La fila se alargaba hasta la esquina de Monte Tabor y Avenida Pajaritos. En el estacionamiento del Líder no había vehículos, a excepción de una tanqueta militar estacionada a unos metros de la entrada lateral, la única abierta de las cinco que tiene el recinto. Alrededor, decenas de autos se amontonaban sobre las calzadas y entre los carriles de las calles más amplias.
A exactos siete días de iniciadas las manifestaciones, este supermercado era uno de los pocos en Maipú que no había sido saqueado (o que no usaba esa posibilidad como justificación para seguir cerrado). Quizás, gracias a los carteles pegados con scotch en las rejas oxidadas: “Vecino, no queme ni asalte. El súper es de todos”.
Eran alrededor de las 11:45 de la mañana, y la fila que se alargaba hasta la esquina de Monte Tabor con Pajaritos avanzaba a la vuelta de la rueda. Los ánimos ya estaban caldeados, y la espera no ayudaba; el calor, menos. Con una máxima pronosticada de 27°C, las personas intentaban refugiarse del sol tras los arbustos casi muertos que decoraban los límites del establecimiento. A veces, quedándose atrás con tal de no perder la sombra.
A pesar de todo, el ambiente en la fila no era tan terrible. Algunos se paraban con los brazos cruzados o en jarra, poniendo su mejor cara de desprecio y odio contra el mundo, aunque la mayoría esperaba resignada. Unos pocos, incluso, parecían disfrutarlo. No faltaban las bromas y comentarios entre dientes cuando pasaban las parejas de militares armados que hacían guardia dentro y fuera del súper.
—Eeeellos… –murmuró una señora detrás mío en un momento–. ¿Qué se creen? Míralos. Si son puros cabros chicos.
De vez en cuando, un par de trabajadores del lugar recorrían la cola ofreciendo agua y bloqueador solar. Hubo risas cuando uno de los bidones fue pasando de mano en mano porque nadie podía abrirlo. Varios hombres que se las daban de fortachones se vieron frustrados por la testarudez de la tapa. Al final, mi madre tuvo que romperla con una llave.
Había una hora de espera entre la esquina y la entrada. Otro par de soldados mostraba sus armas al potencial saqueador, y los empleados ordenaban impetuosamente a los clientes que entraran en grupos de 10, con 15 minutos para comprar y salir.
El interior era más caótico.
A pesar de la cantidad limitada de personas, era más difícil transitar que en la mañana antes de Navidad. Carros volaban, chocaban y se atropellaban, llenos hasta el tope de productos que no eran precisamente de primera necesidad. Todo el mundo parecía estar preparándose para el apocalipsis. ¿Y quién podía culparlos? El fantasma del desabastecimiento y las amenazas de golpe de Estado que algunos proclamaban, no eran para tomarse a la ligera.
(Pero los estantes seguían tan llenos como siempre).
Por sobre el ruido de ambiente, los gritos de algunos empleados contribuían negativamente a la histeria colectiva.
—¡Son quince minutos, no más! —nos decía directamente una mujer de uniforme azul, y eso que caminábamos y no corríamos— ¡Hay más gente, tengan un poco de conciencia!
La miramos con mala cara. Habíamos llegado hacía exactamente seis minutos. A mi lado, mi prima murmuró: —Uy, la hueona sensible.
Nueve minutos después, volvimos a ver la fila: ahora daba la vuelta a la esquina.
Fernanda Catalán Lira
Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile