El Golpe de Estado y posterior dictadura son de los periodos más recordados de la historia reciente en Chile, debido a la crueldad y represión desatada por las Fuerzas Armadas y Carabineros. Un terrorismo de Estado que, pese a ser acredita, aún contiene muchas historias desconocidas que merecen ser reveladas y permanecer en la memoria, como son los relatos de Huguette y Héctor, dos personas mayores que siempre lucharon por una sociedad mejor.


Héctor Reinaldo Pavelic Sanhueza tiene 72 años, aunque su carné de identidad le reste dos debido a la tardía inscripción de su nacimiento en Iquique. Su edad está marcada por toda una vida de lucha, en su juventud como un dirigente poblacional y estudiantil, y luego como exprisionero en los centros de tortura de Pisagua y Tejas Verdes tras el Golpe de Estado. Fue exiliado político, y en cuanto pudo regresar a su país, comenzó a dedicarse a la interminable búsqueda de sus compañeros desaparecidos.

Huguette Sandra Bolívar Barriga tiene 69 años y muchas historias que contar, como es esperable de una sobreviviente de la dictadura, detenida en 1973 por ser militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), y participante activa del Frente de Estudiantes Revolucionarios (FER) cuando tenía apenas 19 años.

Huguette y Héctor, o Tito como le dicen de cariño, se conocen desde que eran niños, ella con 10 años y el con 12. Desde ahí en adelante han invertido sus energías en construir una sociedad mejor, pensamiento heredado de sus padres que también dedicaron su vida a ello.

Hoy ambos se pueden encontrar en el Museo Regional de Iquique, edificio de fachada de un colorido verde agua en su exterior, pero de construcción colonial clásico. Ahí, en una recóndita oficina blanca, donde el público general no tiene acceso, Tito y Huguette, trabajan en un par de computadores por rescate de la memoria en los 50 años.

El fin del cambio que soñamos

 

Han pasado exactamente 50 años del día que cambió para siempre la vida de Héctor Pavelic Sanhueza, quien en ese entonces era un joven de 22 años y estudiante de filosofía en la Universidad de Chile. Aunque siempre fue anarquista, el gobierno de Salvador Allende lo llenó de esperanza en que darle alegría al pueblo era posible, por lo que se convirtió en miembro de la Guardia Presidencial de Allende (GAP).

Su espíritu de lucha es un reflejo de los ideales de sus padres, aunque más específicamente de su madre, Flora Sanhueza Rebolledo, una mujer anarquista y excombatiente en la Guerra Civil Española; “Yo practico sus ideas, eso es lo que me ha llevado a ser lo que soy”, dice orgulloso.

La imagen de Flora, figura en un mural cercano al centro de Iquique, pero si hay un recuerdo que Héctor jamás va a olvidar de su madre es, en realidad, la frase “la lucha es acá, no es afuera”, palabras de la última conversación que tuvieron, por teléfono.

Héctor estaba de vacaciones en Iquique, había viajado para ver a sus padres cuando lo sorprende el Golpe de Estado. En realidad no fue una sorpresa, ya que al pertenecer al GAP sabía que sería algo inevitable, por lo que se había organizado con compañeros del sector.

El 11 de septiembre del 1973, a eso de las cuatro de la mañana, Tito recibió el llamado de un aliado, capitán de la marina del Regimiento Lynch, que posteriormente fue detenido debido a su pensamiento político. Aquel capitán le avisó que el golpe había comenzado con fragatas tomándose Valparaíso. Esto llevó a Héctor a actuar rápido por la seguridad de su familia y compañeros.

Durante el último discurso de Salvador Allende, Héctor se encontraba en la Intendencia de Iquique, atento a cada acontecimiento que ocurría en la casa de gobierno. “El bombardeo a la Moneda es un magnicidio. La muerte del Presidente, que la quieren justificar como suicidio, ya es magnicidio. Por eso, mucho honor y gloria a Salvador Allende, que fue el combatiente número uno por la libertad de nuestro pueblo”, señala mirando hacia el pasado.

Durante el resto de ese día, Tito se dedicó a ir fábrica tras fábrica para alertar a sus compañeros de lucha sobre lo que sucedía en la capital, y, por tanto, en todo Chile. Entre socorrer a las personas dieron las diez y media de la noche, cuando se da cuenta de unas luces en el local de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), ubicada por las calles Patricio Lynch con Serrano.

A punto de entrar para pedirle a los compañeros que se fueran a sus casas, escuchó el chillido de ruedas que resultaron ser de una micro de Carabineros. Los oficiales lo detuvieron, golpearon y llevaron a la Primera Comisaría de Iquique. “Posteriormente, a las dos de la mañana me trasladaron al Regimiento de Telecomunicaciones”, cuenta con una notoria angustia en su rostro.

El infierno se desata

Hasta ese 11 de septiembre, Huguette Bolívar Barriga estudiaba para convertirse en dibujante técnico proyectista, carrera que quedó a medio andar con el Golpe militar y posterior dictadura. Además de ser estudiante, ella era miembro del FER, ya que creció con las ideas revolucionarias de su padre, Hugo Bolívar Salazar, profesor y dirigente gremial de Iquique.

Huguette, a sus 19 años se despertó esa mañana con la noticia de que las Fuerzas Armadas habían tomado el poder, y aunque su padre les había advertido lo que podría suceder después, ella nunca pudo imaginar el infierno que se desataría. “Era como estar viviendo una pesadilla. El bombardeo a la Moneda fue un golpe muy duro para nosotros”, comenta entristecida.

Hugo Bolívar siempre les enseñó a sus hijos la importancia de luchar por sus derechos, y Huguette siempre estuvo orgullosa de seguir los ideales de su padre. “Me sentía muy satisfecha de ser dirigente estudiantil, y después dirigente universitaria”.

Debido a sus ideales y actividades sindicalistas, Hugo fue detenido el 24 de septiembre del 1973, y llevado al centro de tortura de Pisagua. Tres días después toman detenida a Huguette.

Huguette y Héctor, al momento de ser detenidos eran pololos, relación en la que no solo los unía el amor sino los deseos de luchar por los derechos sociales.

 Las bestias vestidas de humanos

Tres días después de su detención, a Tito le asignaron el número 14. Prisionero de guerra número14 dentro de un grupo de aproximadamente 34 jóvenes a los que trasladaban para volver a abrir Pisagua, por tercera vez. “En nuestra memoria, Pisagua no aparece sólo el 73’. También fue utilizado en el periodo de Ibáñez, en los años 30’, y en el periodo de González Videla en el 47’, en el que tuvieron presos a mis padres”, afirma.

En cada intervalo de 15 a 20 días llegaban más detenidos directos de Santiago o Valparaíso. Las costas iquiqueñas recibían navíos que trasladaban específicamente a personas que representaban un peligro para la dictadura, por lo tanto, eran recluidos en Pisagua, algunos detenidos incluso eran ahogados en la misma bahía, señala Héctor, quien destaca, de estos buques utilizados, el Maipo y la Esmeralda.

Estima que llegaron a ser 1200 detenidos en lo que se conoce como la Ex Ballenera, a ellos mismos los forzaron a construir las barracas en las que fueron torturados. Ocho meses y dos semanas fue el periodo en el que Pavelic estuvo recluido en ese lugar, de los cuales apenas 15 días pudo ver la luz del sol, el resto del tiempo lo pasó en su celda y aún más horas en tortura.

Para los militares era esencial que Héctor diera información, pero al darse cuenta de que con tales medidas Pavelic no cedería, en febrero de 1974 decidieron extremar sus acciones a costa de su madre, Flora Sanhueza. “No sé en qué cabeza cabe. Para mí son las bestias vestidas de humanos, porque no tienen otra expresión”, asegura, disimulando el llanto que está a punto de ser desbordado.

