La población El Castillo de La Pintana es considerada una de las más conflictivas de Santiago. En este lugar, en el año 2004, se fundó el club Bullalbo, equipo de fútbol que agrupa a fanáticos de la Universidad de Chile y Colo Colo, y que busca mantenerlos alejados de la violencia. Un proyecto autogestionado y celebrado por sus vecinos, pero para quienes solo van de visita puede resultar una aventura a la que nadie quiere regresar.


Si hablamos de fútbol y letras, es imposible dejar fuera del once titular a Eduardo Galeano, quien seguramente además sería quien lleve la jineta de capitán. En su Fútbol a sol y sombra, un libro comparable a un compacto con los mejores goles del siglo, dijo una verdad que seguirá vigente mientras ruede la pelota: “Por mucho que los poderosos lo manipulen, el fútbol continúa queriendo ser el arte de lo imprevisto. Donde menos se espera salta lo imposible”. Desde luego, el enunciado no es indiferente a Chile, y de eso se trata esta historia.

Un día, Luchín, mi amigo de la oficina, me contó sobre un club de fútbol, un mito que ambos en algún momento habíamos escuchado pero que no terminábamos de saber del todo. Cada vez que nos encontrábamos en la oficina hablábamos de eso, en un principio era lo único de lo que hablábamos y es lo que nos llevó a ser amigos: alguien, en un barrio desplazado de Santiago, había logrado que los bandos de las barras bravas más grandes de Chile se dejaran de matar.

El Castillo es la parte más alejada de la comuna de La Pintana, una agrupación de 18 villas y poblaciones sociales que forman una brecha en la ciudad, después de sus casas hay un terreno baldío y una autopista que pasa a unos cien metros.

Un lugar que, como toda población periférica, está olvidado; la policía no entra para ayudar y los que viven ahí son en su mayoría hijos o nietos de quienes entre 1979 y 1987, en plena dictadura, fueron desterrados de las tomas y campamentos de los sectores centro y oriente de la capital.

Luchín se sentaba a unos treinta metros de mi puesto, trabajábamos haciendo campañas publicitarias para conocidas marcas, ambos éramos juniors, se podría decir, hijos del rigor; trabajábamos mucho y nos pagaban poco, pero más que eso, maldecíamos de vez en cuando la manera que teníamos de ganarnos la vida.

Él se echaba atrás con su silla y miraba mi puesto gritando: “Ya poh, Pableque, ¿cuándo los Bullalbos?”, poco a poco se había transformado en una especie de saludo, un mantra, una energía que, si no la tomábamos, pronto iba a desaparecer. Yo siempre respondía que vayamos ese fin de semana, que nunca sucedía, hasta que un día pasó.

No teníamos muy claro qué queríamos, solo pensábamos que era un caso extraordinario que merecía que nos movilizáramos, que con las herramientas que teníamos podíamos ayudar de alguna manera, porque además de pensar que ellos cargaban una necesidad -muchas, infinitas- sentíamos que nosotros también la teníamos, y era hacer algo que haga el bien sin intereses de por medio.

El tema que comenzó como una forma de iniciar una amistad, terminó como un proyecto serio que pusimos en marcha con la idea de que el primer paso sería ir a El Castillo y empaparnos de la historia desde la boca de sus creadores.

Yo nunca escuché hablar de algo parecido en ninguna parte del mundo, simplemente es absurdo hasta intentar hacer un nombre: River – Boca sería “Millosteros”; Nacional – Peñarol, “Manyalbos”; Corinthians – Flamengo, “Mengorinthians”; Liverpool – United, “The Redevils” (?). Parece broma, pero como dijo una vez el profesor Óscar Washington Tabárez: “Los caminos al gol son infinitos”, y este fue un verdadero golazo.

El pitazo inicial

Ese sábado en la mañana nos juntamos y fuimos. Teníamos un contacto de una fundación que era la llave. El camino no fue largo, tomamos la carretera de Vespucio hasta Santa Rosa y ahí emprendimos rumbo al sur. Pasamos Antumapu, sede de la U. de Chile, y doblamos a la izquierda en una bomba. Lo demás no recuerdo hasta llegar al lugar.

Por un lado, un sitio eriazo lleno de basura, por el otro, casas que miraban ese paisaje. Nos dimos la vuelta en el auto bajo la mirada de algunas personas del barrio que descansaban quietas en sus reposeras viendo el horizonte, no acusaron recibo de nuestra llegada. Estacionamos y caminamos unos pasos donde estaba nuestro contacto. Nos alivió verlo ahí esperándonos.

Los lugares suelen ser mucho más lejanos desde nuestra mente, después uno está ahí y no se siente tan ajeno. Por lo menos eso nos pasó al principio.

En El Castillo el tráfico de drogas funciona mejor que el alcantarillado y hay más prostitución que niños jugando en la calle. Es el círculo vicioso de los desplazados, drogadicción y prostitución, prostitución y drogadicción. La visión era desoladora y por momentos olvidamos nuestro proyecto idealista.

Sergio, nuestro contacto, comenzó a hacernos un pequeño tour hasta una plaza. Lo primero que vimos fueron las animitas de hinchas de la “U”, nos dijo: “Estos son los últimos que murieron por violencia entre barras bravas acá, hace seis años”. Era extraño, esa imagen desoladora nos dio una sensación de esperanza.

Nos acomodamos en una plaza con incipientes árboles y una cancha de baby al medio. “Esto era un basural”, nos dijo Sergio. La cancha estaba muy desgastada, pero aún se podía distinguir en el medio los escudos de Colo-Colo y la U. de Chile, pintados mitad y mitad. Estábamos donde queríamos.

La conversación fluyó fácil, Sergio nos contaba más o menos la historia y nosotros, bajo su protección, podíamos ver y analizar el lugar. Hablábamos que no hay idea igual en el mundo, que se hizo desde el barrio por gente del barrio y que eso era lo más valioso de todo. Nos llenamos la boca de lo que podíamos aportar mientras Sergio, acabándosele el discurso, llamaba una y otra vez al “Tío” a ver si venía.

De pronto, de una casa esquina salió un hombre saltándose el portón desde adentro, nos sorprendimos, Sergio se rio y dijo que a veces salían hasta siete seguidos de la misma casa. El hombre pasó y nos ofreció por cinco lucas algo que no pudimos entender. Seguimos hablando como si nada, pero nos empezamos a poner nerviosos. Matamos la espera fumando un cigarro tras otro.

La historia

El “Tío” se llamaba Teófilo Kremer y era el presidente del club.

Lo vimos acercarse junto a dos hombres más jóvenes que él, uno a cada lado. Era menudo, moreno y de huesos anchos, se notaba un tipo fuerte, aunque caminara rengueando por una incipiente cojera. Nos saludamos de buena manera y Sergio nos dio el pase para hablar. Creo que esta es la parte que más disfrutamos, ver a el Tío Kramer (le decían así, “Tío Kramer”, aunque su apellido era Kremer) contándonos la historia.

En ese momento un perro empezó a ladrar y después lo siguió otro, y otro, y otro más, y así hasta que no nos escuchábamos por la jauría de perros, hasta que los acompañantes del Tío los espantaron con naturalidad.

Él nos miraba a los ojos mientras relataba la conformación del club, que “no fue fácil porque de verdad se mataban en todos los clásicos, hasta cuando no había fútbol se mataban”, y dejaron de hacerlo gracias a lo que él “y el viejo Caszely y el Flavio Ruiz, y unos cuantos más” hicieron.

Las personas se lo agradecían, y lo vivimos al ver como muchos pasaban y lo saludaban con cariño, y de pasada nos regalaban una sonrisa a nosotros también.

Partieron metiéndose en un campeonato y no resultó porque se peleaban: “Quién era más fuerte, los chunchos o los colocolinos. Estaba siendo imposible y hubo que limar asperezas. Juntamos entonces a bullangueros y albos, se pusieron guantes y meta combos”, nos contó.

Roberto Bolaño dijo que “hay momentos para hacer poesía y hay momentos para boxear”, y ese momento fue lo segundo, a la antigua, y resultó. Después los más veteranos impusieron disciplina y crearon el ambiente que se necesitaba para unir los bandos.

“Buba”, un cuento del mismo Bolaño, habla de un futbolista que supuestamente hacía magia para que su equipo ganara, que termina en que nunca existió tal magia y que solo estaba loco. Pues en El Castillo tampoco hubo magia, ni nada por el estilo, sí una buena locura de Teófilo Kremer y sus compañeros que les salió bien y disminuyó la violencia. Fue el fútbol creando luz donde no existe nada que alumbre.

Así nació Bullalbos. Y fueron tan conocidos que todo el barrio los respetaba.

Los excluidos de los excluidos

Nos contaron que un día unos adictos a la pasta se pusieron en la cancha y Teófilo fue y los sacó. “Me ofrecieron balazos y yo les respondí que gracias a Dios también tengo mi pistola y que cuándo quieran. Nunca más volvieron”.

Eso nos relataba el mismo Teófilo entre comentarios de los acompañantes que aportaban alguna que otra frase que acreditaba la historia. Desde ahí no hubo más asesinatos por rivalidades de fútbol en El Castillo.

Se juntaban a ver los clásicos en la sede vecinal veinte, treinta personas. Las reglas eran dos: El copete estaba prohibido antes y durante el partido, y el que perdía se quedaba limpiando la sede. “El trago los pone tontos”, nos dijo aplacando la voz.

“En un momento llegamos a tener tres categorías de infantiles, dos de viejos cracks, tres adultos, una de niñas y un equipo de básquet. En total, más de 180 personas”, nos contó el Tío.

En ese instante estaban pasando por un pequeño bajón, “Una pelea en un campeonato nos dejó seis meses fuera. Es difícil, porque acá no podís echar a nadie, porque no hay nada más, son los excluidos de los excluidos”, nos dijo. Irremediablemente, el tiempo comenzó a diluir lo logrado.

Necesitaban un lugar, la casa vecinal ya estaba casi en el suelo. Había que refaccionarla y crear una verdadera sede para el club, que no solo tenía que ser deportivo, sino también social y cultural. Ese era el sueño.

De nuestra parte creíamos que la idea era tan buena y lo que habían logrado tan valioso que solo necesitaban un empujón. Usar nuestros contactos, venderle alguna idea a una marca y auspiciar el sueño: sede, canchas, arcos nuevos (se los habían robado para vender el fierro), zapatillas para los niños, un casino, etc. Se podía, lo sentíamos.

Los Bullalbos eran el club más grande de Chile por lejos: mi familia es Bullalba, la de Luchín es Bullalba, nuestro grupo de amigos lo es, nosotros mismos uno es del Colo y otro de la U. El club es transversal y por una buena causa la gente se iba a sumar.

Nos acordamos de Obdulio Varela, el delantero uruguayo que hizo los dos goles en la final del mundial del 50, en el Maracanazo. La historia la contó Eduardo Galeano en una entrevista y decía que Obdulio, al terminar el partido, se fue del estadio y entró en los bares aledaños que estaban atestados de brasileños tristes.

El delantero y héroe histórico del fútbol charrúa se dedicó toda la noche a consolar a quienes él mismo había destruido. Claro que nosotros no le llegamos ni a los talones a Obdulio, ni tampoco éramos culpables de la realidad de las personas que vivían en El Castillo, sin embargo, estábamos ahí interesados por los Bullalbos y parecía un consuelo para el “Tio Kramer”.

Es que por algo habían venido de Holanda a hacerle una nota que salió en medios europeos y llegado periodistas de Brasil y México a entrevistarlos. De verdad era una idea única en el mundo, una pieza rara que desde otros países se miraba con admiración.

Los muros

Mientras conversábamos a Teófilo le brillaban los ojos, creo que a nosotros también. “Mientras viva, voy a intentar dejarle un legado a los niños, un buen recuerdo”, nos decía. Y creo, ya lo había logrado.

Entonces nos empezamos a encontrar con muros.

“Esta idea se puede replicar en otros lugares”, dijimos.

“Sí poh, si el intendente (Orrego) quería que lo hiciéramos en San Bernardo y no sé dónde más. Pero se quedó en puras palabras”, dijo el Tío.

“Bueno, podemos pedirles a los jugadores, intentar quizás por ahí”, replicamos nosotros.

“Llegué a hablar con Tito Tapia y me dijo que no, que se podía meter en problemas porque estaba negociando la renovación en el club. También hablé con el “Pajarito” Valdés, le conté el proyecto, la idea, y ¿saben lo que me dijo? Métete la hueá en la raja, eso me dijo. Yo le dije sabis qué, valis callampa”. Nos abrió los ojos el Tío.

Todo esto lo contaba sin exitismo, sin quejas, sin una gota de autocompasión, lo relataba recio, mirando al frente, tal como Hérnan Casciari describió a Messi en “Messi es un perro: No se tira ni se queja. No busca con astucia el tiro libre directo ni el penal (…) Hace esfuerzos inhumanos para que aquello que le hicieron no sea falta, ni sea tampoco amarilla para el defensor contrario”. Quienes crearon el club también eran perros: seguían la pelota sin importar los obstáculos que se presentaran.

En eso lo llaman y se pone a hablar delante nuestro: “No abras nada, quédate encerrada que andan los pacos”. Por el tono de su voz pusimos cara de preocupación y entonces uno de ellos nos contó que, “cuando hay carabineros y la gente abre sus negocios, llegan ellos y se roban todo con la excusa de buscar droga, se meten y se llevan la mercadería. No todos son así, pero en vez de arriesgarnos, preferimos cerrar”, nos dicen.

Al final quedamos en que íbamos a mover nuestros hilos y antes de vender cualquier cosa hablaríamos con ellos primero, que era un trabajo en conjunto. Él nos emplazó y dijo que “Si no hacen nada raro no iba a haber problemas. A la primera cosa extraña, chao”. Nos emplazó sin miramientos y nos puntualizó que “La cosa acá es extrema, hay muchos niños sin comer, sin zapatos. Yo no puedo ponerlos en riesgo”.

Supimos entonces que una vez un periodista desconociendo lo acordado, lanzó una nota sensacionalista que puso a los traficantes en contra del Tío Kramer. “No pago yo, pagan mis hijos”, nos dijo mirándonos a los ojos.

Al final nos despedimos con la promesa de que este era el primer paso para impulsar el proyecto, que íbamos a trascender y ayudar a los niños. Entonces Sergio, el de la fundación, nos dijo para callado “Porfa, si la idea se cae, igual llamen al Tío Kramer y díganle. Él no tiene miedo a fracaso porque no tienen nada que perder”.

Nadie vuelve

Antes de irnos, compartimos los números de teléfono con el “Tío Kramer”, nos estrechamos la mano y quisimos hacerle saber que de verdad lo haríamos, queríamos revertir ese gesto incrédulo que de pronto había anidado en su rostro, que había endurecido su semblante, entonces nos dijo, “Miren, muchos han venido y nos han dicho lo mismo que ustedes, y nunca volvieron”.

Sergio nos fue a dejar al auto, nos escoltó, se podría decir. Le dimos las gracias y él nos las dio a nosotros. Habíamos pasado alrededor de cuatro horas con ellos y el desayuno de puchos empezaba a molestar en el estómago. Cuando nos subimos al auto vimos a las mismas personas sentadas en sus reposeras. Volver a la pequeña comodidad del auto, cerrar las ventanas y poner los pestillos nos hizo sentirnos extraños en ese lugar.

“Ahora recién se acuerdan de los locos, ahora que nos volvimos locos”, parecía que nos decían quienes nos vieron salir de la población. Por un momento aquellas líneas de la película Caluga o Menta dejaron de tener la gracia que antes le atribuíamos.

Pasaron un par de semanas y con gran esfuerzo -increíble como al alejarnos de ese día, la convicción y la energía por el proyecto fue disminuyendo hasta transformarse en un peso muy difícil de llevar- armamos una propuesta y la fuimos a presentar a una fundación.

Después de mucho conversar, nos dijeron que sí, que estaba todo muy lindo, pero que era imposible por la cantidad de gestiones que había que hacer. Salimos del edificio, tomamos el metro, llegamos a la oficina, y nunca, absolutamente nunca más hablamos del tema.

Como nos dijo el Tío Kramer, nunca volvimos. Varios años después con Luchín seguimos siendo amigos, pero ese tema parece prohibido. Por eso quizás escribo esto, para volver de alguna forma, como intentando cumplir esa promesa que rompimos irremediablemente, al igual tantas otras que recibió el Tío Kramer.

Nadie vuelve a El Castillo, nadie quiere verlo. Cuando paso por la autopista le muestro a mi acompañante de turno que estuve ahí, casi como una gracia, diciéndole que después de ellos no hay nada. Y sigue habiendo nada porque nadie vuelve. Espero que algún día alguien lo haga, o ellos mismos que son lo único que tienen. Solo personas como Teófilo Kremer hacen algo por ellos, del barrio para el barrio, pareciera que esa es la única forma. Los demás somos fracaso.