Un terreno en la comuna de San Joaquín ha sido foco de la inquietud y de la crítica de los vecinos, que denuncian desde inundaciones y mal olor hasta fiestas descontroladas. Pero el problema de fondo es más complejo.
Desde sus inicios, La Legua ha generado controversia. La población santiaguina, ubicada en la comuna de San Joaquín, se consolidaría en la década del ’50 al sumarse a La Legua Vieja, la Legua Nueva y La Legua Emergencia, destacando por una historia cultural asociada a las luchas sociales y por su influjo en la izquierda chilena. El mayor ejemplo de esto se da tras el “Once”, cuando algunos de sus habitantes rechazaron en combate abierto a las fuerzas militares. En la actualidad, es una de las zonas más estigmatizadas del país, producto del narcotráfico que padecen los vecinos de La Legua Emergencia, y que fomenta la marginalidad y el aislamiento.
Según un informe de estimaciones de pobreza, con datos de Casen 2015, la población presenta un 40% de pobreza. Otro de los factores que afectan estos índices es la llegada de migrantes. De acuerdo con un estudio de permanencia definitiva de inmigrantes, realizado entre 2006 y 2016 por la Asociación de Municipalidades de Chile (Amunch), 1.843 extranjeros vivían en San Joaquín en 2016. No hay datos exactos sobre los extranjeros que han llegado en los últimos tres años, pero tras el masivo ingreso al país, en especial de haitianos y venezolanos, es posible que la cifra haya aumentado.
Uno de los puntos que generan mayor preocupación a este respecto, son las malas condiciones en las que se ven forzados a vivir los migrantes, dados sus limitados recursos. Por tanta demanda de vivienda -específicamente de arriendos-, surgen espacios ilegales que son subarrendados a decenas de familias. Es común ver casas enteras ocupadas por personas hacinadas, sin que haya las condiciones mínimas para vivir dignamente.
En una cuadra repleta de empresas e industrias, con pocas viviendas y sin áreas verdes, se presenta uno de los casos más emblemáticos del sector: un galpón de calle Álvarez de Toledo, esquina Cabildo. Hubo ahí una casa con problemas de derrumbes tras el terremoto de 2010. Vendida y demolida, vecinos comentan que en el terreno se iba a construir una tornería. Pero, de un momento a otro, empezaron a llegar los inmigrantes.
En su momento de mayor ocupación, el galpón alcanzó a tener dos pisos y a albergar entre 20 y 30 familias que vivían en piezas hechas de cholguán. Todas eran contiguas y de color morado lavanda. A toda hora del día se podía observar gente entrando y saliendo, siendo la música lo más notorio en el lugar. Por las tardes, una familia se dedicaba a vender comida peruana bajo un toldo ubicado a la salida del galpón.
El refugio imperfecto del viajero
Fue fría la mañana del 26 de junio. La noche anterior, la temperatura llegó a -1° y ese miércoles la temperatura seguía bordeando 0 grados.
Fuera del galpón había un auto y unas camionetas en estado deplorable. Sus motores sonaban como si fuesen a explotar en cualquier momento, y las patentes con dos letras y cuatro números evidenciaban la cantidad de años que llevaban circulando.
De una de las camionetas descendieron cuatro personas, morenas y bajas, con la misión de dejar unos materiales de construcción en la puerta del galpón, donde había un hombre con dreadlocks, guayabera y jeans negros. Al saludarlo, responde con acento dominicano y de manera muy amable: “Ahora no les puedo ayudar. Estamos desalojando el lugar por un problema con las cañerías. Pero vengan el sábado y ahí sí puedo. Pregunten por W. y los atenderé”.
Al mirar a través del portón, se podía ver a una mujer de tez morena recogiendo algunos escombros para después entrar a una pieza. “Yo no tengo ningún problema en ayudarlos, pero ahorita no puedo”, dijo. “Cada segundo que estoy conversando aquí con ustedes, estoy perdiendo dinero”. Con la promesa de reencontrarnos el sábado, nos fuimos caminando bajo la mirada enojada y penetrante de quienes estaban bajando materiales de la camioneta.
