La censura cultural fue algo habitual en la dictadura de Augusto Pinochet. Tras 17 años de régimen autoritario se instauró en Chile una nueva lógica de consumo intelectual y artístico. Desde la producción literaria, la Junta Militar exterminó a los libros que eran considerados “peligrosos” y “antipatrióticos” a través de prácticas arbitrarias. Conservar material relativo al marxismo e izquierda significaba un riesgo para los ciudadanos chilenos. Luego de 50 años del golpe de Estado, personas que vivieron las quemas de libros y la censura progresiva relatan el peligro de pensar distinto en un periodo donde el sueño de la democratización cultural comenzaba a desaparecer.


Desde el comienzo del proyecto político del presidente Salvador Allende Gossens, se contempló a la creación literaria y la lectura como un eje importante dentro de la actividad cultural. En el programa básico de la Unidad Popular (UP), se explicita que la cultura “surgirá de la lucha por la fraternidad contra el individualismo (…) por el acceso de las masas populares al arte, la literatura y los medios de comunicación contra su comercialización”. El nuevo gobierno comprendía las dificultades de los sectores más pobres para acceder al arte y la literatura.

En los tres años que duró el gobierno de la Unidad Popular, diversas casas editoriales accedieron a publicar títulos con el fin de democratizar la literatura a la población chilena, “La Editora Nacional Quimantú comenzó la política de facilitar el acceso del pueblo a la lectura. Por tanto, además de las librerías, es decir de la distribución convencional de libros, incorporó en la distribución de libros a los kioscos de diario”, dice en conversación con Doble Espacio el académico de la Universidad de Santiago de Chile (USACH) y poeta Jorge Montealegre. Ese tipo de distribución presentó tirajes en cantidades nunca antes vistas para la industria editorial local.

Pero, tras consolidarse la dictadura militar encabezada por Augusto Pinochet Ugarte, el libro, pieza clave del patrimonio cultural de una sociedad, es aniquilado mediante numerosas prácticas que despreciaron su relevancia simbólica. Los allanamientos, las quemas, la destrucción, la prohibición, la autocensura y la excesiva limitación de la libertad de expresión del material escrito fragmentaron la idea de un país en donde se buscaba que el conocimiento estuviese al alcance de todos. El sueño de la democratización literaria había sido cercenado y el ser diferente o disidente constituía un peligro público para el Chile que buscó instaurar la dictadura.

“El libro es ese objeto en donde están acumulados los conocimientos, la cultura, la historia, la literatura, entre otros, pero también alberga un saber que puede poner en discusión las realidades que se nos estaban tratando de implantar con el neoliberalismo”, afirma a Doble Espacio, Luis Costa, exmilitante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y profesor de Periodismo de la Universidad de Playa Ancha (UPLA). “Así como a los cuerpos nos torturaron por ser distintos, a los libros los quemaron por representar el conocimiento diferente. Ahí se puede hacer un paralelo entre cómo se trató a los cuerpos humanos y al cuerpo del libro”, agrega.

Un sol para todos

El libro era una responsabilidad del Estado, y debía de ser entregado a toda la población chilena. Zig-Zag, la histórica editorial nacional, a inicios de 1971 estuvo al borde de la quiebra. El equipo de la Unidad Popular se preocupó de volver a articularla. Se pensó en un nombre comunitario, que representara a un conjunto de personas. Se decidió que sería llamada “Quimantú”: una mezcla entre las palabras mapuche kim y antu, que unidas significan “el sol de todos”.

Proyectos como la Editorial Quimantú se encargaron de imprimir tirajes con títulos de literatura universal, autores nacionales y textos teóricos sobre ciencias sociales. Bernardo Subercaseaux, académico de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, explica a Doble Espacio que el impacto de Editorial Quimantú fue tan fuerte que otras editoriales, tanto privadas como dependientes de universidades, comenzaron a adaptarse al modelo de masificación estatal.

“Había una producción de libros tanto por el agente estatal, pero también por otras editoriales que siguieron un poco el parámetro pero eran privadas. Por lo tanto, la situación de fomento de la lectura era inédita en el país a comparación de periodos anteriores”, explica Subercaseaux.

