro perfecto como un clásico, porque no lo va a ser.
- ¿De qué forma se inserta este libro dentro de su trayectoria en las artes visuales?
Yo hasta hace al menos cuatro años era un borderline en el ámbito de la cultura. Es decir, no existía. Aunque fui precursor de tendencias que aparecieron en el arte contemporáneo chileno. Empecé a hacer instalaciones en los años sesenta junto con María Cristina Matta y después con Rodrigo Bruna, quién colocó en valor tres exposiciones realizadas en la Sala Universitaria de la Academia de Bellas Artes referidas a la producción de los años sesenta y setenta. No pretendía que me conocieran, pero a la vez es curioso que yo haya tomado este nivel de cierta relevancia en el mundo del arte visual. A pesar de que creo que vivo muy al margen del sistema cultural de este país.
- ¿Qué es lo que queda de esa generación de artistas visuales para la posteridad?
En el libro yo expongo cartas que muestran, por una parte, mi realidad, además del sentimiento de esa generación de artistas visuales. Ello también da un sentido a qué es lo que estábamos haciendo, por qué lo hacíamos y qué era lo que estamos percibiendo. Eso implica el espíritu que teníamos algunos en el arte. También se refleja el periodo político del 73 a través de la memoria. Lo considero como algo parecido a una tragedia narrada por Homero, con una realización parecida, porque muchas cosas las viví, pero también las escuché o leí.
- Allí habita también la memoria…
Por supuesto. Dentro de ese trabajo de formar una memoria e identidad, aparece también la Universidad de Chile y la Academia de Bellas Artes. Hay en el libro muchos aspectos que tienen que ver con la reforma universitaria y otras posiciones divergentes. Pero con una cierta distancia. Me tomo la libertad de ver y narrar como un “francotirador” de las palabras…esa posición la mantengo en el libro.
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