Hay tres cosas que se dicen de los pueblos: todos son familia, el que muere nunca se va solo y pueblo chico, infierno grande. Quizás es verdad, no conozco todos los pueblos del mundo, pero sí conozco uno que cumple con los tres tópicos, se llama Cerrillos de Tamaya.

Se encuentra a un poco más de veinte kilómetros de Ovalle, provincia del Limarí. Está rodeado de varios pueblos, siendo él uno de los más poblados, con cerca de mil seiscientos habitantes. Todos se conocen, todo se sabe, toda noticia pasa rápido por esas calles pavimentadas y otras de tierra, polvorientas y con uno que otro bache.  

El día empieza temprano en Cerrillos de Tamaya, son las seis de la mañana y suena la bocina del panero, es don Tito. Hombre de 56 años, alto, moreno, nacido y criado en el pueblo. Lleva casi veinte años despertando a los vecinos con su bocina, avisando que llegó el pan y que es hora de levantarse para ir a trabajar. 

Se pasea por todas las calles del pueblo. En algunas casas debe parar, bajarse y rellenar la bolsa blanca que dejan colgando en la reja con el dinero que quieren en pan, aquí casi nadie roba, saben lo difícil que es ganarse la plata. Con su llegada, los almacenes comienzan a abrir, pues el día laboral ya empezó. 

Don Tito  sigue con su recorrido, partiendo hacia otros pueblos de los alrededores, mientras que en Cerrillos de Tamaya, las luces se apagan y la gente sale de sus casas, abrigados, pues el frío cala los huesos, y una neblina espesa, que cubre todo el cerro Tamaya. A algunos vecinos los pasan a buscar a sus casas el furgón de la empresa en que trabajan, donde se dedican a sacar frutas y verduras de la tierra. Así sobreviven en el campo, aprendiendo sobre la marcha y de sus antepasados.

Desde la ‘Vinera’ a ‘La Mexicana’

Si quieres llegar al pueblo desde la Ruta 5 Norte, lo primero que verás de Cerrillos de Tamaya es la vinera, un gran galpón color rojo, donde un par de metros más allá se asoman los racimos de vid, que dan las uvas para ese vino que quizás alguna vez viste en el supermercado, pero pasaste por alto. 

En esta ‘vinera’, la Tamaya, la mitad de los cerrillanos trabaja o trabajó, po después que cambiaron de dueño, la mitad fue despedida sin derecho a reclamo. Ahora los que eran los Vinos Tamaya, son los Tololo, en honor al famoso cerro del Valle del Elqui. 

Después de la vinera, vienen las primeras casas, estará la de don Humberto, quien hacía las chaparritas napolitanas más ricas de todo Cerrillos, pero el alcohol lo hundió tanto, que ya ni cocina. Luego verás el cartel de la peluquería del Lucho, el transformista icónico del pueblo, con su maquillaje extraordinario y esos tacones que sólo él puede manejar a la perfección. 

También estará la casa, recientemente incendiada, de la hija de doña Norma, dicen que el hermano se quedó dormido y dejó prendido el aceite de las papas fritas, quemando la casa donde vivían más de diez personas. Por esa calle larga también estará la sede del club deportivo Luis Bugueño, el equipo de fútbol que mueve a todos, tanto hombres como mujeres. Si pasas por ahí pregunta por el Loco Tatá, te responderán con un par de lágrimas en los ojos, porque era uno de sus hinchas más fieles y aunque murió de un cáncer hace cinco años, nadie en el pueblo lo olvida.

Créditos: Sebastián Godoy

Después de esa calle larga, llegarás a la plaza tan bien cuidada por don Julio, un alcohólico en rehabilitación encargado de cuidar el pueblo, ahí tendrás que doblar hacia la derecha, en esa esquina estarán sentados Carlitos, don Filo y Leo, un grupo de amigos compinches que todos los días y a la misma hora se sientan a conversar y a ver la gente pasar, a veces ni siquiera se hablan, sólo disfrutan la compañía del otro, en el pueblo los conocen como “Los jubilados”. Avanzando, llegarás a la otra esquina, donde está el boliche de Raulín y el almacén de don Luchín, dónde venden hasta lo más difícil de encontrar.

Ahí doblas a la izquierda y en esa cuadra estará la escuela del pueblo, se llama Arturo Villalón Sieulanne, en honor al hombre que descubrió el canal Tamaya y llevó agua al pueblo. La escuela tiene desde pre- kínder a octavo básico y ha educado a un sinfín de generaciones, entre ellas a todas las personas que han sido nombradas en este escrito. 

Si sigues avanzando ya no podrás parar, porque la familiaridad te recoge. Porque en la misma esquina del almacén de don Luchín, está el negocio de don Mario, un hombre implacable, experto en elegir las mejores frutas y verduras de la feria para vender en el pueblo, y si vas, mira bien la repisa donde están las verduras, si fijas tus ojos un poco más arriba de los tomates, verás una larga fila de papas con diversas formas y con unos ojos y boca hechos con plumón, todas las semanas hay nuevas caras y ya llevan más de diez años en el negocio, impensado para don Mario que comenzó a hacerlo sólo para hacer reír a sus sobrinos. 

Si te pilla el hambre mientras recorres, puedes ir a comer al restaurante “La Mexicana”, un lugar de comida casera que lleva años funcionando a pesar de la muerte de su dueña, doña Noelfa. O quizás puede ser comida rápida, unas papas fritas donde la Marce, una joven madre que apostó todo en su local.

Entre la Tranquilidad, la sequía y los rumores

Cuando vas por un día todo es nuevo, la campana del camión del gas de don Guille, la bocina de don Tito, el grito del caballero que vende verduras o del que compra chatarra. Pero si te quedas un par de días podrías acostumbrarte, porque todos los días sucede lo mismo. Quizás por eso la gente no se va, pese a todo, y viven generaciones de familia, porque la tranquilidad de vivir en el campo es inmensa y casi nunca cambia. 

Todos los días a las seis de la tarde verás caminar por las calles a doña Erica y su esposo, son una pareja de adultos mayores que llevan años realizando una caminata por el centro de Cerrillos de Tamaya para no perder la vitalidad que va disminuyendo con los años. También está el Gambeta, un hombre mecánico encargado de arreglar todos los autos del pueblo, dicen que terminan peor de lo que llegan, pero aun así su taller siempre está lleno.

Cuando se dice que el pueblo es chico, pero el infierno es grande, me gustaría decir que no es por la gente, sino por el agua. ya que arde todo cuando hay un incendio, porque no hay nada que pueda apagar el fuego, la sequía es grande y el agua falta. 

Es un privilegio poder pagar a fin de mes aquella boleta que jamás deja de bajar, pese a que la mitad del mes el agua está cortada. Hay días enteros en donde la loza se acumula y los árboles de la plaza no se riegan, pero a muy pocos les importa, don Dionisio reclama por su gente, pero en la Municipalidad nadie lo escucha. 

Lo cierto es que el agua no corre, pero si los rumores, por eso la familiaridad pasa a ser el gran enemigo de los cerrillanos. Las paredes de las casas de subsidio son finas y el silencio que siempre anda por sus calles de tierra hace que cualquier pelea sea escuchada. Todos conocen la vida del otro, así que cuando vayas puedes preguntar por alguno de esos cahuines, más de uno tendrá algo que contarte. Ese es un atisbo del infierno, porque es lindo conocerlos a todos, pero cuando se meten en tu vida ya no tanto.

El dicho popular de “el que muere nunca se va solo” aplica perfecto en Cerrillos de Tamaya. Cuando alguien fallece en el pueblo, la tensión se siente en el ambiente, porque no se sabe quién será el siguiente. Como la vez que murió el Tati por haberse ahogado en un embalse y a la semana murió don Osvaldo, un hombre con varios años encima que partió de este mundo mientras dormía. Incluso el coronavirus ya cobró sus primeras víctimas, aunque la gente sigue creyendo que fue por otra cosa y no por el mortal virus, la señora Clara fue la primera víctima.

Cerrillos de Tamaya alberga historias, personas que no conocen otro lugar donde ser felices como lo son allí, familias enteras que se han criado en la misma tierra que sus abuelos, niños y adolescentes que esperan poder estudiar y estar preparados para el mundo fuera del campo. 

Hay sueños, anécdotas y gente, su gente, los que hacen que el pueblo siga vivo. Suena una bocina, es don Tito nuevamente, le quedó pan de la mañana y salió a venderlo para la hora de once, ojalá venda todo.

Natalia Miranda Vásquez

Estudiante de periodismo de la Universidad de Chile