Luis Costa, recuerda la facilidad con la que se podían conseguir libros durante la Unidad Popular. “Uno los compraba así como hoy día se compra una Coca-Cola. Andábamos con el libro en la micro, en la calle, y cuando no estábamos leyendo lo teníamos bajo el brazo”. Según Costa, por aquellos años era posible acceder a títulos de diversas culturas y países. Era común leer tanto novelas como enciclopedias.

Entre 1971 y 1973, la Editorial Quimantú publicó colecciones de libros de acuerdo a su contenido. Nosotros los chilenos, mostraba parte del trabajo y la cultura obrera chilena; Quimantú para todos, una selección de títulos destacables de la literatura chilena y latinoamericana. Minilibros, donde se incluían obras internacionales y Cuadernos de educación política, textos sobre gobernanza, participación y educación ciudadana. Otros de sus sellos, estaban dirigidos a públicos específicos. Algunos de esos casos fueron Cuncuna y Onda, ambos realizados para niños y jóvenes.

Minilibros y tiraje de la Editorial Quimantú. Fotografía de Juan Oportot Campillay y gentileza de Jorge Montealegre.
Minilibros y tiraje de la Editorial Quimantú. Fotografía de Juan Oportot Campillay y gentileza de Jorge Montealegre.

Los tirajes de libros llegaban hasta los 50 mil ejemplares. Podían verse esos títulos en la calle, quioscos, mercados y puestos de las esquinas. Asimismo, la difusión de los libros atravesó los sitios urbanos, llegando hasta las fábricas, campos y sectores de trabajo.

“El libro llegaba a la gente que no tenía el hábito ni el tiempo producto de una forma de trabajo en la que se estaba en la fábrica todo el día”, dice el también periodista y humorista gráfico, Jorge Montealegre. Desde su casa ubicada en la comuna de La Reina, el escritor recuerda algunas de las anécdotas que se vivían en esa época. “Una vez en Textil Progreso se presentó el libro Y corría el billete (1972) de Gustavo Atias, y fue el mismo Atias quien lo presentó”, comenta Montealegre.

Las personas se interesaban por conocer historias que surgían ante una nueva idea de gobierno. En el imaginario común se desplegaban autores y voces que antes no se habían tenido en cuenta. Esos ciudadanos no pensaron que esa libertad expandida entre páginas pronto sería apagada.

“Había una valoración de la cultura, como algo que uno deseaba saber. No te lo imponían. No te obligaban. Tú deseabas conocer”, comenta Luis Costa.

La hoguera del papel

Sin embargo, el fin de la Unidad Popular terminó por acabar con el proyecto de democratización literaria que había impulsado el gobierno de Salvador Allende.

La mañana del 11 de septiembre de 1973 marcaría para Chile el quiebre más significativo de la historiografía democrática nacional. Miembros de las distintas ramas de las fuerzas militares actuaron bajo la orden de sus altos mandos para sitiar el país, como también, bombardear el Palacio de la Moneda. Allende, quien declinó dimitir, habitó y resistió la casa de gobierno hasta su último aliento.

“¡Allende no se rinde!, ¡milicos de mierda!” – exclamó Allende según David Garrido, uno de los detectives que defendió La Moneda ante los ataques de los uniformados.

Lo siguiente es una historia conocida. En una muerte que hasta el día de hoy genera dudas, el cuerpo de Allende sería encontrado por los militares que entraron a ocupar la casa de gobierno. La Moneda, bombardeada, destruida e incendiada, representó el fin de una etapa en Chile y el inicio de otra. Una era marcada por el horror, la incertidumbre, la sangre, el silencio y la oscuridad: comenzaban así 17 años de dictadura encabezada por el general Augusto Pinochet Ugarte.

Pero los rumores de un golpe de Estado ya se difundían por las distintas esferas de la sociedad. Entre ellos, Luis Costa sostiene que este sorprende en crudeza y magnitud, pero no como un hecho.

“La noche del 11, lo primero que hicimos fue ver cómo deshacernos de las bibliotecas que nos comprometían”, dice Costa, quien señala que para ese entonces contaban con mucha literatura marxista y documentos del MIR. “Hay una primera reacción que es nuestra, por lo que hubo toda clase de experimentos para deshacerse de los libros. Uno piensa que es fácil, prenderle fuego y listo, pero cuando empiezas a hacerlo, te das cuenta de que el libro se resiste a ser ejecutado”, comenta.

Separarle las hojas, meterlas en baldes para remojarlas, tirarlas al inodoro y que este se tapase, o hacer fogatas en el patio y que la humareda los denuncie, fueron parte de las tantas prácticas que Luis Costa comenta que realizó junto al MIR.

El atentado a la cultura comenzó el mismo 11 de septiembre. Por medio de la radio, la Junta Militar anunció nuevas medidas culturales en forma de 41 ordenanzas. La número 26 tenía una particularidad, la “ocupación y destrucción” de las ediciones de la Editorial Quimantú que, en ese entonces, era el símbolo de la difusión del conocimiento.

Distintas bibliotecas, universidades y editoriales fueron allanadas en busca de materiales que delataran la presencia de ideas de izquierda, entre ellos Quimantú, que fue intervenida el 15 de septiembre de 1973 en donde se destruyeron miles de sus libros editados.

Tal como lo hizo la alemania nazi la tarde del 10 de mayo de 1933, cuando en el Opernplatz de Berlín, se quemaron más de 20 mil libros, o la guillotina en la Francia revolucionaria, la idea de la democratización de la lectura había sido decapitada. Quimantú se transformó en la Editorial Gabriela Mistral, que en 1982 cerró sus talleres tras declararse en quiebra.

Era el comienzo de la política de la eliminación del “cáncer marxista” y el libro, fuente de conocimiento y registro, se presentaba como un enemigo público para el nuevo proyecto de país que la Junta Militar buscaba instaurar.

Juan Carlos O. Salgado tenía 15 años en septiembre de 1973. El golpe lo sorprendió en el departamento de su amigo “Jota”, ubicado en la Torre 7 de la Remodelación San Borja, lugar donde tuvo que alojarse durante aproximadamente un mes producto del toque de queda.

El 23 de septiembre de 1973, mismo día en que, por causas aún discutidas, muere el poeta Pablo Neruda, un grupo de uniformados apiló en las afueras de los edificios una inmensa cantidad de libros y obras artísticas arrebatadas, y les prendió fuego. Tal acontecimiento ocurrió con un gran despliegue mediático.

“Todas las torres fueron allanadas. Iban departamento por departamento. Primero de arriba hacia abajo y luego al revés”, comenta Salgado a Doble Espacio. “Había un montón de libros relacionados con la revolución y el marxismo. Los militares los sacaban y tiraban por las ventanas. Se veían cerros de libros que se estaban quemando en la calle”, recuerda.

Militares quemando libros en las afueras de las Torres San Borja. Santiago, 1973. Archivo Museo de la Memoria y los Derechos Humanos
Militares quemando libros en las afueras de las Torres San Borja. Santiago, 1973. Archivo Museo de la Memoria y los Derechos Humanos
Militares quemando libros en las afueras de las Torres San Borja. Santiago, 1973. Archivo Museo de la Memoria y los Derechos Humanos
Militares quemando libros en las afueras de las Torres San Borja. Santiago, 1973. Archivo Museo de la Memoria y los Derechos Humanos

“Con el apoyo de la prensa se produjo todo tipo de arbitrariedades. Asimismo, los libreros fueron obligados a diferenciar sus libros en tres categorías”, comenta Bernardo Subercaseaux, en donde menciona que estaban los libros vendibles; los reservados, que eran aquellos que aún no se podían vender y por lo tanto debían estar fuera de las vitrinas; y los destruibles.

Según el académico de la Universidad de Chile, y en base a lo desarrollado en su ensayo La industria editorial y el libro en Chile (1984), con la quema de libros se buscó afianzar y justificar el proceso dictatorial, como también controlar el espacio público. Esto, porque dicho espacio había permitido corrientes de pensamientos que, según la Junta Militar, eran “contrarias a la idiosincrasia y al ser nacional”.

Titular correspondiente a El Mercurio de Valparaíso con fecha del 16 de septiembre de 1973.
Titular correspondiente a El Mercurio de Valparaíso con fecha del 16 de septiembre de 1973.
Titular correspondiente a El Mercurio de Valparaíso con fecha del 20 de septiembre de 1973.
Titular correspondiente a El Mercurio de Valparaíso con fecha del 20 de septiembre de 1973.

“En la casa el mayor peligro era su biblioteca, los discos y las rumas de revistas y diarios de todas las tendencias. La idea de quemar libros pasó por mi cabeza, pero solo me llevaba a revisar cada libro y a pensar cómo esconderlo o a quién llevárselo. Ante la posibilidad de perderlos, me ponía a leer los libros”, dice el testimonio del poeta Jorge Montealegre, registrado en Frazadas del Estadio Nacional, el texto de sus memorias publicado en 2003.