Después de una sesión de golpes en las barracas, los militares toman a Héctor y lo llevan a un sitio baldío, árido, seco como es propio del desierto nortino. La ceguera producida por ese sol radiante no impidió que Tito distinguiera a su madre tomada de las muñecas, colgada y siendo usada como juego de tiro al blanco. Ver a su Flora en esa situación le dio el valor para dirigirse frente a frente a Ramón Larraín Larraín, el comandante y jefe de aquel campo de tortura, y exigirle que fuera por cigarros, café, una grabadora y muchas cintas con tal de que no le hicieran daño a Flora. “Yo me quebré, y lo digo, porque era a mi madre a la que estaban torturando”, explica llorando.

Satisfechos por lograr su objetivo, los militares soltaron a Flora, y en cuanto pudo, ella se acercó a su hijo y le dio una orden perentoria disfrazada de pregunta; “¿Qué vas a decir? Si tú no sabes nada y a la que están torturando es a mí”, sentenció para que Tito no hablara, y Larraín Larraín también lo entendió.

El comandante, habiendo perdido la paciencia, inmediatamente ordenó que violaran a la mujer en presencia de su hijo; “Más de 20 milicos estaban encima de mi vieja”, recuerda Tito, tomando un pequeño respiro; “Después me pusieron delante de mi madre y los mismos cobardes también me violaron”.

El 31 de mayo de ese año, Héctor Pavelic Sanhueza, junto a otros compañeros en Pisagua, fueron condenados a relegación. A él le tocó en Peumo, pero nunca llegó ahí ya que, cuando iba en camino, oficiales de Carabineros lo detuvieron en la ciudad de Calera y lo trasladaron a la comisaría del puerto de San Antonio. En un descuido de los funhcionarios policiales, Pavelic logró escapar y tomó un bus con dirección a Santiago. “Iba pensando en que me tenía que bajar antes de llegar, pero me quedé dormido y en la terminal me estaban esperando los militares”, cuenta, riéndose de su propio despiste.

Los militares lo llevaron hasta Tejas Verdes, donde lo recibió el Manuel (Mamo) Contreras y una sentencia de muerte. Fueron 20 días los que Tito contó, y pudieron ser más debido a que había perdido la percepción del tiempo para ese entonces, pero recuerda bien que fue torturado salvajemente, hasta que un día su vida dio un vuelco. A eso de las cuatro de la mañana, los oficiales lo amarraron, vendaron y subieron a un camión con destino incierto.

Vivir las torturas

Días después de que se llevaran detenido a su padre, Huguette Bolívar se encontraba en el centro de Iquique, entre las calles Tarapacá con Obispo Labbé, esperando una micro para irse a su casa en Playa Brava. En eso, unos Jeeps frenan frente a ella, y bajan militares que le anuncian estar detenida por la explosión ocurrida en la oficina de correos, ubicada a seis minutos caminando desde donde estaba Huguette.

Tras negar tajantemente su participación en la explosión, mostrando incluso que no había rastros de pólvora en sus manos, los oficiales subieron a Bolívar al vehículo a punta de culatazos y bofetadas. Le amarraron las muñecas y taparon su cara, pero como iquiqueña nacida y criada en la zona, supo la ruta por la que iba. “Sé que subieron por la calle Tarapacá y de ahí se fueron un poco más allá de donde está el Cementerio N°3. Me entraron al Telecomunicaciones”, asegura.

Una vez allí, la llevaron a una sala que tenía un escritorio en el centro. La venda se le estaba cayendo, por lo que pudo distinguir a dos hombres, cada uno a un costado suyo, y otro frente a ella. Este último le preguntó si pertenecía a algún partido político, y la golpeó después que Huguette negara ser parte del Frente de Estudiantes Revolucionarios.

