Jorge Escobar (62) estudió parte de su infancia en la Escuela Santa María de Iquique, lugar donde ocurrió la histórica matanza obrera en 1907. Creció en esos pasillos coloreados por huellas, deudas y agujeros de bala. Una delicada metáfora de lo que Chile se convertiría seis décadas después. Época en la que Jorge, su tío Efraín, su tía Olimpia y los Escobar no se restarían de lo que ocurría; un país que caminaba sobre los vientos de anchas utopías sociales que se abrían camino para colisionar con el cañón metálico de una dictadura cuya estela sería también de huellas, deudas, agujeros de bala.
El Chile de la primera mitad del siglo XX era complejo. De mar a cordillera. De sur a norte. La vida en la pampa salitrera era extenuante y ella desprendía un rasgo que la unía con el resto del país donde habitaba. El desierto, la gente, el país seguía siendo un gran pétalo de miserias. Efraín Escobar (85), tío de Jorge, creció al alero de gigantes. Mineros del salitre, hijos de la pampa. Ancianos obreros que se forjaron bajo el espesor de la explotación y que, para combatir los mordiscos de la realidad minera, construyeron su identidad política.
Los otrora mineros le legaron la sensibilidad de la inquietud social. Aquella semilla que le hacía observar con militante descontento las poblaciones callampa, la desnutrición infantil y la injusticia rural que abrasaba al Chile de los años sesenta y setenta. Frente a esta realidad, el país no tardaría en movilizarse. Y Efraín no pensaba restarse.
Ingresó a las filas del Partido Socialista con tan solo 14 años. No tardó en formar un imaginario político que se aprestaba a interpretar la voluntad popular de aquellos tiempos. Y así como él, fue encontrando personas en idéntica búsqueda.
“Tenía una concepción del mundo y la encontré en un hombre que la encarnó. Y lo seguí igual que los apóstoles siguieron a Jesucristo. Ese hombre era Salvador Allende Gossens”, comparte el joven militante.
La primavera popular
El 4 de septiembre de 1970 —fecha en la que la Unidad Popular (UP) ganó las elecciones presidenciales— significa, para muchas personas, lágrimas de emoción. Lo fue para Jorge que, escuchando los resultados radiales con tan solo nueve años, celebró junto a su familia en medio del calor barrial, euforia y llanto. Lo fue para Olimpia Escobar (82), tía de Jorge y hermana de Efraín, que vivió el arribo de Allende a la presidencia desde la Alameda —alegre, genuina y colectiva— que lo viera asumir. Y lo fue para el propio Efraín que, tras 52 años, aún regala unas lágrimas que objetan la necesidad de palabras.
En ese entonces, cuentan los partidarios allendistas, Chile sonrió. Sonrieron los obreros, sonrieron las mujeres y sonrieron los niños. Y todo parecía ser que era por medio litro de leche. Una política pública que, ante los ojos de un Jorge aún pequeño, tomó la forma de un recuerdo inalterable. A pesar que en ese entonces su familia no tenía necesidades, tenía compañeros cuya única comida a la que accedían era la garantizada por el gobierno. Los niños —desde Jorge, el hijo del militante o del proletario— tuvieron acceso a una taza de leche y, a través de ella, a una pequeña porción de dignidad.
Chile fue eso. Una pincelada en el mapa que se teñía de una mezcla de alegría y los colores de la paleta de justicia. Y el mundo lo observaba atentamente. Efraín estudió Derecho en la Universidad de Chile. No tardó en destacarse y prontamente se desenvolvió en política exterior. Tras el triunfo de Allende, Clodomiro Almeyda, canciller de la UP, lo llamó a trabajar como asesor ministerial. La naturaleza de su trabajo le permitió conocer grandes personajes históricos: Charles de Gaulle, Golda Meir, Fidel Castro, Indira Ghandi y muchos más. Todas estas figuras sentían un gran interés por la vía chilena al socialismo. Sin embargo, también había actores internacionales que buscaban sabotear el proyecto.
Un día aparecieron dos estudiantes estadounidenses en las oficinas de Cancillería. Hacían su tesis sobre las relaciones chileno-bolivianas, a pesar que, según Efraín, no manejaban información sobre el país andino. Dado que habían recibido informes que apuntaban a presencia de inteligencia norteamericana en Chile, los increpó.
“Les dije que sabía la verdad, que eran espías, que no me vinieran con hueás. Se fueron sin explicación a los pocos días. Uno de ellos lo reconoció”, señala el abogado.
El informe Church, documento del Senado estadounidense que revela acciones de intervencionismo norteamericano en suelo extranjero, da cuenta que “la acción encubierta era un reflejo de las preocupaciones que sentían en Washington: el deseo de frustrar la experiencia de Allende en el hemisferio occidental y así limitar su atractivo como modelo a seguir”.
Alma de familia
Jorge fue feliz en medio del fragor de la revolución con empanadas y vino tinto. Su padre, hermano de Efraín y Olimpia, fue dirigente socialista y siempre cultivó su alma colectiva. Esa que lo llevaba a mítines, reuniones y proyectos culturales.
A la luz de sus ojos ingenuos, creía que el mundo entero resguardaba el sueño allendista. Pero su ilusión era tierna y, en consecuencia, frágil. Cuando escuchó de Patria y Libertad, organización paramilitar de ultraderecha, “supe que no todos remábamos para el mismo lado, y eso me desilusionó profundamente”.
Lentamente, un manto de nubes se extendía por el Chile de la Unidad Popular. El paro de camioneros, la escasez de alimentos, la araña blanquinegra y demás sabotajes agudizaron la crisis social. Según el mismo informe Church, “después de la toma de posesión de Allende, la Comisión 40 aprobó un total de más de siete millones de dólares en apoyo secreto a grupos de oposición en Chile. Ese dinero también financió una intensa campaña de propaganda contra Allende”.
El sueño se desteñía y Efraín lo percibía. Meses antes del golpe, se comunicó con Eduardo Paredes —actualmente detenido desaparecido—, director general de Investigaciones. Le quiso advertir del panorama que se configuraba. “Le dije que se venía el golpe. Intenté avisarle, pero el problema fue mucho más grande. Y pasó lo que pasó”.
La nube golpista
El 10 de septiembre de 1973, Efraín se quedó trabajando hasta altas horas de la noche en su oficina en La Moneda. Estaba preparando informes para el plebiscito que Allende anunciaría al otro día en la Universidad de Santiago, el país tendría la opción de elegir si la UP seguía en la presidencia.
Como madrugó, durante la mañana siguiente escuchó pasos e irrumpió un compañero de partido. Venía exaltado.
—Ándate, Efraín. Tus camaradas están haciendo cola en las embajadas.
—¿Qué? —contestó, incrédulo.
—Acuérdate de mí. Toma —le pasó una pistola— para que te defiendas si te vas a quedar. Tú no mereces quedarte en Chile.
—No. Prefiero morir con las botas puestas. No voy a abandonar al Chicho.
—Ojalá te pueda volver a ver vivo, le dijo su compañero.
La nube había acorralado La Moneda. El mismo día, Jorge recorría los cerros de Viña del Mar, donde se trasladó junto a su familia en 1972. Entre el silencio de las estepas y la luz nocturna, divisó, a lo lejos, un centenar de siluetas que marchaban en hileras. Eran tropas de la Marina. Se estaban acuartelando, pues serían las primeras en movilizarse ese martes 11 de septiembre.
Cuando Olimpia llegó aquel día a su oficina de Correos y Telégrafos, ubicada a pasos de La Moneda, supo que nada volvería a ser lo mismo. A los alrededores del palacio presidencial caía un cerco de fusiles y batallones. Los tanques, cual presagio de la ferocidad próxima, arrasaron con los autos dispuestos en la Plaza de la Constitución y apuntaron a la sede del ejecutivo. Adentro había varios funcionarios del gobierno, Allende y Efraín.
A pesar de la advertencia de su colega, Efraín se quedó aquel día. Estaba dispuesto a morir por su sueño. Dentro del palacio, recuerda, habían alrededor de unas 30 personas: entre funcionarios del Grupo de Amigos Personales, civiles y secretarias. Cuando vieron al presidente, Efraín quedó pasmado.
“Vi un hombre íntegro, con una tranquilidad única. Allende entendía todo. Nos pidió que no expusiéramos a nuestra gente. Nos agradeció todo lo que habíamos hecho”, rememora.
Cuando Salvador Allende se despidió, ya habían anunciado el bombardeo a La Moneda. Efraín, juntó a la decena de civiles, se trasladó a un subterráneo blindado que albergaba documentos confidenciales.
Ansiedades y sudores por los nervios. Café y whisky para combatirlos. En las cercanías se escuchaban disparos de jóvenes allendistas que se defendían desde los tejados. Sentían el escozor de la asfixia, del no saber dónde ir.
Pero apareció una oportunidad. José Kirgber, teniente de marina y amigo de Efraín que se encontraba en las cercanías, los ayudó y fue quien los salvó. Augusto Pinochet mandó a llamar a Kirgber al aeródromo de La Reina, donde comandaba el golpe. El marino, a pesar de su tendencia derechista, condicionó su asistencia al exigir que sacaran a Efraín y todos quienes lo acompañaban. Los funcionarios salieron, se despidieron y cada uno se dirigió a sus casas. De ahí en adelante, todo consistió en mirar atrás.
Con el alma en la mano, Jorge y su familia escucharon a través de la radio, igual que aquel día del triunfo de la UP, cómo su sueño se deshilachaba. Esa noche la pasaron tendidos en el piso, a la espera de alguna bala loca. Olimpia, como el día del triunfo, bajó por una Alameda, pero ya no alegre sino fracturada; Efraín, deshecho, se despidió de un sueño y de un gran hombre. Y lo que un 4 de septiembre fueron lágrimas de emoción por un viaje efímero, el 11 de septiembre se convirtió en un llanto de desgarro que duraría décadas.
Un imperio de sombras
La noche del 11, un grupo de militares tocó violentamente la puerta de Olimpia, en su casa de Cerrillos. Buscaban hombres o armas o cualquier motivo para ser feroces. Ingresaron a la casa, la dieron vuelta y se fueron. Buscaron mal. No se percataron de la foto que Olimpia aparecía con un joven Allende, y no repararon en que la hija de tres años de Olimpia, Verónica, estaba en la cama de su madre envuelta en sábanas, miedo y llanto.
Eso fue la dictadura cívico militar que azotó al país. Unos dientes hambrientos que llamaban a las puertas, se vestían de sombras y mordían de manera encarnizada. Sus mordiscos tenían forma de terror, tortura y exilio. Y los Escobar, así como miles de familias chilenas, sufrieron heridas de largo aliento.
El 20 de octubre de 1973, el padre de Jorge, de quien heredó el nombre, fue detenido cuando fue a comprar pan. Fusil en ristre, militares lo subieron a un camión que pasó frente a los ojos del pequeño Jorge, su madre y sus hermanas. Su padre, desconociendo su destino, les lanzó la bolsa de pan que había comprado.
—Si desaparezco o algo me sucede, regresa con los niños a casa de mis padres a Santiago y por ellos sigue luchando —le dijo su padre a Pina, madre de Jorge.
Lo mantuvieron incomunicado unos días en el Regimiento Coraceros. La familia pendía de un hilo, pero salió libre. Sin heridas físicas, pero sí con un daño espiritual que la dictadura se encargaría de profundizar.
Jorge creció e ingresó a la Marina. Navegó rincones insospechados del mundo, pero siempre volvía a la inquietud de su país. En 1979, tras pasar cesantía y pobreza, su familia se fue al exilio en Venezuela. Jorge se quedó un tiempo, pero, dado que en la Academia de Guerra Naval vio personas torturadas, “no podía seguir presenciado ese terror”. Partió al exilio junto a su familia. No volvería a su tierra hasta 18 años después.
La Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, conocida como Comisión Valech, cifró en más de 40.000 las víctimas de la dictadura cívico militar, entre ellas 3.065 que fueron asesinadas o desaparecidas, como lo consignó la Comisión de Rettig. Las otras personas figuran como víctimas de prisión, tortura, persecución, exilio y otros crímenes de lesa humanidad.
De La Moneda a La Vicaría
Efraín, por su parte, dejó la política exterior y, fiel a su vocación social, trabajó como abogado en la Vicaría de la Solidaridad, organismo de la Iglesia Católica que prestaba asistencia a familias y víctimas de la dictadura cívico militar. “Lo hacíamos porque era justo. Sacamos gente de la cárcel, la entregamos a las embajadas. Salvamos muchas vidas” cuenta el tío de Jorge.
Recibían denuncias, llamaban, buscaban y exigían un poco de justicia. Para las madres que demandaban saber dónde estaban sus hijos, para los abuelos que buscaban a sus nietos, para la gente que exigía acaso un fragmento de consuelo en aquel país de sombras y desaparecidos.
Era su manera de luchar, pero estaba cansado. La dictadura lo acechaba en las puertas de su casa, en las oficinas de la Vicaría, en su despacho personal. Siempre encontraban la manera de mostrarle los dientes. Había perdido amigos, compañeros y seres queridos.
Pero con familia e hijos las cosas eran distintas. Estuvo un par de años autoexiliado en Talca y, finalmente, partió a Venezuela. Efraín, Jorge y otros Escobar se reencontraron en el pantano del exilio.
Los Escobar, como una generación entera, se desvivieron por el sueño de los nadie. De los obreros, campesinos, mujeres, trabajadoras y niños. Los nadie que se vieron interpretados en aquella gesta con alma colectiva. Cuando lidiaron con la fractura, con el sonido de las sombras, se desperdigaron. Cada uno era un fragmento de una utopía a la que Jorge, a sus 62 años, y Efraín, a los 85 años, aún viajan en forma de recuerdo, de pellizcos del alma, de vientos inconclusos.