Ubicada en la desembocadura del río Baker y a solo 3 km de Caleta Tortel, la Isla de los Muertos fue declarada en 2001 como Monumento Nacional de la región de Aysén. Un lugar que nos habla de explotación, desidia y olvido, y al cual se adeudan homenajes.


Llevábamos con Pedro más de tres horas avanzando por la Carretera Austral, habíamos salido de Cochrane después de almuerzo. Caminamos desde el parque nacional hasta unos veinte kilómetros por el camino que va al sur. No nos había ido bien haciendo dedo y estábamos cansados.

La gente sí nos llevaba, el problema era que iban muy cerca: habíamos avanzado escasos kilómetros en tres vehículos diferentes y lo demás por nuestra cuenta. La distancia justa para estar muy pasados para volver y demasiado lejos para llegar a Caleta Tortel. Cualquier cosa acampamos debajo de ese árbol, o en esa ladera, dijimos.

 Pedro es un amigo de toda la vida y aceptó acompañarme a ese viaje, ambos necesitábamos escapar un rato del trajín de la ciudad, del tedio del trabajo. Le dije que los pocos días que teníamos iban a ser más tiempo si viajábamos lejos. Resultó.

Llevábamos cuatro días y parecían dos semanas. En tres noches teníamos que tomar el avión de vuelta, pero seguíamos alejándonos hipnotizados por la Patagonia. Pasamos el lago General Carrera sobre una pick up que llevaba verduras, nos llenamos de cáscaras de cebolla, pero nos dio lo mismo.

El lago resplandecía turquesa al centro de una frondosa flora que contrastaba sus colores. Las Catedrales de Mármol se veían más pequeñas desde el camino y las curvas nos cambiaban la perspectiva continuamente. ¿Estábamos en la Tierra Media? La ilusión duró poco porque tuvimos que bajarnos al llegar a una granja.

La Tierra Media chilena

“Caleta Tortel. 158 kilómetros”. La perspectiva que nos dio ese cartel nos hizo desanimarnos, pero seguimos, no nos quedaba otra. La noche empezaba a asomar y la lluvia a caer. Nos tranquilizamos pensando que teníamos todo para sobrevivir y que a Tortel llegaríamos como sea, Villa O’Higgins iba a ser otro viaje.

Paramos un momento a armar un tabaco, que fue un gran desafío tomando en cuenta los vientos australes. Después de regalar mucho a la tierra lo logramos y nos pusimos a fumar. Respiramos hondo esas bocanadas mirando el paisaje, caminando esos cigarros sin decir palabra.

De repente, vimos que venía una camioneta. Nos lanzamos a buscarla e inesperadamente paró. Iba un hombre manejando y una mujer de copiloto. Nos preguntaron a dónde íbamos y resultó que nuestro destino era el mismo. Pusimos las mochilas atrás y nos subimos. Tuvimos suerte. Él era abogado y andaba con su hija adolescente de vacaciones. Parecía ser una semana fugaz para recuperar el tiempo perdido. Era oriundo de esas tierras y quería que ella las conociera. Se habían quedado en Coyhaique unos días y después habían tomado el camino a Tortel. Poco tiempo, como nosotros.

No solo nos llevaron a nuestro destino, sino que el piloto, Alberto, nos dio una clase magistral de historia patagónica. Nos habló de erupciones volcánicas, de pueblos blancos, de sospechosos incendios repentinos y de excéntricos viajes de estrellas de Hollywood que aterrizaban en el -se supone- cerrado aeropuerto de Coyhaique.

También nos contó de Tompkins, de que gran parte de esa tierra había sido suya y que siempre hubo problemas con arrieros y ganaderos, ya que la conservación incluía la no explotación del campo.

Nosotros escuchábamos atentos mientras el paisaje se tornaba alucinante; montañas verdes se asomaban escondiendo esteros que brillaban con la luz del sol. Ventisqueros caían vivos por las laderas y árboles nativos se afirmaban de manera vertical. Definitivamente la Tierra Media era real, estaba ahí, solo faltaban los orcos y los elfos. Nosotros habíamos ido a descubrir sus secretos, y para eso teníamos a nuestro propio guía.

La Caleta de las pasarelas

Ahí fue que nos habló de una tal Isla de los Muertos: cientos de hombres, en 1906, habían ido a trabajar a una planicie en la desembocadura del río Baker, a más de quinientos kilómetros al sur de Chiloé. La historia terminaba como tantas, con muchos obreros muertos por la desidia de las autoridades.

De inmediato nos preguntamos ¿por qué no existía entonces una Cantata Santa María de Quilapayún o un Preguntas por Puerto Montt de Víctor Jara sobre el caso? Me lo sigo preguntando.

