La periodista, autora de una extensa y rigurosa investigación, plasmó en “Rodrigo Rojas: Hijo del exilio” un retrato biográfico del joven fotógrafo que fuera quemado vivo en dictadura. A través de su vida dibuja parte de la historia reciente de Chile y de una generación de refugiados que buscaban encontrarse con un país que no terminaban de entender a la distancia.


En la mañana del 2 de julio de 1986, durante las primeras horas de una jornada de protesta contra el régimen de Augusto Pinochet, miembros de una patrulla militar detuvieron en la vía pública a los jóvenes Rodrigo Rojas De Negri y Carmen Gloria Quintana. En la misma calle de la población Los Nogales los golpearon, amenazaron con armas de fuego, rociaron sus cuerpos con combustible y, finalmente, los quemaron vivos.

El crimen, que días después acabó con la vida del fotógrafo de 19 años y dejó con terribles quemaduras a la hoy psicóloga clínica, fue conocido popularmente como “Caso Quemados” y representó uno de los más brutales actos de terrorismo de Estado en dictadura.

La periodista y académica de la Universidad de Chile Pascale Bonnefoy (56) decidió tomar ese amargo suceso como punto de partida para desarrollar un retrato biográfico de Rojas. Uno que, más que en los hechos que marcaron su adiós, se centrara en los diecinueve años que vivió y en la persona que llegó a ser.

En Rodrigo Rojas De Negri: hijo del exilio (Debate, 2021), la también autora de Terrorismo de Estadio y Cazar al Cazador, plasma la historia de un joven chileno que tuvo que irse del país a los ocho años, fruto de la persecución que cayó sobre su familia y especialmente sobre su madre, Verónica De Negri. Uno que solo regresó a Chile una década después, para intentar encontrar su lugar en el mundo.

Portada del libro Rodrigo Rojas De Negri: Hijo del exilio. De color blanco con letras negras, muestra una fotografía de Rojas en primer plano.
“Rodrigo Rojas De Negri: Hijo del exilio” (2021, Editorial Debate).

En el libro nos adentramos en su afición a la fotografía, su interés heredado por la política, las diversas inquietudes intelectuales que lo marcaron desde niño, la búsqueda constante de su identidad y los gérmenes del deseo de reencontrarse con una patria que no alcanzaba de asimilar a la distancia.

“Además pude conocer el conflicto interno emocional de un joven criado en el exilio, que se sabe chileno, pero que en realidad no sabe muy bien lo que es ser chileno ni conoce muy bien su país porque se fue de chico; cómo se fue formando su motivación por volver; y lo que alcanzó a hacer en las semanas en que estuvo”, apunta a Doble Espacio la periodista.

La sociedad de los exiliados

Con Rojas De Negri como hilo conductor, Bonnefoy dibuja también una época álgida en la historia reciente de Chile: años de vertiginosos cambios sociales, de efervescencia política, de represión, prisión y tortura, y en el que miles de chilenos se vieron forzados a dejar su patria y a formar una comunidad de nacionales, a miles de kilómetros de distancia.

La periodista vivió parte de su infancia y adolescencia en Washington D.C., donde conoció personalmente la comunidad chilena de refugiados que se formó en la década de los setenta. Un pequeño rincón de Chile en el mundo, donde la solidaridad y la cooperación eran claves para sobrevivir lejos del hogar.

La capital norteamericana era el centro del poder político y de las instituciones económicas e internacionales donde trabajaban muchos exiliados, y fue el epicentro de un intenso trabajo de activismo y lobby para que los gobiernos norteamericanos modificaran su postura hacia la dictadura de Pinochet.

– Usted menciona en el libro que la comunidad replicaba algunas de las lógicas que impregnan la sociedad chilena como una suerte de distinción social entre la élite y los militantes de base, o la división política entre quienes eran más cercanos a la Alianza Democrática (futura Concertación) y quienes estaban por otras vías.

Es que eso era palpable. Yo viví ahí, sabía dónde se reunían los exiliados más conocidos, las exautoridades de Allende, e iba a actividades de la comunidad de base y se notaba la ausencia de los otros. Había de todo: gente de derecha que no estaba en el exilio, personas apolíticas, académicos o funcionarios internacionales que no necesariamente eran de oposición, y todos los exiliados que venían llegando como tales.

Pero había puentes que se movían en ambos mundos como Isabel Morel, viuda de Orlando Letelier, que era el corazón de la comunidad en Washington e impulsó un gran movimiento de solidaridad que iba más allá de la ciudad, tal vez en todo el país. También Verónica De Negri, o ciertos centros neurálgicos de la oposición donde se generaba toda la información y denuncia que se direccionaba hacia el Congreso y el Departamento de Estado como el IPS (Instituto de Asuntos Políticos, por sus siglas en inglés).

– ¿Se daba una dicotomía entre el lugar de donde venían y el lugar en donde estaban, considerando que está documentada la responsabilidad estadounidense en el golpe y la caída de Allende?

Claro, no era como vivir en Suecia o en otros países en que los exiliados tenían el respaldo del gobierno. Mientras Suecia estaba apoyando a la oposición y criticando a la Junta Militar desde el principio, acá había que luchar por cambiar la política de EE.UU. hacia Chile. Hubo un amplio trabajo político que se hizo por parte de los chilenos en Washington, y se hicieron cambios concretos, no solo denuncias simbólicas.

La reconstrucción de una vida truncada

Fruto de la conmoción que provocaron las circunstancias de su partida, la historia de Rodrigo Rojas De Negri ha estado ligada a esa fatídica mañana de julio en que lo incendiaron. La corresponsal del New York Times, sin embargo, postula que una vida es mucho más que el momento en que se extingue, por muy relevante que este haya sido para la historia de Chile.

Primer plano de Rodrigo Rojas. Viste un chaleco oscuro sobre una camisa blanca. Está en blanco y negro. Sonríe.

En el libro retrata a un joven que, producto del desarraigo y de la tutela de una serie de familiares y miembros de la comunidad chilena, tuvo una adultez temprana. Intelectualmente inquieto y de formación autodidacta, Rojas era un adolescente culto que manejaba varias áreas del conocimiento pese a que nunca destacó en los colegios a los que asistió. De pocos amigos y más bien retraído, encontró en la fotografía su gran pasión y en las imágenes que capturaba una forma de expresión. De opiniones políticas fuertes, marcadas por la experiencia familiar, solía cuestionar la versión oficial de la historia norteamericana en que Estados Unidos es sinónimo de democracia y moral.

Para reconstruir su figura, Bonnefoy entrevistó a más de 80 familiares, cercanos y conocidos de los diversos ambientes en los que el activo adolescente se movía. Además, tuvo acceso a documentación privada y cartas que su familia le proveyó.

– Al reconstruir la figura de una persona que falleció hace más de tres décadas, imagino que sus percepciones sobre lo que conoce o lo que creía conocer de él se van modificando. ¿Fue así?

No me cambió absolutamente la imagen que tenía de Rodrigo, sino que llegué a conocerlo. Yo no lo conocía [en profundidad], lo veía como el hijo de Verónica, un cabro que sacaba fotos, que andaba en todas partes, pero muy pocas veces conversé con él. Ahora lo llegué a conocer en profundidad, con todas sus contradicciones, sus ansias, sus confusiones y sus pesadeces, presentes como en cualquier adolescente.

Además entendí lo que lo que estaba pasando a él en la búsqueda de su identidad, porque yo también pasé por eso, así como otros hijos del exilio criados mayormente afuera, en Canadá o EE.UU, con los que conversé. Hay miles de jóvenes que son hijos del exilio, que nunca se sintieron plenamente chilenos ni plenamente nada, o un poquito de todo.

– Usted describe a Rodrigo como un joven muy activo, en permanente búsqueda de un lugar en donde encontrarse. ¿Siente que en las seis semanas que estuvo en Chile logró empaparse del país, de la época?

No creo que haya logrado comprender cien por ciento este país, pero estaba en camino, y en camino rápido. Él siguió una especie de rutina muy similar a la que tenía en Washington, de salir y estar todo el día en la calle, con distintos grupos de personas. Acá se fue empapando de la organización estudiantil y de los fotógrafos independientes que salían a plasmar lo que pasaba en una época en que había protestas o manifestaciones todos los días.

Él desidealizó Chile. Según las entrevistas que hice, criticaba mucho a los estudiantes, algunos comportamientos… Aquí empezó a entender cómo eran los chilenos de verdad, con sus cosas positivas y negativas, y no tener tanto ese ideal del pueblo que se alza y todo eso. Pero estaba también muy admirado del mismo movimiento estudiantil y de los pobladores, de la organización, de la resistencia a la dictadura. En ese breve lapso de tiempo, yo creo, absorbió y aprendió mucho, pero no sin críticas.

Una fotografía borrosa, sacada de un documental sobre Rodrigo y otros fotógrafos chilenos en dictadura. Rodrigo, cámara en mano, y con un bolso a cuestas, retrata las protestas de Chile en 1986.

– La figura de Rodrigo está muy relacionada a la fotografía y, sin embargo, mucho de los registros que él estaba haciendo de Chile se extraviaron, perdiéndose también su propia mirada sobre lo que estaba ocurriendo aquí.

Eso es tremendo porque ahí estaban los últimos meses de su vida, y sin eso se hace difícil reconstruir los últimos lugares en los que estuvo y cuál era la mirada de Chile que él tenía. Él sacaba fotos a color y era muy perfeccionista con el revelado, entonces se las envió a su mamá a EE.UU para revelarlas allá a color, pero se perdieron en el camino los 22 rollos. Se perdió todo ese registro de su vida y del país donde estaba viviendo en esas seis semanas. Eso habría sido bonito de ver: qué es lo que él vio, a través de su cámara.

– ¿Qué se encontró al entrevistar a sus familiares y conocidos, 35 años después del crimen?

Hay temas pendientes, procesos cortados porque él finalmente se estaba encontrando acá. Yo creo que todos coinciden en que aquí estaba encontrando su nicho, el lugar donde debía estar y donde se sentía bien, a pesar de la represión y del contexto. Por ese lado estaba recién encaminándose y, bueno, cualquier vida que se trunca a los 19 años deja un montón de cosas inconclusas, y una vida por delante perdida.

Lo otro que noté con las entrevistas es que hay mucho sentimiento de culpa de distintas personas. A veces por tonteras, o por haberle dicho “Sí, anda a Chile”, “Anda a descubrir tus raíces”, o por decirle: “No, no vayas a la población” y no poder convencerlo. O los estudiantes de la Facultad de Medicina [de la Universidad de Chile, quienes casi lo agreden por “sapo” cuando lo vieron tomando fotos de sus movilizaciones] que todavía sienten culpa. Aunque han pasado décadas, hay muchas culpas que se arrastran, muchas entrevistas fueron dolorosas para ellos.

– ¿Se ha planteado que sería de Rodrigo Rojas De Negri hoy, a sus 54 años?

Sí. Yo creo que se habría quedado en Chile. No sé si se habría quedado para la transición de los noventa, que creo que habría sido una gran decepción para él, pero habría vuelto. No sé cuánto tiempo hubiera aguantado o si se habría quedado toda la transición. Pero hoy día estaría sacando fotos, metido en todo lo que está pasando en este país.

El crimen y el homicida

Solo en el tercio final de la investigación periodística, Pascale Bonnefoy se aboca al momento que selló el destino de Rojas De Negri.

Rodrigo volvió a Chile para entender mejor el país del que provenía, omnipresente durante su estancia en Norteamérica, y luego de seis semanas de estancia se encontró frente a frente con su cara más siniestra.

Junto a Carmen Gloria Quintana y otras cuatro personas participaba de la primera de las dos jornadas consecutivas de protesta nacional convocadas por Asamblea de la Civilidad, organización multigremial opositora a la dictadura. Mientras intentaban armar una barricada, ambos fueron detenidos por miembros del Regimiento de Caballería Blindada N°10 “Libertadores”, comandados por el teniente Pedro Fernández Dittus, quienes los rociaron con combustible, y con una bomba molotov de contacto directo provocaron un fuego que se irradió rápidamente por sus cuerpos.

Para la autora, volver al desarrollo de esos hechos y apuntar a sus hechores es un ejercicio de historia antes que de memoria: “Prefiero llamarla así porque la memoria es subjetiva y esto es historia de carne y hueso. Jamás un libro o un reportaje va a hacer justicia, pero sí es al menos un poco más reparador revelar la figura de Rodrigo y dejar un registro histórico de aquello que no se ha escrito”.

Como consecuencia del homicidio de Rojas, Fernández Dittus fue condenado por la justicia militar a 300 días de pena remitida, que luego serían elevados por la Corte Suprema a 600, aunque solo estuvo trece meses en la cárcel. La figura: cuasidelito de homicidio por “no disponer la pronta atención de los lesionados”.

En 2013 la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos interpuso una querella criminal por los delitos de homicidio y asociación ilícita cometidos en contra de Rojas. Solo en 2019 tres militares fueron sentenciados a diez años de prisión como autores y otros ocho a tres años de presidio como cómplices, aunque, por el momento y a la espera de la apelación, todos siguen en libertad. Fernández Dittus fue absuelto por cosa juzgada, producto de su anterior condena.

En el prólogo del libro, Bonnefoy es enfática: “Cuando la justicia tarda treinta y cinco años, ya dejó de ser justicia”.

– ¿La decisión de señalar directamente a Fernández Dittus como el homicida de Rodrigo Rojas pasa por buscar algún grado de justicia?

Para mí es importante individualizarlo porque nadie lo ha hecho. El Ejército lo sacrificó en 1986, cuando fue condenado a 300 días, luego a 600, pero finalmente pasó un año en la cárcel y luego fue ascendido a capitán. Ahora fue absuelto. Claro, ahora se ha condenado al conjunto de militares que participaron en el crimen, pero el ministro tampoco identificó o individualizó quién lo roció con parafina o quién le prendió fuego, y yo creo que es importante para el registro histórico dejar establecido quien fue.

Hay cinco testimonios concordantes, o al menos que se pueden cruzar y permiten llegar a esa conclusión: Fernández Dittus carga con mayor responsabilidad no solo porque él lo hizo, sino porque era el jefe de todo el operativo. En una institución tan jerarquizada como el Ejército, ningún soldado se hubiera mandado esa acción solo, salvo que le hubieran dado la orden.

– ¿Por dónde cree que pasa que, hasta ahora, y luego de dos procesos separados por décadas, la única persona que haya estado en la cárcel sea Fernández Dittus?

Del primer proceso no hay que esperar nada. Fue en plena dictadura, estaban protegiéndose a sí mismos. El ministro en visita fue complaciente con la Junta, pasó el caso a la justicia militar y ahí decidieron sacrificar levemente a Fernández Dittus, y hasta ahí nomás llegó.

Después, para mí es indignante que haya tenido que pasar desde 1990 hasta el 2013 para que se presentara la primera querella y recién ahí se pudiera reinvestigar. Me extraña que se hubiesen tomado seis años para emitir las primeras condenas, siendo que toda la información dura, de quién fue responsable, estaba completa en el expediente del 86´.

Y tampoco me parece que hayan absuelto a Fernández Dittus por cosa juzgada, porque cuando se dio por cerrado el caso a principios de los noventa, estaba cerrado solo en cuanto a su responsabilidad por negligencia. Negligencia es no haberlo llevado a un hospital, como si se hubieran incendiado solos, por acto de magia. Acá había cosa juzgada por su negligencia, no por el homicidio, y no se le condenó. Eso para mí es inexplicable.

Julio César Olivares

Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile