Entre Catedral y Bandera, en pleno casco histórico de Santiago Centro, se ubica la Galería Comercial Caracol Bandera Centro, o el mall de los migrantes, como es conocido por la gente. Sus numerosos locales albergan a quienes decidieron abandonar sus países en busca de una nueva oportunidad. Este mercado de tinte latino comparte sus servicios mediante la diversidad de culturas existentes. Sin embargo, la delincuencia, la pandemia y la inflación han marginado al Caracol, el que se niega a morir.


En Chile, no hay lugar donde Latinoamérica esté más latente y personificado que en el Caracol Bandera, en el centro de Santiago. Su carta de presentación es la vorágine musical que se escucha tres cuadras antes de llegar al edificio. La mezcla entre salsa y cumbia invitan a los transeúntes a visitar sus dependencias.

“La música nos hace sentir que estamos en casa. Es como un imán, porque el ambiente llama harto la atención. Siempre ponemos la musiquita y al que viene no le molesta. Al contrario, “¡que suba la música!”, ¡eso es lo que dicen!”, comenta Hernán Vega, garzón del Restobar Colombia, mientras decora las mesas con banderitas de su preciado país ‘paisa’.

Las calles que bordean al Caracol están atestadas de carritos de comida y mantas en el suelo. Los vendedores ambulantes vociferan sus ofertas a viva voz para ganarse a la clientela, y el revoltijo de olores a anticuchos y frituras ahogan el ambiente. “¡Tamales! ¡Lleve sus ricos tamales!”, grita un pequeño junto a su madre.

Aquí la infancia trabaja, como también los mayores. Para ganarse el pan del día todos tienen que trabajar. La entrada al edificio ostenta un gran letrero que indica la llegada al destino. Con mayúsculas se presenta la “GALERÍA CARACOL BANDERA CENTRO”. Desde el cartel flamean banderas de todas las naciones que conforman el círculo latinoamericano, ordenadas en fila para manifestar la tónica de unión que representa este espacio.

Aquí se pilla de todo. Fosforescentes carteles llaman a la degustación de un contundente platillo peruano o colombiano. Junto al ritmo reggaetonero los profesionales del estilo y la imagen expelen un aire de alegría y jocosidad. Almacenes ricos en productos importados transmiten a los migrantes la sensación de estar en su país. Incluso, en el último piso, bares y clubes nocturnos llaman a aquellos que buscan olvidar la realidad por un rato. Es un lugar curioso, mezclado de colores, aromas, acentos y fonéticas. Un lugar ubicado en Chile, pero con tintes de fuera de Chile.

Caracol del multiculturalismo

En las últimas tres décadas se evidenció un marcado proceso migratorio hacia nuestro país. Personas de distintos rincones del cono sur de América vinieron a probar suerte a Chile, con el fin de mejorar sus vidas y la de sus pares. A fines de 2020, el INE estableció que un 15,1%, de los migrantes viven en Santiago Centro, es decir, es la comuna que alberga el mayor porcentaje de población extranjera. Así, poco a poco, los inmigrantes fueron adueñándose del comercio de las calles y locales de la gran ciudad.

“El centro ya no es lo que era hace cuarenta años. Ahora es una cosa extranjera”, comenta un transeúnte chileno.

El Caracol es una prueba clara de esto. Es más, la presencia de locatarios chilenos es ínfima. Peruanos, bolivianos, cubanos, uruguayos, entre otras nacionalidades, han dado pie a un desarrollo multicultural, donde tanto la población extranjera como la autóctona han mezclado sus tradiciones y costumbres.

“El mundo es uno solo, y las culturas convergen positivamente en Chile. Aunque estando aquí uno cree que no está en Chile, sino en Latinoamérica misma”, dice Johnny Yefrino, peluquero haitiano, desde su salón de belleza “YILÚ”.

Curiosamente, lo que más llama la atención del público es la variedad gastronómica del Caracol. Si bien la comida peruana y colombiana destacan por excelencia, los ecuatorianos y haitianos también han buscado resaltar sus sabores.

“Los colombianos aportamos a este Caracol desde la diversidad de comidas. A diferencia de Chile, nuestras costumbres son más calientes y alegres. Nosotros fuimos criados con la sazón, la alegría y la música. ¡Aquí se come con música!, no como en un cementerio “, dice Hernán Vega mientras revisa la carta menú, donde destacan grandes fotografías de un voluminoso Arroz atollado y una apetecible Mazamorra colombiana.

“Tenemos mucha riqueza en la gastronomía y la compartimos de manera jovial. Nosotros llevamos eso en la sangre”, agrega.

El oficio de las máquinas, peinetas y tijeras también se presenta en el Caracol a través de las cuantiosas barberías y peluquerías. Con la llegada de migrantes, principalmente de colombianos y dominicanos, la sociedad chilena comenzó a experimentar nuevas modas en el cabello. La multiculturalidad también transforma la imagen y el estilo.

“He notado que los chilenos están agarrando eso de cuidar más su apariencia, lo que es muy bueno. También he visto que han estado probando cortes nuevos, como el degradado o los dibujos en el pelo”, comenta Junior Sánchez, barbero venezolano, desde el salón de belleza “VIDA”.

La variopinta gama de culturas se presenta con fuerza en la Galería Caracol Bandera Centro. La hora de almuerzo es el momento crucial para los garzones que a esa hora luchan por atraer a la clientela, a la vez que, con sus pintorescos acentos, cantan los platillos que ofrecen sus restaurantes.

A pesar de lo caro de la vida, los locales ofrecen precios accesibles a todo público. Las comidas más caras rondan los cinco mil pesos y sus tamaños son exorbitantes, ideales para aquellos que gozan de comer golosamente. Se siente un ambiente agradable y de grata convivencia.

“Acá es bacano cuando se juega la Copa América. Es muy bonito cuando hay fútbol porque ves diferentes colores. Los colombianos y los argentinos son los más pichangueros, aunque todos vienen con sus camisetas y sus banderas. Todos andan alegres y contentos cuando ven los partidos”, recuerda Víctor Noé, migrante peruano encargado de la supervisión del Caracol.

Es habitual escuchar risas y uno que otro chiste a cada minuto. Tampoco faltan los personajes que recorren el edificio tarareando boleros y salsas.

“Barranquilla hermosa/yo te canto ahora/con gratitud y amor/del cantor al pueblo que adora”, canta con afinado vozarrón un joven colombiano, mientras transporta una carretilla con mercadería.

Son los versos de En Barranquilla me quedo, de Joe Arroyo. Pareciera que las diferencias culturales no son un tema para los actores que convergen en el Caracol. “A la nobleza y sentir/de su gente acogedora/a mi patria chiquita/que me apoyo”, sigue el canto.

“La vida es dura”

No todo son matices cálidos y olores tropicales. Ser migrante tiene sus complejidades, y para conseguir la paga del día, se requiere de un inmenso esfuerzo. Las jornadas laborales suelen rondar entre diez y doce horas, y muchos se retiran a sus casas bajo la peligrosa noche santiaguina.

“Aquí no existen los horarios. Depende de las necesidades de cada uno. En mi caso, la mayoría de las veces tengo que trabajar hasta las once de la noche. Lamentablemente, así es la cosa para el migrante. Si queremos comer y vivir, tenemos que trabajar”, explica José María Jaramillo, estilista colombiano del salón de belleza “MI SECRETO”.

La exposición a las penumbras del centro es un asunto arriesgado para la población, pues en el último tiempo la delincuencia ha expandido su actuar y violencia por las calles de Santiago. La comuna más turística de la región, rica en historia, arte y arquitectura, es también una zona roja del peligro. Los locatarios del Caracol mencionan que los asaltos, ‘cogoteos’ y asesinatos, son cosas muy habituales. Afirman, con seriedad, que deambular en solitario por las noches es un pase directo a la desgracia.

“La delincuencia es un flagelo difícil de controlar, pues tiene muchos tentáculos. No diría que son solamente extranjeros, sino que también chilenos, porque los he visto. Por desgracia, mucho chileno aprendió de las otras culturas más de lo que deberían aprender en cuestión de maldad”,  comenta Víctor Noé.

“Cuando llegué, hace 17 años, yo podía irme a la una de la mañana y no me pasaba nada. Ahora, sales a esa hora, caminas hacia la Alameda, y simplemente no llegas. Ni siquiera llegas a la esquina”, añade Noé.

El comercio ambulante también juega sus cartas. La entrada al Caracol por Bandera se ve complicada ante la presencia de carritos de personas ofreciendo sus productos. Los llamados jaladores, en su afán de querer agarrar a los clientes hasta del pelo, han interrumpido el paso hacia el edificio, provocando que mucha gente no alcance ni a ver la entrada de la galería.

“La verdad es que a partir de eso es que este Caracol ha empezado a morir lentamente. Es triste tener conflictos con los ambulantes, porque al igual que yo, son migrantes que buscan una oportunidad en el país. Son personas, como tú y como yo. Pero ellos no pagan impuestos y eso afecta a mi comercio. La vida es dura”,  señala José Jaramillo, con angustia.

Los estragos que dejó la pandemia del coronavirus también golpearon al mercado del Caracol y, actualmente, el “fantasma de la inflación” está asustando a los locatarios. En menos de una hora, los establecimientos de cambio de monedas modificaban varias veces los números que indican los valores monetarios, y el miedo, las molestias y sollozos se hicieron notar cuando uno salió gritando: “¡el dólar llegó a la luca!”.

“Yo tenía un sueño, pero creo que ya no lo tengo”, dice, entre risas Yeimi Rojas, estilista venezolana, quien agrega: “¡Es que ya no hay trabajo! En vez de subir los precios, tengo que bajarlos. Recién hablaba con un compañero y yo creo que voy a tener que irme para ganar un sueldo fijo. Si no, ¿quién me paga mi arriendo?”.

La vida del migrante es una confluencia entre sabores dulces y amargos. A pesar de la multiculturalidad, la mezcla de las tradiciones y costumbres, y la unión de diversas jergas y visiones, las dificultades de un país que también sufre de heridas abiertas van apagando las ilusiones y esperanzas. Poco a poco se ha ido marginando este peculiar centro comercial. Sin embargo, algunos niegan ver morir al Caracol Bandera Centro.

“Esta es mi casa. Aquí inicié, me formé, me enamoré y me casé. Aquí tengo a mis amigos y a mi familia. Yo sé que nada es para siempre. Todos somos aves de paso. Pero… ¿te digo la verdad?, me daría tristeza irme de acá”, confiesa Víctor Noé.

Son las seis de la tarde, y las calles de Santiago comienzan a llenarse de rostros cansados tras largas jornadas laborales. Por el contrario, en el refugio de los caminantes del mundo encuentran que este momento es el ideal para comenzar a ganar la plata del día.

Al llegar a la salida del Caracol, un recuerdo fugaz y una letra que hasta entonces no comprendía traspasaron por mi cabeza: eran las palabras de Un Beso y una Flor, de Nino Bravo: “Me voy, pero te juro que mañana volveré”.