Tras una ronda de golpes en las costillas, piernas y brazos, le exigieron que entregara la ubicación de Héctor y Hugo. “Les respondí que no tenían que preguntarme, que ellos mismos se los llevaron a Pisagua”. Esa contestación rebelde fue motivo suficiente para otra tanda de agresiones físicas y verbales; “Hasta de prostituta me trataron”, recuerda Bolívar.

La enviaron al calabozo con la excusa de que había puesto la bomba en el correo, pero ese calabozo no era más que un cuartucho sombrío de dos por dos, donde apenas había espacio para ella, y ahí pasaba los días, siempre y cuando no fuera llevada al interrogatorio.  La primera noche en la que estuvo encerrada sintió que rasgaban un costado de aquella pieza antes de que se abriera un pequeño orificio por donde un desconocido le ofreció agua y un poco de pan, pero Huguette lo rechazó por temor a que estuvieran envenenados. “No somos los que la están torturando”, respondió la voz del extraño. Bolívar confió y así pudo alimentarse durante toda su detención.

Los interrogatorios a los que era sometida constaban de torturas físicas que iban desde golpes, tiradas de pelo, mantenerla colgada por largos periodos de tiempo, manoseos, y hasta ruleta rusa mientras apostaban por quién daba el balazo. “Fueron muchos los vejámenes que cometieron conmigo, así como con todas las compañeras y los compañeros”, relata mientras limpia las lágrimas de sus ojos cansados.

También pasó por tortura psicológica, en donde los militares le hacían creer que la mandarían a Pisagua o que le cortarían los dedos, y al no tener resultados con estas advertencias, comenzaron a amenazarla con asesinar a su madre y hermanos menores. “Me quedaba callada porque pensaba que, si respondía a eso, lo iban a hacer, entonces me quedaba callada y agachaba la cabeza”, recuerda.

Durante toda su detención, Huguette Bolívar asegura haber escuchado diversas voces, tanto de torturadores como de torturados, pero que pudo visualizar únicamente a tres personas gracias a que en algunas ocasiones se le caía la venda: Guatón (Roberto) Fuentes, Blas Barraza y el Flaco (Miguel) Aguirre. Tiempo después de haber sido liberada, fue a declarar su detención y tortura a las autoridades del Gobierno Regional de Tarapacá, pero la denuncia no tuvo mucho peso porque no contaba con testigos del relato, una respuesta inverosímil considerando que nadie vio las torturas por las que pasó, además de los captores.

Bolívar es incapaz de recordar los días exactos en los que estuvo en ese lugar ya que había perdido completamente la noción del tiempo, pero estima que debió ser un mes o poco más. Lo que mantiene grabado en su memoria es el último interrogatorio, donde después de atacarla con golpizas, dicen tenerle una buena noticia: “Te puedes ir a tu casa, pero con el resquicio de que no podrás salir de la ciudad ni del país, esa va a ser tu cárcel”, le confesó uno de sus captores.

“Vivir las torturas en nuestros cuerpos y en nuestras mentes es horrible, y ojalá que nunca nadie más vuelva a pasar por esto”, señala Huguette, con un enorme pesar en su voz.

El castigo por luchar

En el momento en que el camión parte, y pese a que estaba amarrado y vendado, Héctor notó que había más personas junto a él, así que decidió arriesgarse comunicando su nombre y chapa, el resto de los presentes hicieron lo mismo y se reconocieron, eran compañeros, seis en total. El vehículo frenó y se sintió un fuerte olor a petróleo, provocando una terrible angustia en Tito, quien presagiaba lo peor.

De repente, los militares procedieron a desatar y quitarle las vendas a los detenidos. Pavelic, incrédulo, logra distinguir el rostro del capitán. “Me preguntó si me acordaba de él, y fue de esas preguntas en que los minutos se hacen eternos. Yo le dije que sí”, comenta, recordando lo curioso que fue ese momento.

Héctor había conocido a ese capitán como un miembro del MIR, y este le sonríe; “Ah, que bien, compañero”, respondió y Pavelic se preguntó a sí mismo si de verdad sería un compañero. El militar sacó su pistola, al igual que el resto de los uniformados, y uno a uno se las fueron entregando a los detenidos. El sargento presente vociferó; “Nosotros nos vamos. Desertamos”, y sin más se retiraron, dejando desconcertado al grupo de jóvenes.

“Pensamos que iban a aplicar la Ley de Fuga o que iban a crear un falso enfrentamiento, todo ese tipo de historias se nos pasaron por la cabeza”, confiesa Pavelic. Era de noche, y a pesar de la confusión del momento, Héctor logró identificar la cordillera y el océano, y así pudieron encaminarse a Santiago.

El grupo resolvió dividirse en parejas, y Tito con su compañero tardaron al menos 20 días en llegar a la Región Metropolitana; “Llegamos a Nueva Barranca, lo que hoy se conoce como Pudahuel, golpeamos la puerta de una casa para pedir ayuda porque yo iba con mi compañero herido”, rememora. Al verlos, los dueños de casa los hicieron pasar inmediatamente, apurándose en socorrer al más débil.

Tras los primeros auxilios, el caballero debió irse a su trabajo, y la señora les sirvió una cantidad mínima de comida, no porque no quisiera ofrecerles más, sino porque sabía que algo más contundente podría hacerles daño; “En la puerta de esta casa mataron a uno de mis hijos. Tengo una hija escondida y un hijo que no sé dónde está”, eso hizo que Pavelic tuviera la certeza de que no serían delatados, pues eran compañeros miristas. Más tarde, recibieron una sorpresiva ayuda, pues el abogado Andrés Alwyn fue a buscarlos a la casa del matrimonio esa misma mañana, y les ofreció alojo.

Con el temor de estar más expuesto a ser encontrado al quedarse en casa de Alwyn junto a otros perseguidos políticos, Héctor, en su desesperación, decide abandonar la protección del abogado a la mañana siguiente. Vivió algunos días en los bordes del río Mapocho, alimentándose de los rastrojos de frutas y verduras que dejaba la Vega en las madrugadas. Cuando sintió que llegó al punto más bajo en el que podía estar, llegando a pesar 39 kg, se comunicó con unos compañeros, quienes resolvieron que Héctor debía salir del país por su seguridad.

El 6 de agosto de 1974 era la fecha en la que Héctor se convertiría en exiliado. El Comité Pro-Paz había hecho las gestiones para que tuviera asilo en Italia, por lo que, en la mañana de ese mismo día, Tito decide comunicarse con su familia para despedirse. Llamó a una tía que vivía en Santiago y ella, al enterarse del exilio, le cuenta que Flora se encontraba internada en la entonces Posta 3, del Hospital San Juan de Dios.

Sin otro pensamiento en la mente más que su madre, Tito recorrió el tercer piso del hospital buscándola, hasta que se topó con una habitación custodiada por Carabineros, y supo que ahí estaba; “Pasé por delante y mi vieja justo estaba mirando hacia afuera”, dice con cierta ternura y tristeza en su voz; “Me llevé su última sonrisa, fue lo último que tuve de mi madre”.

Óscar Pavelic, el padre de Héctor, iba detrás de un médico, quién le aseguró que nada más se podía hacer por Flora, que le daría el alta para que estuviera con su familia y que recomendaba comprarle morfina para que soportara los dolores. Tito alcanzó a Óscar para pedirle que se juntaran a las seis de la tarde en el Comité Pro-Paz. Ahí estuvieron, puntuales. Héctor le entregó todo el dinero que había juntado para la resistencia a su papá, él ya no lo usaría y su mamá necesitaba la morfina.

Antes de salir de Chile, Héctor volvió a su tía para hablar y contarle del exilio a su mamá, a quien la llevarían de regreso al norte en cuanto se pudiera.  “¿Y tú? ¿A dónde vas?”, fue lo primero que le preguntó a su hijo. Héctor le respondió que se iba a Italia. Inmediatamente Flora contestó que no podía; “La lucha es acá, no es afuera”, soltó la mujer.

Ante la negativa de su madre, Tito debió sincerarse, contarle que su peso estaba en los 39 kg, que estaba destrozado por dentro y que si se quedaba iba a morir. Con eso Flora rompió en llanto y se resignó al destierro de su hijo; “Me fui con el sentido de retorno porque mi madre me dijo que la lucha era acá”, dice Pavelic, aferrado a su convicción.

Héctor Pavelic Sanhueza no tuvo un exilio dorado. Se alojó en una ex cárcel en la ciudad de Ímola, un lugar habitacional para los asilados políticos, pero que en sí no era idóneo ni para los presos italianos. Tito relata que más allá del recibimiento, no tuvo mayor apoyo por parte del Estado italiano, pero sí del pueblo; “La solidaridad italiana y el buen comportamiento de los médicos me reconstruyeron”, dice agradecido.

 

El abrazo más eterno

Cuando Huguette logró salir del regimiento estaba semi aturdida, sintiendo que se caería desmayada por todos los dolores que llevaba en el cuerpo a causa de la tortura. A la salida del Telecomunicación había un Jeep esperándola y uno de los conscriptos que la acompañaba le ordenó que se subiera al vehículo.

“Le dije que no quería que nadie me llevara a mi casa, que me podía ir sola”, cuenta Bolívar, y ante su insistente negativa uno de los uniformados dentro del Jeep se bajó con la intención de golpearla, y en eso mira hacia un lado de la calle y ve que camina hacia ella uno de los choferes que manejaba el taxi de su padre. El señor la estaba esperando; “No sé cómo se enteró de que iba a salir en libertad”, dice, aun sin tener explicación.

El chofer la tomó del brazo, y tratando de tranquilizarla, la subió al auto, asegurándole que nadie le haría nada. Fue ahí cuando por fin se sintió segura para desahogarse. Al llegar a su casa, su madre la recibió con el abrazo más eterno que le había dado, y con la alegría de saber que su hija estaba con vida. Su mamá le había hecho una sopa de pollo porque sabía que a Huguette no habían alimentado bien en su detención y no la quería rellenar de comida.

Bolívar quiso servirse ella misma la sopa, pero al tomar el plato este se le cayó debido a la escasa fuerza de sus manos. Ante esto, su madre la acomodó en una silla y se puso a llorar con ella mientras le hacía cariño. “Me empecé a calmar cuando caí en cuenta de que mi madre y mis hermanos estaban vivos, ahí pude tomar la ansiada sopa”, cuenta secando sus lágrimas; “Todavía me emociona”.

Huguette no podía salir de la región porque le habían dado arraigo en Iquique, lo que pesó aun más cuando se enteró que Héctor debía irse del país ese 6 de agosto de 1974. “La maldita dictadura nos separó y el tuvo que irse al exilio porque se estaba muriendo en Chile, y yo me tuve que quedar acá. No pude salir al exilio”, lamenta.

Cuando Flora Sanhueza fue dada de alta desde el Hospital San Juan de Dios y trasladada nuevamente a Iquique, Huguette, con todo el amor que sentía por la familia de Héctor, tuvo la determinación de permanecer a su lado. “Siempre digo que tengo sentimientos encontrados porque tuve la dicha y la pena de cuidar a Florita hasta su último suspiro”, dice emocionada.

Lo que más recuerda Huguette de su último tiempo con Flora, es que la madre trataba de animarla por la partida de Héctor pese a que ella misma estaba destruida por dentro; “No tengas pena, hija, él va a volver”, le decía; “Tito va a volver por ti. Él te ama”, y Huguette siempre creyó en sus palabras.

Flora Sanhueza falleció a consecuencias de las torturas el 18 de septiembre de 1974, poco más de un mes después de que Héctor se fuera al exilio. Y él tardó tres meses en enterarse.

Huguette y Óscar Pavelic se encargaron del funeral de Flora. Ambos pensaron que no asistirían muchas personas por la forma en la que falleció, creyeron que el miedo sería mayor y nadie se atrevería a escoltarlos, pero tuvieron una sorpresa muy grata al ver que una gran cantidad de compañeros fueron a despedir a Sanhueza, mientras otros la estaban esperando en el mismo cementerio.

“Fue algo especial porque le pudimos dar una sepultura digna y tenerla en un lugar a dónde poder llevarle flores, lo que muchas familias de detenidos desaparecidos no han podido hacer”, reflexiona Huguette, desprendiendo mucha tristeza en su mirada.

 

Compañera, ya volví

Huguette asegura que desde siempre Héctor ha sido su amor, pero las circunstancias del exilio de Pavelic y de su propio arraigo nacional, los llevó a seguir caminos separados por miles de kilómetros. Tito hizo su vida en el extranjero. En Italia coincidió con una mujer que se convirtió en la compañera con la cual tuvo a su hijo Pablo. Asimismo, Huguette tuvo a su hija Lisette, que coincidentemente se lleva por un año de diferencia con Pablo.

Pero Huguette jamás pudo sacarse de la cabeza a Flora asegurándole que Tito volvería por ella, porque la ama, y la ex presa política siempre creyó que eso era cierto.

Con el edicto de Augusto Pinochet de 1987 se abrió la posibilidad de que cientos de exiliados pudieran regresar a Chile. Al enterarse, Héctor no lo pensó dos veces y volvió a su país a luchar contra la dictadura, tal y como se lo había exigido su madre por teléfono años atrás, no sin antes reencontrarse con su compañera iquiqueña, a la que contactó: “Compañera, ya volví”.

“Nos volvimos a reunir”, cuenta Huguette, con una emoción infinita; “Él regresó a Chile a buscarme, y ese fue el día en el que tomé el café más largo de mi vida”. Héctor y Huguette se encontraron a las ocho de una tarde para hablar sobre todo lo que vivieron desde el día en que fueron forzados a separarse. No se dieron cuenta de que las horas pasaban. En verdad el tiempo no existía en ese momento. Sus vidas se hicieron eternas hasta las cinco de la madrugada.

Actualmente, Bolívar no puede creer que las palabras de Flora Sanhueza fueran un presagio. Después de su reencuentro, ella y Tito formaron una familia. Héctor le dio su apellido a Lisette y Huguette asegura tener una linda relación con Pablo, a quien quiere como a su hijo. Tuvieron un nieto por parte de Lisette Pavelic Bolívar, un niño que a sus 10 años es el sol de sus vidas: “Nosotros nos regocijamos en nuestro hogar y nuestro entorno familiar, que nos trae alegría y mucha dicha”, asegura Huguette.

Héctor y Huguette atesoran el presente, pero siempre manteniendo y propagando la memoria para que su amada familia no tenga que pasar por lo que ellos vivieron; “Nosotros somos realmente seres que viven para contar nuestra historia. Aquí estamos y seguiremos adelante hasta donde nos dure la vida”, dice Bolívar, con firmeza.

Una fosa reveladora

Desde su retorno, Héctor Pavelic se dedicó a combatir contra la dictadura, y posteriormente tomó como bandera de lucha la búsqueda de la verdad. En 1990, cuando Chile estaba iniciando su transición a la democracia, Tito se integró al equipo de búsqueda conformado por Olaf Olmos, Carlos González, Cecilia González y Patricio Cabezas.

Uno de los hallazgos más impresionantes del equipo ocurrió en una fosa del Cementerio Municipal de Copiapó, donde encontraron a 13 de sus compañeros. Héctor conocía a la mayoría, eran sus amigos. “En el momento en que estábamos trabajando en las fosas sacándolos, no podíamos derramar una sola lágrima porque nos quitarían el caso. Esa parte de la búsqueda también fue terrible”, comenta, dando un suspiro.

Hasta el día de hoy, la búsqueda de detenidos desaparecidos parece interminable. Cifras oficiales aseguran que, desde el 11 de septiembre de 1973 hasta el 10 de marzo de 1990, sumaron un total de 1469 víctimas de desaparición forzada, pero, según Tito, podría ser una cantidad equivocada; “Es difícil saberlo porque hay mucha gente que no ha hecho denuncia con respecto a sus familiares desaparecidos. Me atrevería a afirmar que hay muchos más”.

Además, Héctor lamenta que; “Hay mucho silencio en este país, mucho miedo. Hasta el día de hoy hay miedo en nuestra gente”. Sin embargo, esto no frena sus acciones, puesto que inició procesos legales contra sus torturadores. De hecho, lleva casi 12 años en un juicio por el centro de tortura de Pisagua, pero se encuentra a la espera de una pronta sentencia; “Yo espero que los canallas sigan encarcelados, aunque sea en esa cárcel modelo que tienen para ellos”, enfatiza, aludiendo al privilegiado centro de Punta Peuco.

 

Otros 50 años

El dolor y malestar que trasmite Héctor Pavelic desde su oficina es indescriptible. Rememora la nula compasión de los militares hacía ancianos, mujeres y niños que pensaban diferente. También habla del negacionismo actual y lo necesario que es sacar la amnesia de la sociedad, según su percepción; “La dictadura no fueron sólo los 17 años, sino que estos 33 años de continuismo”, opina.

“Cuando hablamos del Nunca Más no es sólo por nosotros, es por las generaciones futuras, por nuestros hijos y nietos”, reflexiona, con un palpable pesar en el rostro; “El dolor fue muy grande, eso no va a cambiar nunca”.

Sin embargo, Héctor está seguro de que es posible tener un Chile digno, mientras se construya en paz, justicia y en la no repetición. También considera fundamental que las nuevas generaciones asuman esta causa que no es solamente de quienes lo vivieron, sino que es una causa que repercute en todo Chile; “Yo confío mucho en la juventud. En el 2019, la juventud me devolvió la esperanza de que en este pueblo se pueden hacer cambios. El Estallido Social fue muy importante para mí”.

Por su parte, Huguette Bolívar recuerda que siempre le ha gustado luchar por los derechos sociales, pese a las torturas por las que fue sometida, y asegura que es muy enriquecedor poder contar su historia; “Todavía hay mucho miedo, y en muchos sectores también está el negacionismo, entonces a veces es difícil hacer entender al otro por lo que una pasó”, lamenta.

Hoy Bolívar trabaja junto a Pavelic, su compañero y amor, en el rescate de la memoria por los 50 años, y sobrevive gracias a una pensión laboral que ella cataloga como paupérrima. Asegura que nunca tuvo alguna reparación por parte del Estado, ni indemnización monetaria ni acompañamiento psicológico. Ahora se encuentra escribiendo una declaración de lo que sufrió durante su detención, la cual fue solicitada por el abogado que lleva la causa de Flora Sanhueza; “Estoy tratando de prepararlo para que sea efectivo, y que por lo menos haya un poco de justicia y reparación”, cuenta de forma optimista.

Con una notable tristeza en sus ojos cansados, Huguette hace una pausa por los detenidos que aún siguen desaparecidos, y retoma diciendo que su mayor anhelo es la justicia en vida, que los culpables de cientos de torturas y muertes queden tras las rejas; “Nosotros no sentimos odio ni rencor. Nosotros sentimos dolor por los nuestros, por los desaparecidos”.

Uno de los grandes temores de Huguette es que vivencias como la suya queden en el olvido, y desea que efectivamente nunca más se repitan, por eso trabaja en busca de la verdad. “Para que la juventud lo tenga en cuenta y vea lo que realmente sucedió”. Con esto espera que esta terrible historia no se repita; “Ojalá que la memoria siga viva, así sea por otros 50 años más, aunque nosotros ya no estemos”, sonríe esperanzada.