Quiso imitar a los manifestantes de Hong Kong que ocupaban modernas técnicas para apagar las bombas lacrimógenas que recibían. Quería ser un “bombero” en las marchas que repletaban la Alameda. Pero cuando llegó, a finales de octubre, con una tapa de basurero como escudo, Pedro se dio cuenta de que el verdadero desafío no estaba en las bombas, sino en los disparos de las escopetas antidisturbios de las fuerzas de orden.
Con la perspectiva de casi un año transcurrido desde la revuelta del 18-O, Pedro dice que la “primera línea” era una idea romantizada que juntó una serie de realidades y razones que llevaron a los manifestantes a arriesgar su integridad física para enfrentar a la policía. Unos llegaron por convicciones políticas; otros, buscando sacarse de encima la rabia acumulada. Algunos eran marginales que volvían a la sociedad en forma de caos, encontrando ahí, en medio de vítores y agradecimientos, el aprecio y el vínculo social que no habían conocido lugares como el Sename.
A sus 25 años (hoy tiene 26), el estudiante de derecho sabía que estar ahí significaba arriesgar su enfermedad renal y su futuro juramento como abogado (comprometido en caso de tener prontuario). Sin embargo, siguió yendo a las movilizaciones y, con el pasar de los días, fue avanzando hacia el lugar donde acababan las marchas y empezaban las batallas. Estaba convencido de que era necesario defender las protestas de la brutalidad policíaca.
Se organizaban espontáneamente, en grupos de cinco o diez, coordinándose a punta de gritos. Una articulación feble que los dejaba siempre a la deriva, susceptibles de caer en las encerronas de Carabineros, recibiendo en sus cuerpos el peso de la coerción estatal. Un castigo por no coordinarse: por ser un cuerpo informe, una mezcla de ira, pena, conciencia y autodefensa confundidas en una masa que hasta recibió un nombre propio, pero que solía actuar desde el impulso y la improvisación.
En parte por esa fragilidad, Pedro buscó protegerse mejor: reemplazó la tapa de basurero que usaba de escudo por uno autofabricado a partir de barriles y, cuando se lo reventaron a balines, volvió a crearse uno aún más grande, de madera gruesa, que resistió el impacto de los perdigones. Se equipó con un casco y un par de guantes que su padre, obrero en la construcción, le prestó, y recibió lentes de seguridad de la “Brigada salvaojitos”, una de las tantas organizaciones autoconvocadas que prestaron ayuda en esos meses.
“Yo era un stormtrooper al lado del resto: había cabros que ni siquiera andaban con ropa y recibían los perdigones aguata pelá. Yo me equipé y, por lo mismo, salí más bien ileso, pero más de una vez vi caer a la persona del lado porque le dio un perdigón en el cuello, en la mejilla o en el brazo”, revela.“Una vez me llegó el chorro directo del guanaco y me dio vuelta, con escudo y todo. Caí dentro de unos maceteros incrustados en el cemento, pero me seguían apuntandoa toda potencia. Me estaba ahogando, hasta que sentí una mano salvadora que me agarró la espalda y me sacó del hoyo”relata Pedro, con cierto alivio. “Alcancé justo a levantar mi escudo cuando llegó un impacto directo de la escopeta antidisturbios: tenía a un paco a 3 metros que venía directamente hacia mí. Si no es por ese cabro que no conozco, que me agarró y me salvó, no habría salido ileso”.
Luis, 22 años en ese entonces, estudiante de arte, integrante también de ese grupo de choque, corrió distinta suerte. Comenta que fue herido más de una vez, pero que la cicatriz que no va a desaparecer ni en diez años se formó cuando, en la noche del último viernes de diciembre, se encontró solo y de frente a la policía: recibió un disparo en el tendón del tobillo izquierdo y tuvo que escapar cojeando, en una persecución que se extendió por lo que pareció ser una eternidad.
Para él, formar parte de la “primera línea” era de un acto político consciente que venía madurando desde su educación secundaria, cuando participó en las movilizaciones estudiantiles. Lo que antes había sido cuidar las barricadas ocasionalmente e irse si las cosas se ponían violentas, durante el estallido se había convertido en su ocupación diaria, una que no rehuía al enfrentamiento directo.
“No creo que la violencia sea una herramienta para lograr algo. La violencia es constante, está en todo aspecto de la vida. Estoy convencido de que la gente que es capaz de ir, saquear y quemar un supermercado porque sí, está expresando su rabia contra esa violencia estructural de las clases dominantes”, reflexiona hoy. “Son ellos quienes han impuesto todas sus posturas con violencia y la han usado a su favor. Es muy difícil esperar que los gobernados no la vayan a usar en algún momento de la historia”.
Desde los primeros días de octubre y hasta que las fuerzas de la contienda decayeron a mediados de febrero. Luis actuó de “pirquinero”: picaba los pastelones de las calles Ramón Corvalán y Carabineros de Chile para fabricar proyectiles. “Si alguien no estaba ahí recibiendo los balazos, se los iba a comer otra persona, porque las balas iban sí o sí”, comenta. “Ese show de que los pacos respondían a la violencia que sufrían… esa hueá es mentira. Si no había nadie que les pusiera un tope, los hueones hacían y deshacían”.
Pedro, por su parte, asegura que no cometió delitos aunque confiesa que puede haber sido cómplice de algunos, tal vez varios. A veces se paraba alguien detrás suyo, gritándole, “ya hueón, ¡cúbreme! Voy a tirar esta morocha”, y Pedro avanzaba, escudándolo el tiempo suficiente para que alcanzara a lanzar la molotov y volvieran a replegarse.
Aunque saben que para muchos la “primera línea” es sinónimo de delincuencia y vandalismo, Luis y Pedro se quedan con la arenga y el aplauso de los manifestantes, los cuales les daban agua, limones y lentes de seguridad. Creen que lo que hicieron estaba justificado por un actuar ilegítimo de Carabineros, quienes mojaban o disparaban a grupos pacíficos e incluso dificultaban la recuperación de aquellos que habían sido impactados por balines.
“Volvería a hacerlo. Quizá ahora se ven resultados mínimos, pero a la larga esto va a generar cambios. Aunque hubiera perdido un ojo, no lo consideraría tan terrible”, afirma Luis con la convicción de quien cree en el futuro.
“No he recibido asistencia profesional ni nada, pero pensar que se va a acabar la pandemia e inevitablemente va a volver la revuelta, me da ansiedad”, concluye Pedro por su lado. “Huelo algo que me recuerde las lacrimógenas y me pongo nervioso. Me sube la adrenalina, me acuerdo de lo que viví y, francamente, no quiero volver a hacerlo… Quedé un poco traumado con todas las hueás que vi. Pero me conozco, y voy a volver a hacerlo”.
Julio César Olivares
Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile
Ignacio Reyes
Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile