“De niña, era flaca y escuálida, al contrario del resto de mi familia. Mi abuela preparaba pavos de harina tostada que, según prometía, me harían crecer vigorosamente, aunque no se veían apetitosos. Mientras cuchareaba, le pregunté si alguien más comía estas cosas. Me mencionó a los niños Mehr, a la hija de Marianita y otros nombres sin rostro que, de algún modo, reconocía: habían sido alimentados por mi abuela, igual que yo”.
En la pantalla del computador, la videollamada hace que la imagen de las dos personas, a unos 690 kilómetros al sur de Santiago, se vea un tanto distorsionada. Es de noche: las cortinas color crema están cerradas y la ventanita de la estufa refulge, producto de las llamas. Norma Salazar (78) y su hija mayor, Sonia Salazar (56), toman once mientras suenan al fondo las noticias de algún canal nacional. Aún más al fondo, casi imperceptible, se escucha la lluvia golpetear en el techo.
Hace no muchos años, la lluvia se hacía oír por sobre la tele. Se abría paso por las planchas de zinc para terminar goteando en ciertas zonas de la casa, como los dormitorios o el comedor. En un principio, la casa no era más que una ranchita comprada con los ahorros de una familia de mujeres de campo que se vieron en la necesidad de migrar a la ciudad.
Las circunstancias determinaron que Norma, quien quedó embarazada, tuviera que abandonar su hogar natal, el campo y el silencio, para trasladarse a Santiago y trabajar limpiando casas gigantes y lujosas donde tuvo que criar niños ajenos. Un resabio de viejas prácticas locales de servidumbre que no han cambiado mucho su naturaleza con los años.
Antes de cualquier pregunta, Norma aclara que no podrá recordar todos los nombres de sus patrones ni las fechas exactas, y enfatiza en que hay muchas cosas de su vida que ni siquiera desea evocar. Esto lo sé de antemano: mi madre, siendo yo pequeña, me escuchó preguntar por qué no tengo abuelo o por qué evita a ciertas personas para las que trabajó. Dio respuestas simples a mis dudas inocentes, con la condición de que no tocara el tema con mi abuela. Tenía que respetar su negativa a hablar de su vida personal.
—Mi vida ha sido terrible… pero, al final, todo bien. Tú sabes que he trabajado mucho—, dice ella, quitándole un poco de seriedad al asunto. Solo un poco.
Madres pequeñas en un mundo grande
La familia de Norma se estableció a principios del siglo XX cerca de la localidad rural de Galvarino, 48 kilómetros al oeste de Temuco, en una zona que ella llama “La Colonia”: familias alemanas, españolas, suizas y francesas habían adquirido las tierras aledañas al poblado, en el contexto de una de las tantas ocupaciones territoriales en la actual región de la Araucanía. Una de esas familias era la suya, de origen español: Griselda Echevarría y Pedro Salazar, sus abuelos paternos. Ella explica que no existen registros materiales ni documentos de la llegada de sus abuelos a Chile, ya que eran pobres y “la gente pobre no se preocupaba de esas cosas”.
Norma nació el 12 de octubre de 1941. Se crió en el campo, en casa de sus padres, Juana Jara Torres y Juan Salazar Echevarría, junto a sus nueve hermanos. Su salida de ese lugar aislado se produjo cuando bordeaba los 21 años: quedó embarazada de Sonia del Carmen, su primera hija, nacida en 1963. Al no tener familiares ni conocidos en Temuco, la ciudad más cercana a Galvarino, partió a Santiago con su guagua. Llegó a casa de Emilia Salazar, una de sus hermanas mayores, quien hacía un par de años vivía en la comuna de Cerrillos. Ahí aprendió labores de aseo y cocina para buscar trabajo en casas particulares, mientras Sonia era cuidada por su tía.
Durante sus primeros tres años en Santiago, fue empleada doméstica para varias familias que, considera ella, no son dignas de mención. En 1967 nació su segunda hija, Rina del Pilar. La modalidad de trabajo era puertas adentro, lo que implicaba vivir en las casas de sus patrones, por lo que las niñas quedaron a cargo de Emilia, para posteriormente mudarse a Galvarino con la abuela materna.
En 1968, fue contratada por Juana Rischmaui y Domingo Díaz, que vivían en avenida Apoquindo con Las Azucenas, en Las Condes. Sus labores incluían el aseo de la casa, la preparación de las comidas y la crianza de los tres hijos. Las jornadas eran de lunes a domingo, puertas adentro, y se extendían a épocas como Navidad, Año Nuevo, Fiestas Patrias y las vacaciones familiares, que solían tener como destino Las Salinas o Pichilemu. Norma recuerda, con nostalgia y claramente, que en esta última localidad conoció el mar.
—Me fui en una micro desde Santiago, antes que ellos. Cuando llegué estaba sola y era de noche. Como no conocía el lugar y la gente no era mala en ese tiempo, le di la dirección a un caballero que me dejó ahí mismo, afuera de la casa, y me ayudó con el medidor para dar la electricidad. La casa llevaba harto tiempo desocupada, así que se escuchaban los ratones rajuñando la madera y el mar al fondo, muy fuerte. Pero en ese momento yo no sabía de qué era el ruido ni podía ver, por la oscuridad. Arreglé una de las camas, pero por todo el ruido, no pude dormir hasta la madrugada. Ellos llegaron como a las nueve de la mañana, me asomé por la ventana y ahí vi el mar… Me impresionó tanto, estaba muy cerca, como a tres cuadras de la casa. La playa era gigante y extendida. La arena ploma, finita y sin piedras, y el mar limpio, calmadito, solo en la noche había olas fuertes.
Gran parte de lo que ganaba era destinado a su madre, para ayudarla con gastos básicos de la casa y con la crianza de sus hijas. En 1975, mientras trabajaba con Juana y Domingo, concibió a su hija menor, Pamela Andrea. Ella tuvo el mismo destino que sus hermanas: fue cuidada por Emilia y luego fue llevada a Galvarino, junto al resto de la familia. Norma volvía a ver a sus hijas y a su madre sólo una vez al año, durante unas vacaciones que no duraban más de quince días. Les llevaba mercadería y ropa que compraba en Santiago, para luego volver a encerrarse a limpiar las estatuas de mármol y a mantener limpio y brillante el piso de parquet.
—La Juana fue siempre muy seria y estricta conmigo. Aunque me ayudó mucho, a mí y a mis hijas. Después de tanto tiempo, me chorié con ella porque me estaba haciendo trabajar demasiado. Estaba muy cansada. La primera vez que le dije que me quería ir, se puso a llorar, me pidió que me quedara y que yo pusiera condiciones. Le pedí que me dejara salir los domingos después de almuerzo para pasar el día con mi hermana y volver en la noche—. Más tarde, en 1979, Norma anunciaría su renuncia definitiva. Regresó a Galvarino con la idea de quedarse y no volver a trabajar en Santiago.
Poco después, en 1982, Sonia quedó embarazada. Su primer y único hijo fue Jorge Andrés, a quien los familiares llamaron por el segundo nombre. A su edad y con la necesidad de un trabajo, dejó el campo y se trasladó a la Región Metropolitana. Emulando a su madre, llegó a casa de su tía Emilia, pero sin preparación para trabajar en hogares pudientes ni para criar sola a un hijo. Norma la siguió a Santiago y buscó trabajo como empleada doméstica otra vez, con la intención de ayudar a Sonia y de acompañarla en una experiencia que ambas ya habían vivido veinte años antes, pero en roles diferentes.
Casa, pero no hogar
El primer paso de Sonia por Santiago fue una travesía que realizó estando embarazada y que la llevó a recorrer varias casas en un período de tres años. Tras nacer su hijo, en abril de 1983, quedó también al cuidado de Emilia, mientras ella trabajaba puertas adentro. Tuvo su primer empleo en una casa de calle Bascuñán Guerrero, en Santiago Centro, cuya dueña subarrendaba los dormitorios, ya que tampoco vivía una buena situación. Sonia no recuerda su nombre: solo trabajó dos meses ahí.
—Ella siempre tuvo buenas intenciones conmigo. Tenía una máquina de coser y me decía que podríamos hacer ropa, que podríamos salir adelante juntas. Además del aseo y la comida, yo me ofrecía para lavar y planchar la ropa de la gente que arrendaba, y me daban unos pesos extra. Después, mi mamá me sacó porque me encontró trabajo en otra casa, y fue mejor: estaba durmiendo en el piso, la señora no tenía una cama para mí.
Los periodos de trabajo, en promedio, fueron de entre dos y tres meses por casa. Al igual que Norma, Sonia olvidó a la mayoría de las personas, aunque considera que, en general, trabajó para gente amable. Muchos de sus jefes la ayudaron a buscar empleo cuando manifestaba su deseo de irse. Incluso ellos mismos la llevaban con familiares o gente de confianza.
Estuvo también en ambientes poco agradables. En La Dehesa, convivió con un matrimonio donde el marido ejercía violencia doméstica. Sonia no se dio cuenta hasta que su compañera, la cocinera de la casa, le dijo que se fijara en la esposa. Muchas veces vio que tenía moretones en brazos y piernas, o la encontró llorando sola. El jefe nunca tuvo actitudes agresivas o desagradables con Sonia, excepto por un episodio.
—Solía sacar a los hijos a jugar a la calle en la tarde, y un día el caballero llegó a la casa más temprano que de costumbre. Yo me apuré en entrar a los niños. Él estacionó el auto y me retó, porque mi trabajo era cuidar a sus hijos, y no tenía por qué dejarlos jugando afuera. Me habló tan golpeado que yo, de puro miedo, me hice pipí ahí mismo. Me había parado detrás del auto, así que no se dio cuenta de eso, por lo menos.
Sonia regresó a Galvarino en 1985, y cesó las labores domésticas: por cinco años fue directora en el internado de niñas Padre Bartolomé de las Casas, de Galvarino. Norma se quedó trabajando en Santiago. Por recomendación de su hermana, llegó a trabajar en Vitacura con Mariana Heredia, madre de tres niños pequeños. Norma confiesa que con “Marianita” se sentía mucho más cómoda: la casa era más pequeña que la de sus patrones anteriores y las tareas domésticas no recaían exclusivamente en ella.
—Cuando trabajaba con la Juana iba otra persona a ayudar con el aseo, pero con ella no hablábamos mucho porque a la Juana le desagradaba que perdiéramos tiempo, y nos lo hacía saber. Pero con la Marianita no pasaba eso: había otra señora que se encargaba de lavar y planchar ropa, y teníamos una buena relación. Incluso, con la señora Marianita conversábamos de todo y sus niños me querían mucho.
Norma dejó definitivamente de trabajar en Santiago en 1987, para regresar a establecerse en Temuco. Aun después de eso, cuando viajaba a la capital, Mariana la invitaba a su casa, y hasta hace un par de años se llamaban para saber de sus respectivas familias. Tengo un recuerdo con mi abuela en casa de Mariana, en Las Condes: era verano y ellas tomaban jugo en la terraza mientras yo chapoteaba en la piscina. Mis pantalones y mi ropa interior quedaron empapados, y como solución Mariana cortó y cosió unas pantaletas suyas para que pudiera usarlas.
Nuestra casa
Un poco antes del regreso definitivo de Norma al sur, la familia hizo gestiones para adquirir un terreno en Temuco. En 1985, Norma dejó las escrituras de sus tierras en La Colonia a nombre de Sonia, para venderlas. Con la venta, más unos ahorros de Norma, compraron un terreno de 100 metros cuadrados por la suma de 330 mil pesos: una gran cantidad de dinero, más todavía para una familia conformada por “nanas”, oficio históricamente menospreciado, con paupérrimas condiciones de trabajo y sueldos magros.
El terreno tenía una construcción de dos habitaciones y un baño séptico a unos metros de distancia. Remodelaron y ampliaron con el tiempo, hasta juntar todo en una sola construcción más o menos habitable, exceptuando ciertas fallas comunes en casas sureñas de estrato medio-bajo: ruido de las planchas de zinc por el viento, al menos una gotera por habitación y un pequeño bamboleo de cada una de las tablas de la casa, al son del viento y del golpeteo de la lluvia.
Ya establecidas en Temuco, una ciudad tranquila y con nuevas oportunidades, Norma y Sonia llegaron a la casa de la familia Mehr, compuesta por el matrimonio y tres hijos pequeños. La modalidad de trabajo, esta vez, sería puertas afuera. Sonia solía llevar a Andrés a su lugar de trabajo, lo que derivó en que él y los hermanos Mehr se hicieran amigos.
—Desde la primera vez que el Andresito se juntó con ellos, se llevaron bien y los mismos niños después me pidieron que lo llevara para jugar. Lo invitaban a sus vacaciones y cuando sus abuelos iban a la casa, lo sacaban a pasear como si fuera un nieto más.
En 1994, Sonia pasó a ser recepcionista en un hostal, propiedad de los Mehr. Pamela, su hermana menor con 18 años recién cumplidos, empezó a trabajar en la misma casa, por sugerencia de su madre. En un comienzo lo hizo puertas adentro, con día libre los domingos. Su principal responsabilidad era cuidar a los tres niños.
A las 11 de la noche, Pamela Castillo (44) cuenta por teléfono que le costó adaptarse a ese ritmo de vida: se sentía incómoda en ese ambiente y prefería estar en su casa. Dos años después, gracias a una beca, entró a Secretariado Administrativo en el Instituto Andrés Bello de Temuco. Estudiaba por las noches, llegaba a casa de los Mehr y durante el día cumplía con las labores de la casa. Se encargaba de pagar sus estudios: ganaba 130 mil pesos, lo que era suficiente para costear el Instituto y sus propios gastos, considerando que el mínimo legal ese año era de 71 mil pesos.
El punto de inflexión se produjo cuando, por una relación con un compañero de universidad, quedó embarazada en marzo de 1997. Como si fuera una consigna en las mujeres de la familia, tuvo que hacerse cargo sola del embarazo, igual que su madre y que su hermana.
—Nunca me llevé mal con nadie, pero tampoco tuve una buena relación con la señora Mehr. Cuando se supo que estaba embarazada, mi mamá se lo contó, por la confianza que tenía. Y la señora me retó mucho: no paraba de gritarme por lo que le había hecho a mi mamá, y me recriminaba que la estaba haciendo sufrir. Incluso pensé que podría pegarme.
Pamela siguió con sus estudios y el trabajo a pesar del embarazo. Su jefe le prohibió ir con ellos a los viajes de vacaciones, por el peligro que significaba en su condición, y le dio su licencia de prenatal. En enero de 1998, dio a luz a una niña.
En 2000, Sonia se quedó sin trabajo en el hostal: Andrés, con 17 años, integraba un grupo de acólitos y le comentó la situación a uno de los sacerdotes, quien le ofreció trabajo en las labores domésticas del convento de la Iglesia San Francisco de Temuco. Pamela hizo trabajos esporádicos para los Mehr hasta que, por necesidad, tuvo que reintegrarse puertas adentro ese mismo año. Norma cumplió sesenta años y se jubiló para no volver a limpiar casas ajenas y para no hacerse cargo de más niños, excepto su pequeña nieta.
Pamela y Sonia continuaron por un buen periodo trabajando en sus respectivos lugares. La primera, con los años, cambió su turno a puertas afuera y, finalmente, entregó las llaves de la casa en 2008, tras soportar una desgastada relación con la señora de la casa. Según recuerda, tenía muchos conflictos verbales con ella, que solía ensuciar las cosas para que Pamela las limpiara de nuevo. Con el apoyo de Sonia y Norma, decidió irse. La segunda se ocupaba del aseo y las comidas en la sede de la orden franciscana en Temuco, integrada por sacerdotes que se rotaban según políticas internas. Algo que aún le causa un poco de recelo era que la enviaran todos los lunes con una caja de monedas recolectadas en la misa: la caja pesaba más de 10 kilos y, como no le ofrecían locomoción para ir a cambiar las monedas, tenía que cargarla hasta el supermercado. Sonia renunció en 2010: para esa fecha estaba ganando 115 mil pesos brutos, y no le alcanzaba para ella ni para ayudar a su hijo en sus estudios universitarios. Por entonces, el sueldo mínimo bordeaba los 170 mil pesos.
Sonia volvió a Santiago una última vez: cuidó por dos meses a Juana Rischmaui y Domingo Díaz por petición de Pola, hija de ambos. Pero al descubrir que le pagarían menos de lo ofrecido en un principio, se retiró. Gracias a su hermana Rina, quien reside en Santiago hace casi 30 años, llegó a trabajar con un matrimonio de médicos y sus dos hijas en Lo Curro. Estuvo seis meses más, puertas adentro, y volvió al sur con su madre, para no dejarla nunca más. Cerró la puerta por fuera y, por fin, ninguna mujer quedó dentro de la casa ajena, aislada de la vida familiar que debieron tener todas juntas, y a la que renunciaron por la negativa de seguir perpetrando una insuficiente calidad de vida para ellas, y sus hijos.
Desde entonces, Pamela ejerce su profesión en una compañía de seguros, Sonia cuida a un anciano tres días a la semana, y el tiempo restante lo dedica a hacer pan amasado y tortas para vender; Norma también participa de esta labor. Pamela suele aparecer algunos fines de semana con Alonso, su hijo de un año y seis meses, para almorzar y conversar de sus vidas. No se ven tan seguido, no se cuentan todo, pero gozan por fin de una estabilidad económica y están juntas en la casa que lograron construir, a pesar de dedicarse a uno de los oficios más menospreciados por la sociedad.
Norma y Sonia terminan su once y su relato. Sonia recoge la panera, el mate, el queso, y guarda todo en la cocina mientras Norma lava la loza con agua fría. Ella siempre muestra sus manos a los nietos, lo arrugadas que están y las pecas que le han salido en la piel. Las exhibe como fruto de su trabajo y aun así, al tocarlas, siempre se sienten suaves. Apagan la tele, la estufa, y un par de luces antes de que la pantalla se vaya a negro, haciendo que los seiscientos y tantos kilómetros de distancia sean evidentes otra vez, pero no sin antes decir “buenas noches”, para acostarse cada una en una cama blanda y calentita, y quedarse dormidas con el ruido agradable y lejano de la lluvia y el viento. Mientras tanto, la otra pantalla sigue encendida. La miro fijamente, intentando imaginar que hay al menos una leve llovizna del sur rociando la ventana. Pero solo hay silencio y calor.
Leslie S Castillo
Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile