Ñuñoa es una comuna de la Región Metropolitana de Chile, tiene un 60% de población clase media alta o superior, por esto desde los años 90 se comenzó a usar el término “Ñuñork” para referirse a ella, ya que se asocia a un estilo de vida del primer mundo, diverso, intelectual, artístico, “progre”.


 

Un apelativo que contrasta con su realidad, porque no es de extrañar encontrarse en el sector sur poniente de la comuna con poblaciones como Rebeca Matte, Rosita Renand, Villa Los Jardines o Cruz Gana, entre otras, que distan mucho de la imagen de sector acomodado y privilegiado que se ha instalado desde hace algunas décadas.

Estos espacios insertos dentro de Ñuñoa se reflejan en las cifras actuales. El porcentaje de personas en situación de pobreza mostró un aumento en plena pandemia, pasando de un 8,6% en 2017 a 10,8% en 2020, según encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional, Casen.

A pesar de estos datos, en “Ñuñork” la vida “es feliz” en la mayoría de sus barrios; porque es una comuna reconocida en todo Chile por su buen vivir y por sus habitantes de alto nivel educativo. Es poseedora de grandes edificios, enormes casas que “no se venden”, centros comerciales, calles y parques llenos de vegetación.

Vivir y morir en una Villa de “Nuñork”

Hace tiempo que noto a mis vecinos viviendo felices, aunque en parte es curioso ya que aquí, cerca del Estadio Nacional, en la calle Profesor Juan Gómez Millas, no hay nada que se parezca al “Nuñork” de otros barrios.

En la Villa Alemana la vida dentro de los blocks empieza antes de las 7 de la mañana, cuando el escandaloso tráfico de la calle Grecia renace otro día más. Un espacio comunitario fraterno se estructura de lunes a domingo, desde los paseadores de perros que con largas y divertidas conversaciones satisfacen las necesidades sociales suyas y de sus mascotas, hasta los eternos borrachos de la pequeña plaza interna, que probablemente llevan más tiempo ebrios que sobrios. Todas estas personas viven en armonía, hasta las más diferentes se conocen y se cuidan unas a otras, excepto por la gran rivalidad entre los niños que juegan a la pelota y los borrachos, ya que los pequeños traviesos les esconden las latas de escudo rojas y se las suben a las copas de los árboles.

Un día miércoles como cualquier otro me despierto pasadas las 10; es el único día sin clases y aprovecho para dormir un poco más. Reposando en la cama escuchó las conversaciones del exterior de mi edificio, de número 2561. Vivir en un primer piso tiene sus particularidades: a primera vista tu vida pareciera ser el reality show del barrio. En una comunidad que pasa más tiempo conversando fuera de los departamentos, un oído agudo convierte la vida de estos vecinos en conocimiento público. Escucho cómo la vecina del departamento 2 fuma un cigarro en el asiento de la entrada del edificio; no escucho otra voz así que asumo que está hablando por teléfono, creo que tiene una relación a distancia pero no alcanzo a identificar mayores detalles. Me doy cuenta cómo el hijo de la misma vecina se despide de su madre para irse al trabajo, lo que me hace pensar que es hora de salir de la cama y dejo el agua en el hervidor mientras me lavo el pelo en el baño.

Desde la ducha me parece escuchar ruidos de risas. Pero no, unos segundos después y escuchando más claramente me percato de lo errado que estaba. Un sonido similar a unas balas de alto calibre retumban en el exterior del departamento. Salgo con el pelo mojado y pongo mi ojo en la mirilla con la esperanza de percatarme de lo que está pasando y veo cómo un vecino del segundo piso, con un pijama negro, golpea con fiereza una tabla abandonada en el primer piso, tan fuerte que simulaba los disparos que asimilé. Su rostro lleno de lágrimas parece contener una impotencia tan grande que solo encontró descargo en esa tabla de madera. Pasan unos cuantos segundos y veo cómo sube las escaleras y un grito desgarrador seguido de un llanto seco y amargo parecido a una tos se escucha desde el segundo piso, baja otra vecina, es una joven de 20 años que vive con su hermana en el departamento que está encima del mío y la logró identificar como dueña del llanto. La vecina del primer piso la intenta contener, pero la cruel realidad no se le escapa tan fácilmente; la joven de arriba repite sin parar: “Está muerto hueón”, como si intentara convencerse a sí misma de lo que dice.

“Lo fui a ver a su pieza y estaba azul” fueron las palabras del vecino de arriba que me hicieron comprender la horrible situación. Aún desde la mirilla pude darme cuenta que había muerto el hermano menor del vecino del pijama negro, un joven de 24 años que tenia una enfermedad respiratoria crónica. Era amable, cercano en el saludo y ahora se encuentra sin vida en su habitación, con la piel azul y con la mitad del edificio 2561 en el piso de abajo llorando su partida.

Me hizo recordar al reciente día de la madre, en el que ambos hermanos -junto a sus compañeros de orquesta- tocaron una preciosa serenata en la entrada del edificio. Recuerdo lo elegantes que vestían, los instrumentos que se escuchaban desde la esquina de los negocios y cómo dedicaban sus canciones a todas las madres del edificio, ya que ellos no tenían el placer de disfrutar el día con la suya.

Escuchar las sirenas de la ambulancia me hizo tomar la determinación de sacar mi teléfono y tomar nota de todo lo que sucedía. Al mirar la hora me di cuenta de que la ambulancia se demoró más de una hora en llegar. Tres médicos con “traje de astronauta” se apresuraron en subir las escaleras con una camilla y con un equipo de reanimación. Desde mi departamento escucho cómo le hacen las compresiones; el médico más viejo discute con las y los vecinos que intentan subir a ver al joven en el pasillo del segundo piso. Les dice que no se puede, que hay que seguir los protocolos de la pandemia. El médico le grita a la manifestación de las escaleras que todos en este país han perdido a alguien últimamente, pidió comprensión y que les dejaran hacer su trabajo. Estas palabras dejaron un silencio sepulcral en el edificio, del que no se recuperaría en todo el día.

No me había dado cuenta de lo importante que es la vida barrial en el lugar en el que vivo hasta que fui a comprar el pan esa misma tarde y me encontré con una plaza desolada; parecía que hasta los pajaritos estaban de luto, no vi ningún borracho, por primera vez el bote de basura de la plaza no estaba lleno de latas rojas. La dueña del negocio me dio el pésame, no pude ocultarle lo mucho que me apenaba la muerte del joven, pero tampoco pude ocultar lo poco que lo conocía. De vuelta al edificio veo a la Junta de Vecinos reunida en las afueras; mi vecino de al lado se me acerca a explicarme que están organizando una colecta para pagar los gastos del funeral. Ahí mismo se encontraba la madre del joven, que viajó desde Rancagua apenas supo la noticia.

Los días han pasado y la vida en “Ñuñork” -y en la parte que no tiene mucho de “Ñuñork”- es un poco menos feliz. Como bien decía el médico, a todos les ha tocado perder a alguien en esta pandemia y simplemente esta vez le tocó a la Villa Alemana, una villa que nada tiene de ese primer mundo.