“Nunca había leído tanto como en esos días”, comenta en dicho libro.

Montealegre, quien en ese año cursaba cuarto medio, recuerda cómo muchas personas escondían sus libros en los entretechos o les cambiaban las carátulas con tal de salvarlos. En conversación con nuestro medio, el escritor comenta que en ese tiempo vivía en la casa de unos primos quienes, de cierta forma, habitaban con la lectura.

Al igual que los libros, Jorge Montealegre, de 17 años, fue sacado del lugar en donde residía para ser llevado a la Escuela Militar. Tras pasar por varios lugares, entre ellos el Estadio Nacional, acabó en Chacabuco, en una oficina salitrera abandonada que fue convertida en campo de prisioneros.

“Ahí empecé a escribir poesía”, recuerda Montealegre. Hoy, con una vasta carrera en el mundo de la escritura, comparte sus memorias desde su hogar, específicamente en su estudio de trabajo, un lugar en donde el libro es el actor principal.

En el ensayo La industria editorial y el libro en Chile (1984), Bernardo Subercaseaux distingue que hubo distintas etapas de censura en la dictadura, siendo el primer periodo un tiempo de represión directa.

“Se cometían todo tipo de arbitrariedades en que los militares quemaban toda clase de libros que les resultaran subversivos provocando intencionalmente el miedo”, dice Subercaseaux.

Institucionalizar la censura

Los años de dictadura avanzaban y con ellos, en cierta medida, las quemas de libros habían cesado como práctica habitual. En materia cultural, el gobierno militar ya había cumplido su tarea de minimizar la difusión pública del conocimiento, sea artístico o ideológico, de todo lo que fuera contrario al proyecto de “refundación nacional”. La forma de acceder a dichos materiales era en el silencio, el secreto o la clandestinidad, pero con el riesgo de ser mal visto o, en el peor de los casos, ser arrestado.

“Desde 1977 en adelante, cuando desaparece la DINA y se crea la CNI, se empieza a burocratizar la represión que había sido directa y brutal en los primeros años de la dictadura”, afirma Bernardo Subercaseaux.

Una serie de decretos comenzaron a establecer la legalidad de la censura, donde el de mayor impacto fue el emitido en la Constitución Política de 1980. Este, en su disposición 24 transitoria, mencionaba que se “faculta al Presidente de la República a restringir entre 1981 y 1989 la libertad de información, solo en cuanto a la fundación, edición y circulación de nuevas publicaciones”.

En una lógica de guerra, y conforme a la Doctrina de Seguridad Nacional, la lectura había perdido su sentido de vehículo interlocutor entre distintas concepciones del mundo y se comenzó a tornar un “agente no confiable”. Incluso, a ser visto como un recurso capaz de contaminar la salud mental.

La prensa afín al gobierno fue difusora de tales aseveraciones. La página editorial del diario La Nación, correspondiente al 31 de mayo de 1984, señalaba que “el acto de regalar un libro, tan simple en apariencia, tan inofensivo, envuelve riesgos que no se pueden pasar por alto […] A veces, más a menudo de lo que quisiéramos, encontramos libros que son pretexto de divulgar teorías novedosas [que] desvirtúan el recto juicio de las cosas o ensucian el cauce limpio y natural de la verdad”.

En 1976, bajo la oficialización del Decreto 11, en las oficinas del Edificio Diego Portales se fijaban las atribuciones de la División Nacional de Comunicación Social, conocida por sus siglas como Dinacos. Dependiente de la Secretaría General de Gobierno, fue el organismo encargado de censurar y regular los medios de comunicación. Su principal función era revisar e intervenir los contenidos de prensa, donde otorgaba las pautas de lo que se podía informar, y bajo qué parámetros. No obstante, otro de sus roles era el de fiscalizar las obras culturales previo a su publicación.

A pesar de dicha burocratización y de la censura por parte del gobierno, las arbitrariedades siguieron operando. En 1976, al poeta Rubén Campos Aragón le es fiscalizado su poema “Oración Rojo-Azul-Blanco” por Dinacos. La razón: según el documento oficial, firmado por el teniente coronel Mauricio Merino Sánchez, el escrito “enfatiza la palabra ‘pueblo’, en lugar de Patria, Chile, Nación, pudiéndose fácilmente tergiversar el concepto en el extranjero”.

Documento oficial sobre fiscalización al poeta Rubén Campos Aragón. Cortesía de Bernardo Subercaseaux.
Documento oficial sobre fiscalización al poeta Rubén Campos Aragón. Cortesía de Bernardo Subercaseaux.

Por otro lado, el académico de la Universidad de Chile, Bernardo Subercaseaux, recuerda que las solicitudes para efectuar una publicación demoraban meses. Incluso, años.

“Yo gané un premio municipal con mi tesis de doctorado que se publicó, que fue sobre José Victorino Lastarria y el liberalismo del siglo XIX. Esta me la publicó la Editorial Aconcagua, que pertenecía a la Democracia Cristiana”, dice Subercaseaux. “La autorización para que mi libro circulara demoró muchos meses, y tal vez años, no recuerdo bien. Como autores estábamos perjudicados por ese contexto. La censura era abierta, represiva y arbitraria”, agrega.

Otro acontecimiento fue el vivido por Jorge Montealegre en la creación de la revista La Castaña, en la década del ochenta. En un texto autobiográfico titulado como Cenizas de la memoria: testimonio sobre censuras, autocensuras y desobediencia, publicado en junio de 2014 en la Revista Anales, relata que había que someter los originales a la censura previa, por lo que tuvo que solicitar el trámite de permiso para su difusión.

La Castaña, cuyo enfoque era la poesía y el humor gráfico, nunca tuvo respuesta que autorizara o negara su difusión. Como no existía un plazo para que el gobierno tomara una decisión, este simplemente no respondía, lo que también constituía una respuesta. “La Castaña la publicamos sin la autorización y circuló de mano en mano y de mesa en mesa gracias al trabajo de Erwin Díaz”, comenta Montealegre en Cenizas de la memoria. “La sacamos igual desde 1981 hasta 1987, publicando ocho números de esa revista”, agrega.

El 7 de septiembre de 1986 se llevó a cabo un atentado contra Augusto Pinochet. Conocido como la Operación Siglo XX y que fue planificado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, la misión fue catalogada de vida o muerte, y tenía un solo objetivo: matar a Pinochet. Sin embargo, los lanzacohetes fallaron y las consecuencias fueron desastrosas: una ola represiva por parte del gobierno asedia al país con tal de encontrar a los responsables, en donde se llegó a detener y asesinar a cinco personas, esa misma noche. Entre ellos suenan los nombres del periodista José “Pepe” Carrasco y el del artista plástico Gastón Vidaurrazaga.

Eran los años finales de la dictadura. En dos años más, y según lo establecido en la Constitución de 1980, se llevaría a cabo el plebiscito que decidiría la permanencia del régimen que, de cierta manera, estaba perdiendo prestigio a nivel nacional e internacional. No obstante, la censura cultural siguió, burocratizada o directamente violentada, bajo las mismas condiciones arbitrarias.

El 26 de octubre de 1986, un barco llamado Pebán zarpó desde el puerto de Buenaventura en Colombia con destino a Valparaíso. En su cargamento había numerosas cosas, entre ellas, aproximadamente quince mil ejemplares de Las aventuras de Miguel Littín clandestino en Chile, libro publicado el mismo año por quién ganaría el Premio Nobel en 1982, el escritor y periodista Gabriel García Márquez.

La obra relataba las andanzas y desventuras que tuvo que sortear el cineasta chileno Miguel Littín en su exilio, quien en 1985 vuelve a Chile durante dos semanas para filmar un documental en la clandestinidad. Sin embargo, el libro presentaba un detalle que selló su destino en el principal puerto nacional. Littín, quien se había hecho pasar por un empresario uruguayo en su estancia en el país, se encontró con el mismísimo Pinochet en los pasillos de La Moneda. Según el relato, este no lo reconoció.

Los quince mil ejemplares que transportaba el Pebán tenían como objetivo llegar a manos de Arturo Navarro, representante de la editorial Oveja Negra en Chile quien en las siguientes semanas debía exponer los textos en la Feria del Libro de Santiago. Apenas el navío ancló en costas chilenas, los libros fueron incautados e incinerados por personal militar bajo la orden del Jefe de Zona en Estado de Emergencia, el vicealmirante John A. Howard. Navarro, que en el pasado fue empleado de la Editorial Quimantú, se encontraba en Estados Unidos cuando su agente aduanero le dice: “Arturo, me dicen que los libros fueron quemados”.

“Yo sigo sosteniendo que esto fue un capricho de Pinochet”, dice Arturo Navarro para la BBC News Mundo en 2022. “No quería ver un libro, mucho menos después del atentado, en el que básicamente describe cómo le habían metido los dedos en la boca”, agrega.

La noticia no hizo eco en la prensa chilena, pero sí en otras partes del mundo, en donde medios de Grecia, Holanda, Estados Unidos, entre otros países, denunciaron la quema de los ejemplares de García Márquez.

Documento oficial sobre la autorización de quemas de ejemplares de “Las aventuras de Miguel Littín clandestino en Chile”, de Gabriel García Márquez. Documento presente en el Museo de la Memoria.
Documento oficial sobre la autorización de quemas de ejemplares de “Las aventuras de Miguel Littín clandestino en Chile”, de Gabriel García Márquez. Documento presente en el Museo de la Memoria.

Hogueras de documentos, libros, cartas y revistas y una época en donde la censura era respaldada por la ley. Exilios, prohibiciones y, sobre todo, miedo a leer, a conocer y a ser distinto. Los 17 años de dictadura civil militar en Chile estuvieron marcados por el menosprecio a lo disidente. Una batalla cultural que con los años pasó boleta. Un modelo que, para muchos, opera hasta nuestros días.

“La dictadura necesitaba un pueblo que no discutiera las instrucciones superiores, y para hacerlo tenían a la fuerza militar que les permitió a sangre y fuego imponer el sistema cultural que ellos querían”, sostiene Luis Costa. “En eso no fueron nada tontos, porque se puede cuestionar el éxito económico de la dictadura, pero en términos de instalar su proyecto político y sociocultural fueron tremendamente exitosos. Ese modelo de pensamiento consuetudinario, es decir, que ‘las cosas siempre han sido así porque es la mejor forma y no tenemos otra’, comenta.

Con una suerte de ironía, pero con el tono de quien esboza los recuerdos de un pasado tortuoso, Costa afirma que ser diverso no era nada bueno. “Lo que ellos necesitaban era que todos estuvieran alineados para sacar adelante ‘la gran tarea patria de refundar la sociedad neoliberal’. Sociedad que, según ellos, venía enquistada”, agrega.

El miedo a los libros y la necesidad de ‘desolvidar’

Tras 15 años de dictadura, en 1988 Chile votó en un plebiscito la continuidad del régimen de Augusto Pinochet. Con un 56% de sufragios para la opción “No”, el país comenzó a prepararse para volver a una democracia lejana. Así, dos años más tarde, el Presidente Patricio Aylwin Azócar comenzaría a gobernar, y de forma lenta se volvería a construir una nación democrática. Si bien, se pensaba dejar atrás el legado dictatorial, continuaba existiendo una influencia del neoliberalismo implantado durante la década de los setenta y ochenta.

En la industria editorial, se continuó cobrando el 19% del Impuesto al Valor Agregado (IVA) en los libros, a pesar de que se realizaron campañas para bajar el monto. Si bien, continuaron apareciendo editoriales independientes con propuestas de títulos nacionales, ninguna casa literaria operó desde el Estado. Más allá de una forma de recreación, la lectura comenzó a verse como un lujo. Algo ajeno a lo convencional, propio de un entorno intelectual y cerrado.

Parecía que el legado de Quimantú estaba quedando atrás bajo una nueva lógica de consumo y publicación. Para Bernardo Subercaseaux, estas prácticas son herencia de la dictadura. “Existe una mentalidad mercantil del libro más que cultural. A pesar de que vivimos en democracia, las ideas de los Chicago Boys siguen operando en el campo cultural y de la educación superior”, dice el académico.

Marjorie Mardones, bibliotecóloga y académica de la UPLA, en conversación con Doble Espacio, dice que las iniciativas estatales para el fomento lector no parecen ser suficientes. “El Estado debería eliminar el IVA del libro, pero por una cuestión simbólica. Eso vendría a decir que está preocupado por la lectura. A pesar de que hay iniciativas diversas y pequeñas, hoy en día en realidad ese tema pasa bien desapercibido”, explica Mardones. Sobre esto último, también critica el sistema de concursabilidad y la poca iniciativa de parte del Fondo del Libro y la Lectura para acercar los libros a la ciudadanía.

La última vez que se presentó un proyecto desde el poder legislativo para reducir el Impuesto al Valor Agregado fue durante el 2022, en el proceso de realización de la Convención Constitucional. Hasta el momento, no se han presentado nuevas iniciativas desde la política chilena.

Eso, aunque los libros que alguna vez pertenecieron a todos los chilenos continúan siendo recordados e investigados. Luego de la conmemoración de los 40 años del golpe de Estado en 2013, se presentaron diversas iniciativas para concientizar sobre la destrucción de las bibliotecas. Una de ellas fue “Biblioteca recuperada”, exposición realizada en la Biblioteca Central de la UPLA en 2018 que reunió colecciones de documentos salvados de las quemas y testimonios de personas afectadas por la destrucción cultural.

En un texto publicado para la exposición, se dice que la muestra “propone un modelo replicable para revisar la historia social vinculada al libro desde una mirada crítica, observando los usos, procesos e impactos en las comunidades”. Marjorie Mardones fue una de las organizadoras de la muestra. La bibliotecóloga lleva más de diez años investigando la recuperación de bibliotecas y títulos destruidos por la dictadura. Tuvo la oportunidad de hablar con personas que fueron partícipes de las quemas de libros. Para ella, es una forma de reconciliación con los hechos del pasado.

“Hay gente que te empieza a contar, y llora. Y tú no sabes qué hacer. Pero creo que este proceso de memoria e historia para mí tiene que ver con una forma de sanación, porque si no, no tiene sentido”, dice Mardones. La bibliotecóloga también comenta que su trabajo lo considera como un deber ético, que pueda ser comprendido por otras personas que no conocen lo sucedido durante la dictadura de Augusto Pinochet.

Luis Costa, desde Valparaíso, luego de haber participado en la realización del documental Punto de encuentro, dirigido por Roberto Baeza y su hija, Paulina Costa, ha dedicado horas a hablar con personas de su generación. Los videos que capta su cámara tienen el fin de plasmar desde un relato oral cómo fue vivir la cultura antes del Golpe de Estado.

“Son testimonios de vida, biográficos, que he ido recopilando, porque me da la impresión de que el relato de los grandes hechos históricos está abordado. Pero no se habla de la vida cotidiana, de cómo éramos y qué significó esa ruptura con la llegada de Pinochet”, dice Costa. Comenta desde su casa que tiene discos duros completos de entrevistas. No sabe qué hará con ellas.

Ante los cambios políticos, no se tiene claro el rumbo del libro y la lectura en Chile. No hay un consenso entre los sectores políticos sobre la masificación literaria y el aumento de producción nacional. Bernardo Subercaseaux desconfía de que la censura vuelva a los parámetros de la dictadura, pero manifiesta que es importante la preservación de lo vivido por aquellos años.

“Yo creo que es difícil que se vuelva a producir una censura como en la época de la dictadura. Pero en ese sentido creo que es muy importante rememorar. Yo hablaría de ‘desolvidar’, es decir, restituir la memoria”, dice Subercaseaux.

También, Luis Costa cree que sí es posible que en algún momento pueda ocurrir una censura parecida a la dictatorial en Chile. “La historia se repite. No hemos hecho lo suficiente para un ‘nunca más’. Aunque quizá los sistemas de control social cambien, y las formas en que se manipula la política”.

El libro, más que un objeto económico con valor en sí mismo, es también un objeto cultural que permite la transferencia de significados. Un producto que forma y propicia representaciones sociales que otorgan identidad y sentido para quienes las escriben y leen, además de ser un potente transmisor de pensamiento, ideas, memoria y conocimientos.

Tras 50 años del golpe de Estado, se intenta generar reflexiones sobre las quemas masivas de libros en el pasado. Permite pensar sobre cómo las ideas y el legado de autores nacionales desaparecieron. También, comprender las razones por las que un libro era considerado un regalo peligroso para quienes buscan imponer a la fuerza una visión única del mundo. La dificultad de publicar obras que contradijeran los ideales dictatoriales es signo clave de cómo las hogueras de cuentos, revistas, poesía y documentos representaban el quiebre de una democracia. El desvanecimiento de un ideal de libertad del saber y conocimiento que dejó secuelas hasta nuestros días.