Cuando llegamos a Tortel, le dimos las gracias a Alberto y a su hija por la buena onda. Él nos respondió con el cariño contenido que causan los buenos desconocidos. Nos mencionó a la pasada que ellos se iban al otro día, que si queríamos nos podían acarrear. Yo no dejé de pensar en la suerte que estábamos teniendo mientras con Pedro se compartían los números de teléfono.

De repente nos vimos inmersos en una extraña forma de vivir, forma en su sentido literal, ya que vivían sobre caminos de madera y una especie de palafitos donde nacían casas. Supimos luego que construyeron de esa manera porque desde ahí mismo se extraía mineral, entonces lo más práctico era trabajar y vivir en el mismo lugar.

Así caminamos por primera vez esas pasarelas interminables, llenas de recovecos y senderos que se bifurcan. Recuerdo que en un momento nos vimos caminando sobre una gran recta que, parecía, no te llevaba a ninguna parte, y tuvimos que volver sobre nuestros pasos.

Jorge Luis Borges planteaba como laberinto perfecto al que tiene solo una recta infinita, pero, afortunadamente para nosotros, tal como en el cuento “La muerte y la brújula”, a Caleta Tortel “le sobraban algunas líneas”. El hecho es que el lugar vive por el turismo, y luego de caminar esa recta y varias otras, agradecimos encontrar a esas horas una pieza para dormir. Descansamos con el sonido de las aves australes.

Al otro día nos despertamos a las siete, desayunamos y salimos. Con la luz de la mañana Caleta Tortel se veían aún más hermosa. La recorrimos de lado a lado intentando pasar por cada rincón. Sacamos fotos y hablamos con gente del lugar. Nos encontramos con perros navegantes que viajaban con sus dueños en pequeñas embarcaciones de madera. De pronto, sonó el teléfono. Extrañamente supimos quien era:

  • Hola, ¿cómo están? Nosotros en veinte minutos salimos a la Isla de los Muertos, ¿quieren ir? Nosotros los invitamos.

Navegar entre las islas de la Patagonia fue un regalo, las aves, los árboles, el mar mezclándose con los ríos, todo muy sobrecogedor. Pasamos junto a un monte llamado “Cerro Teta”, por su forma, y luego nos internamos entre lo salvaje. Pronto ya no vimos rastro humano.

Una cantata adeudada

El guía nos contó que los obreros habían sido llevados ahí para explotar el Ciprés de las Guaitecas, un árbol con una madera única, que no se pudre con el agua y que gracias a sus características se pudo colonizar esas tierras. Sin ir más lejos, las pasarelas de Caleta Tortel son de ciprés y casi todas sus casas y techos.

Llegamos a un pequeño muelle moderno, hecho para los turistas. Tocamos tierra y subimos por una escalera hacía la planicie donde estaba lo que veníamos a ver. Todo era muy húmedo y el frío se respiraba. Antes, el guía nos contaba la historia:

  • En años donde había poco control de las autoridades sobre la zona Austral, muchas empresas llegaron a explotarla. Una de ellas, la Compañía Explotadora del Baker, propiedad de Julio Vicuña Subercaseaux y liderada por Florencio Tornero, su gerente general. William Norris, por su parte, fue el administrador, quien reunió caballos, víveres, herramientas y todo lo necesario para instalarse.

Era increíble pensar que los obreros fueran a ese lugar inhóspito donde estábamos, ¿en qué lugar exacto había sido? No se podíamos saber, las inclemencias del tiempo habían borrado todo, o casi todo.

En su mayoría eran chilotes y en menor medida puertomontinos. En total, cerca de doscientos arrieros, carpinteros, hacheros y ganaderos. Originalmente iban a estar una temporada -seis meses-, pero estuvieron más de nueve porque el barco que los llevaría de vuelta nunca llegó.

  • Imagínense estar aquí botados, sin comunicación y sin comida suficiente, pasando el invierno de la Patagonia.

Con lo que dijo me acordé del avión de rugbistas uruguayos que cayeron en Cordillera de los Andes, que solo algunos sobrevivieron al frío de las cumbres, a la nieve y la falta de comida. La diferencia era que los obreros de esta desgracia estaban enfermos, no eran buen alimento.

Todo fue muy confuso, nos contaban que el barco originalmente debía llegar en mayo y que a mediados de junio los gerentes Tornero y Vicuña abandonaron el lugar en extrañas circunstancias.

  • Ellos ya sabían que no llegaría. Se fueron en un bote a remos, solos, hasta una parada de buques donde los llevaron. Mientras eso pasaba, en la faena el alimento se terminaba y ya se respiraba un aire enrarecido. Así fue como a principio de julio había un centenar de enfermos y falleció el primero.

Uno podría pensar que, entre los líderes de empresas de esos tiempos, los ingleses eran los más despiadados, pero, como cantó Violeta, fueron los mismos chilenos. Norris, el administrador inglés, fue el único que intentó salvar a los obreros, poniéndole el hombro a la crisis sanitaria que asomaba, quedándose en el lugar.

La falta de proteína en la alimentación era la culpable y él se dio cuenta por los gusanos que salían de los muertos. La desgracia que azotaba el campamento era escorbuto, o la enfermedad del navegante, como le decían.

Entonces armó cuadrillas para cazar huemules y repartió la escasa medicina que tenía entre los más graves. Muchos no se la inyectaron por pura ignorancia, decían que lo que tenían eran brujerías. Fueron los primeros en morir. Sus creencias los mataron. Pero dentro de la miseria que vivían, y como suele pasar en estos casos, afloró la humanidad.

  • Un grupo de carpinteros desde un comienzo se dio la tarea de confeccionar los ataúdes. Trabajaban día y noche hasta concluir con una faena que no terminaría hasta el último día.

Pasó una brisa fría entre nosotros, nos inquietamos. Los obreros habían enterrado a sus compañeros dignamente, a pocos metros de donde estábamos.

  • Enviaron a un emisario para alertar sobre la situación y mandar un buque. La persona consiguió llegar hasta Chiloé y avisar a familiares y autoridades, quienes extendieron la noticia al ministerio del interior a través de un telegrama.

El relato era ensombrecedor y estar ahí era como vivirlo. En eso el guía nos señala que avancemos y nos hace mirar la vegetación reinante. Tardamos unos segundos en verlas: entre todos los helechos y árboles, se escondían docenas de cruces de madera, cruces de ciprés que habían sobrevivido todos estos años para que nosotros supiéramos lo que había pasado, para que esos obreros no se olvidaran.

La historia continuaba a boca del guía y yo me preguntaba si Mariana Enríquez conocía este inhóspito cementerio, y que de seguro no, porque entonces lo hubiese incluido  sin dudarlo en Alguien camina sobre tu tumba.

En Puerto Montt la prensa ya hacía eco de la tragedia y la presión hizo pensar que llegaría una respuesta, y llegó. La carta del ministerio decía textual: “Su telegrama referente a los trabajadores de Baker es de carácter esencialmente privado, sobre cuyo contenido nada puede hacer el ministerio”.

Sin ayuda de nadie, lo obreros tuvieron que esperar hasta fines de septiembre para salir de ese infierno. Un vapor que recorría la ruta Punta Arenas-Puerto Montt pasó por una caleta cercana donde un grupo de trabajadores hacían guardia esperando avistar cualquier embarcación. Entonces al fin pudieron irse. Dos fallecieron en el viaje y se estima que doce perecieron después en sus casas. En total, murieron entre 73 y 136 obreros.

¿Negligencia o asesinatos?

  • A esos los mataron, les envenenaron la harina – de repente nos dice el piloto del bote, que no había abierto la boca hasta ese momento.

Luego me daría cuenta de que no era el único en creerlo. Reinaldo Sandoval, con casi 90 años, dio su testimonio en una entrevista en 1982:

  • ¿Cómo murieron? Algunos dicen de hambre, otros de escorbuto, pero según lo que conversan los que quedaron vivos dicen que no, que era una mixtura que le hacían con la harina para que coman y mueran… Para quedarse Vicuña con el dinero, no ve que ahí está claro; muriendo no se les pagaba nada a esos muertos.

A estas alturas, los testimonios y razones de la tragedia pueden ser muchos, el caso es que nadie nunca se hizo cargo, no hubo indemnizaciones ni culpables. Sí un juicio, que se diluyó fríamente, como el agua de río Baker, con ataúdes corriendo por sus caudales.

Lo seguro es que en noviembre de 1906 los diarios dejaron de publicar sobre el tema y el congreso hizo silencio. Creyeron que se olvidaría, al igual que otras injusticias que se han diluido con los años, y aunque no conozco canciones ni obras que intenten recordarlos, el lugar habla por sí solo, un espacio que se hace cuerpo con los obreros.

Nosotros, a diferencia de muchos de ellos, sí pudimos irnos de esa isla, y nos fuimos silenciosos procesando lo que acabábamos de vivir, agradeciendo haber tenido la suerte de conocer a Alberto y pensando en cómo funciona el destino cuando uno es atraído por algo.

De hecho, nuestro -a esas alturas- amigo era compañero de curso de Mauricio Osorio Pefaur, el autor de La Tragedia Obrera de Bajo Pisagua. Río Baker, 1906, uno de los libros de investigación más logrados sobre el tema. Ese mismo día nos devolvimos y terminamos comiendo en un bar de Cochrane los cuatro, esa vez, eso sí, pagamos nosotros.

 

 


Bibliografía

Mauricio Osorio Pefaur. (2015). La Tragedia Obrera de Bajo Pisagua. Río Baker, 1906. Coyhaique: Ñire Negro.