Para el sábado siguiente, el tiempo no había variado mucho. Tampoco el aspecto del galpón: seguía teniendo la misma puerta estrecha dentro de un portón formado por dos planchas de aluminio. También estaba la misma camioneta. Sin embargo, ahora había tres hombres de piel morena cargando materiales y un chofer durmiendo, apoyado en el manubrio. Consultados por W., se miraron extrañados, sin saber qué responder, hasta que uno dijo que entráramos al galpón y lo buscáramos.
Al entrar, se podía ver todo desordenado y muy sucio. En las esquinas del terreno había dos montañas grandes de basura con ladrillos, madera, envases de comida y pañales; en el centro, unas habitaciones construidas con cuatro planchas de madera formaban un cuadrado, dejando un espacio sin plancha como entrada a una pieza con solo una cama y uno que otro adorno. Frente a las piezas, se encontraban varias personas comiendo tallarines de una olla común. Uno de ellos se nos acercó para preguntarnos qué buscábamos: “Soy W. Mi nombre es W.V. El que les habló el miércoles era mi primo Gerald. Seguramente, les mintió para salir del paso y poder seguir trabajando en la mudanza”.
W.V., de 27 años, es de nacionalidad dominicana. Llegó a Chile en 2016 y es parte del 20% de los inmigrantes que vive en situación de hacinamiento en el país. Lo que lo mantiene luchando y trabajando es su hija de 6, de quien no quiso dar el nombre. Vino a Chile en busca de estabilidad económica, para poder mandarle dinero a su hija, quien se quedó en República Dominicana.
“Están desalojando el galpón porque colapsó la única cañería que había. Había nueve baños y todo iba a parar al mismo lugar. Por eso explotó. Además, la gente es muy sucia y tiraba papeles y pañales adentro. Aparte, la mayoría de días no tenemos agua ni luz”. Por eso, W. ya tenía una pieza lista en la misma comuna, para seguir siendo parte del 65,3% de inmigrantes que viven en la Región Metropolitana.
En medio de la conversación, nos interrumpió un peruano, delatado por la muletilla “pé” y en evidente estado de ebriedad. Tenía unos 50 años y parecía molesto por nuestra presencia. Según él, nos teníamos que ir porque andábamos “de chismosos”. El ambiente se tensó. Sin embargo, W le dijo que se fuera, que todo estaba bien, y así pudimos seguir la conversación.
El dominicano seguía hablando con un tono muy amigable. Comentó que un ecuatoriano subarrendaba el galpón a todos los que estaban ahí, y que había invertido $ 25 millones en la estructura que cubría las modestas habitaciones de madera. Pero la mala inversión en cañerías terminó por derrumbar los sueños del ecuatoriano, quien mantuvo el proyecto del galpón durante menos de dos años, para luego verlo cubierto de agua y basura producidos por los propios inquilinos.
Visitantes no deseados
Si bien los principales afectados por estas malas condiciones son los migrantes, acá también ha habido problemas para quienes ya vivían en el sector. La situación ha cambiado el diario vivir de los pocos vecinos del galpón. Juan lleva largos años como dueño del “Kiosco Juanito”, en la esquina de Álvarez de Toledo con Santa Rosa, a menos de una cuadra del lugar. Testigo privilegiado, no cree que lo ocurrido sea responsabilidad de las personas que viven allí. Dice que ha visto en reiteradas ocasiones al dueño del galpón, a quien describe como un tipo arrogante que no le da muy buena impresión. Lo que más le llama la atención es que camina “como si fuera el dueño del mundo”, sin olvidar su pelo bien “langüeteado”, como lo describe.
A pesar de no compartir mucho con los arrendatarios del galpón, dice conocer las condiciones en que viven. Cuenta que a veces, desde su negocio, veía a la gente sacar a baldazos el agua que se les metía después de las lluvias, así como los problemas que han tenido con las cañerías. “Hubo una época donde uno pasaba por fuera del portón del galpón y no se podía respirar con el olor a mierda que había”, cuenta. “Parecía como si ya la tierra hubiera absorbido todo lo que salía de las fugas de las cañerías. Y si así era afuera, no me imagino cómo debe haber estado adentro”.
Para Macarena (37), ha sido aún más difícil: su casa colinda con el galpón, y ha estado en primera fila para todas las situaciones que han enfrentado las personas del lugar.
Había vivido toda su vida en la misma casa y, de un día para otro, le montaron un “mini gueto”, que es como ella lo definió. Ha tenido que lidiar con las fiestas, además de los olores y problemas de distinta índole que han provocado sus vecinos. Una noche no podía dormir por los llantos de un bebé, y salió a ver lo que pasaba. Resultó ser una mujer que vivía con su hijo: estaba tratando de llamar a Carabineros porque su pareja la había echado del lugar, pero las dificultades idiomáticas se lo impedían. Macarena la socorrió, le entregó una manta para la guagua, le dio comida y llamó a la policía, quienes llegaron muy pronto. Nunca supo qué pasó después.
Las personas que viven cerca del galpón concuerdan en que el problema no son los inmigrantes, sino quien trata de sacar provecho de su situación. Es así como el hacinamiento de este lugar ha generado que Macarena ya no pueda sentarse a ver televisión con su familia los fines de semana, dado el ruido que viene de al lado. Tampoco deja que sus hijos salgan a jugar afuera, por el foco de enfermedades en el que se ha transformado el galpón, producto de las malas condiciones de salubridad y del nulo interés del arrendatario por arreglar el alcantarillado y las conexiones eléctricas. Esto ha provocado que muchas veces haya tenido que recurrir a Carabineros. Como cuando, en Año Nuevo, los vecinos de tuvieron la música a gran volumen desde “las 9 de la mañana del 31 hasta la madrugada del 2 de enero”. Incluso, ha llamado a funcionarios municipales, quienes, sin embargo, han hecho vista gorda.
“Una vez que hicieron una fiesta, un cumpleaños, con charros, música e incluso unos disparos al aire, llamé a Carabineros y la municipalidad, pero no hicieron nada”, relata Macarena. “He mandado cartas para que vean la situación de las cañerías, pero la única respuesta que dan es que ellos no pueden hacer nada”.
Otra vez, como cuenta Maximiliano Faúndez, esposo de Macarena, hubo un problema con migrantes colombianos que querían entrar a una fiesta en el galpón. Como no los dejaban, empezaron a tirar piedras hacia adentro, una de las cuales cayó en un auto de un amigo que estaba en su casa. Esto provocó una fuerte discusión que terminó en una pelea en la que fueron partícipes él y su amigo: “Nos fuimos agarrando a combos de aquí hasta la esquina, y de ahí se fueron”.
Casi dos años Macarena vivió esta situación. Ahora, los que vivían ahí se estaban yendo, pero no por decisión propia. El dueño del galpón los desalojó, para así poder vender el terreno, pero se rumorea que la verdadera razón del desalojo es que no estaba dispuesto a costear la reparación de las cañerías. El hecho es que el galpón, como tal, ya no existirá, resolviéndose así el conflicto entre migrantes y vecinos. Probablemente, quienes residían ahí no puedan arrendar un lugar de mejor calidad, debido al alza de precios que se está dando en los arriendos de la Región Metropolitana. Los requisitos que se piden a la hora de realizar un arriendo con contrato, como sueldos altos, aval y una serie de documentos, que muchos inmigrantes no tienen, deja a estos mismos a contra pie. Esto sumado a la baja en los ingresos promedio que reciben los inmigrantes por su trabajo es que estos terminan arrendando en lugares en condiciones precarias y de hacinamiento, tal como el galpón de Babel.
Julián Concha
Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile
Antonio Sotelo
Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile
Diego Benjamín Opitz
Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile