Con el plebiscito del pasado domingo, Chile cumplió 25 elecciones desde 1988, sumando a esta últimas las municipales, parlamentarias y presidenciales. Los candidatos (no todos) cambian; los votantes (no todos), también. Esta es una historia de alguien que recuperó su derecho a voto y nunca más lo soltó.

 

Cada vida es una colección de impresiones. De hechos que nos conforman y nos ayudan a creer que entendemos un poco más del mundo. Muchas veces esas impresiones cambian. Las personas no las manifiestan en todo momento, sino en contadas ocasiones.

Y el domingo 25 de octubre fue una de esas ocasiones.

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Desde marzo llevo saltando de casa en casa. Todas ajenas. En ellas he pasado gran parte de la pandemia aprendiendo hábitos nuevos. Mi casa, una construcción de ladrillos azules en el límite entre Puente Alto y La Florida, se estancó en el pasado prepandemia como una imagen gris archivada en los casilleros de mi memoria.

Los meses pasaron y ese hogar, que ya no era un hogar, sino un recuerdo, se vació. Mi abuela, quien me crió junto a mi abuelo antes de que se separaran tras arrastrar varias décadas de matrimonio, también tomó sus maletas. Saltó, al igual que yo, en búsqueda de nuevas paredes sobre las cuales cargarse.

Todo, hasta el 25 de octubre.

Días antes, mi abuela me invitó a que fuéramos juntos a votar. Le dije que sí, por supuesto. El domingo 25 me llamó temprano. Su voz estaba agitada; y en su agitación había más emoción de la que yo podía contener. Mi local de votación quedaba a pasos del metro Las Mercedes, en Puente Alto. El suyo, más allá de la Plaza de Puente Alto, casi donde acaba Santiago.

Fuimos junto a un familiar que accedió a llevarnos. Su única condición, eso sí, era votar “Apruebo”: me reí del chiste. En mi familia la política no es un tema. Durante tres décadas, mi abuela sólo votó por candidatos presidenciales de la Concertación. Pero en las municipales el panorama era otro. Aún conserva fotos junto a Manuel José Ossandón y Germán Codina, los zares de Puente Alto: el primero acumuló doce años, el segundo ya alcanzó los ocho.

En sus primeras elecciones votó y marchó por Patricio Aylwin. La vez que le pregunté, respondió tímidamente. No creo que esté avergonzada, sino que, honestamente, no recuerda bien. De hecho, no recordaba haber votado por Eduardo Frei Ruiz-Tagle, pero asume que lo hizo. En cambio, está segura de haber votado por “el Presidente Lagos y la Bachelet”. En las elecciones pasadas votó por Guillier. La familia estaba dividida entre Guillier y Beatriz Sánchez.

Estas elecciones, sin embargo, no tenían nombres propios en las boletas. Eran dos preguntas: aprobar o rechazar una nueva constitución y qué organismo debía conformarla. Por primera vez fuimos juntos. A raíz de la pandemia no nos veíamos desde enero. Un récord sin celebración.

Cuando nos vimos no nos abrazamos, aunque ambos queríamos. Me ofreció beber de su botella de agua y me reí, diciéndole que mejor no. Me regaló un tarro de papas fritas y, minutos después, casi como para no abrumarme de regalos, un chocolate Hershey’s. En el camino hablamos exclusivamente de la pandemia. La política no pasó por nuestras bocas. Me preguntó mil cosas sobre lo que había estado haciendo. Me preguntó, dos o tres veces, cuánto me quedaba de carrera. Y de plata, dijo, cómo vas de plata. Bien, le respondí. ¿No te falta nada? No, mamá. No te preocupes.

La preocupación de una madre, que es mi abuela, está por encima de mis respuestas.

Mi local quedaba más cerca, así que voté primero. Me tomó menos de cinco minutos. El colegio estaba vacío. Entré, recibí el voto de un joven que no dejó su celular en todo el tiempo que hablamos, rayé junto a “Apruebo” y “Convención constitucional”, y dejé el local. Mi abuela, en cambio, estaba nerviosa. Una vez que volvió al auto, nos contó que se había equivocado. Entré a votar, explicó, pero no me habían dado ni el voto. Señora, le dijo el encargado de la mesa, dónde va a votar si no le he dado el papelito. Ella se rió. Es que estoy ansiosa, dijo, con una sonrisa que solo una madre puede llevar.

Decidimos pasar a casa antes de seguir cada uno nuestro camino. Los ladrillos azules tenían una cobertura gris a causa del polvo. En la entrada había un gato acostado que nos miró fijamente. Ella tomó ropa que tenía guardada y nos fuimos en menos de diez minutos. En el camino de vuelta, por primera vez, hablamos de política. Le pregunté si votaría de nuevo por Codina. Por quién, me preguntó. El alcalde de Puente Alto, le dije. “Ah, sipo. Si siempre he votado por el Ossandón y el este”. El este, claro, era Codina.

Hablamos durante un largo rato de por qué era importante esta votación. De por qué era relevante para nosotros. Mi abuela, que nunca ha faltado a una elección, no faltaría a esta. Es mucha sinvergüenzura, diría ella, refiriéndose a las distintas situaciones que derivaron en el estallido, en el tono de ambigüedad que la caracteriza. Qué bueno que se vaya la constitución del Pinocho. Ella ya sabía el destino de este día.

Nos despedimos en la puerta de la casa en que me estaba quedando. Había emoción en nuestras voces. Me preguntó, una última vez, si estoy bien de plata. Le pedí que llegara bien a casa y que me avisara al llegar. Horas después, se sabría que el “Apruebo” ganó con un 78%.

Durante un día, uno puede crear cientos de impresiones. Pensé, ese 25 de octubre, en mi abuela: esa mujer que vio la transformación del país durante años en una lucha constante contra el olvido, que vio partir a su hija para convertirse en una psiquiatra, a su segundo hijo en un mecánico y a mi padre, en un forastero sin localización fija. Y a mí, a su cuarto hijo, en quien escribe esto, quien describe cómo una vida desemboca en una mujer, en mi abuela, votando, decididamente, por una opción sin una sola duda, en una historia que no es sólo más que una entre otras. Todas resumidas en un 78% que no puede abarcar todo lo que significa: una impresión más en un mundo de sensaciones.

Aleister Quezada

Periodista de la Universidad de Chile.