Martes, 9 de la noche, Puente Alto. La sala de espera de Urgencias del Complejo Asistencial Doctor Sótero del Río, la más concurrida del sector público, está a medio llenar. Pero es cosa de tiempo para que este “elemento de reunión social”, como lo llamó el exsubsecretario Castillo,  haga brotar la cháchara en medio de un mar de angustia.

 

Un letrero LED con letras rojas corona los boxes de atención de la sala de espera del Hospital Sótero del Río, contigua a Urgencias. Aunque tiene un par de letras corrompidas –se lee “Urg**cias”, o algo así-, es posible enterarse de que está abierto las 24 horas. Bien lo sabe el personal del hospital, que trabaja en largos turnos donde deben hacer frente a las más terribles enfermedades, o a la más mundana de las gripes. Pero también lo sabe la gente que espera a sus familiares o amigos, penitentes de alguna desgracia que los ata a una silla de plástico en la tensa noche soterina.

El perro – 21:54

La puerta de Urgencias se abre, y el único en salir es un perro blanco con manchas blondas, el pelo grasoso y los ojos irritados. Es un perro callejero y quién sabe cómo llegó hasta el sector de “Categorización de pacientes”, la primera “sala-colador” de Urgencias. Extraña verlo ahí: es imposible entrar sin ser visto por el guardia que se ubica inmediatamente tras la puerta de entrada, el mismo que expulsa de muy mala manera al que pille.

El perro, que entró sin ser visto y salió sin que lo obligaran, abandona la sala de espera para perderse en la oscuridad. Mientras, poco a poco, ambulancia tras ambulancia, minuto tras minuto, se colma una sala que es causa de amargura para algunos y un simple dormitorio para otros.

Los bombones de papá – 22:03

El lugar no es muy limpio. El suelo, de cerámica blanca, tiene manchas de té y café, y una pequeña capa de tierra y polvo. Las sillas, ordenadas en filas y atornilladas en un perfil de acero, dejan ver el paso del tiempo en lo que queda del gris y del calipso que las tiñe. Algunas están rotas y otras fueron directamente arrancadas de su sitio. El baño, al sur de la sala, es a simple vista el lugar más limpio, aunque el grifo y los elementos metálicos exhiban una leve pátina.

Los pilares abundan. La mayoría luce un cartel: “Silencio, por favor”. Sin embargo, en la atmósfera de la sala flota un leve murmullo de voces preocupadas, algunas veces interrumpidas por una conversación jocosa, un celular que reproduce alguna teleserie, o el sonido distorsionado del altoparlante que, desde el techo, vocea nombres y lugares donde dirigirse.

Entre tanto ruido, una voz sobresale: la del vendedor de bombones. “¡Bombón a 100, bombón a 100!”, exclama, ronco, mientras se pasea entre los asientos esperando que alguien, cansado, calme sus nervios con un poco de chocolate. A su siga, gatea un hombre de mediana edad que viste un buzo con rodilleras (para no romperlo). El hombre padece un trastorno mental que le hace creer que es un niño, por lo que, mientras sigue al vendedor, juega con un peluche sucio y un Mini Cooper amarillo.

“¡Son los bombones del papá!”, exclama el hombre-niño cuando su padre –con quien no aparenta más de 5 años de diferencia– vende un par de bombones a una pareja de ancianos.

Los presuntos padre e hijo dan una vuelta más por la sala, promocionando su producto. Cuentan las monedas que hicieron y salen de Urgencias. Atraviesan un paso de cebra y se sientan en uno de los puestos de comida de las afueras del hospital. Allí se pondrán cómodos y descansarán un rato. Es de esperar que vuelvan a la sala, hasta las 3 de la mañana, hora en que los tenderos nocturnos de Sótero del Río regresan extenuados a sus hogares.

El flaite, eterna fuente de historias inverosímiles – 22:50

Sea por justicia divina, como habría dicho Julio Martínez, o por el karma, como le llaman, gran parte de los pacientes de Urgencias son lo que conocemos como flaites choros. Visten pitillos, zapatillas Nike, cadenas de oro, gorros agringados y estrafalarios cortes de pelo. Hacen gala, igualmente, de su manejo del coa, dialecto con el que presumen aparatosamente de su buen pasar y su poder de fuego.

Dentro de la sala, son los más despreocupados y bulliciosos. Mientras esperan para retirar a su herido, mitigan el aburrimiento contando hazañas protagonizadas por ellos mismos y sus panas, entre los que siempre está el accidentado. Dado que es un grupo nutrido –tres hombres y tres mujeres–, sus anécdotas son oídas por todos en la habitación. Alguien muere, es apuñalado o se va en cana: así son todas las grandes historias de la sala de espera (con casi 19 años viviendo en Puente Alto y una niñez plagada de visitas a los SAPU, estas cosas se aprenden casi sin querer).

El grupo, que lleva en urgencias unas tres horas, escucha a uno de sus integrantes describir una brutal pelea a combos que, como plot twist, tiene al narrador protagonizando el golpe que definirá la disputa. “Tiré la mano pa’ atrás, entonce’ saqué así el me’o fierro”, exclama el narrador, gesticulando vistosamente con las manos. El público se emociona y una de las mujeres vocifera: “Chaaa, como pa’ partile’ la ca’eza”. El relator asiente y finaliza con: “Hermano, salieron to’o corriendo de una, así de pérkines”. El grupo, asombrado, ovaciona a su héroe y ríe. La cháchara continúa con una serie de chistes subidos de tono, referidos al tamaño de la barra de fierro y a los genitales del narrador.

Del enfermo, poco se sabe, pero sus familiares no parecen inquietos. Aunque quizás no estemos advirtiendo que, muchas veces, solo la risa y los recuerdos logran apaciguar un momento triste.

El “Pastero Hilfiger” – 00:05

Cerca de las doce, tres personas entran corriendo a Urgencias. Una de ellas, un joven de unos 20 años, se cubre el ojo derecho con una servilleta de la que mana sangre muy oscura. El trío se abre paso entre la gente sin mediar permiso. En ese mismo instante, un hombre se para y camina fuera de la sala de espera, acompañado por una guardia de seguridad.

“El pastero”, llamado así por su adicción a la pasta base que delatan sus ojos ahuecados, su piel deteriorada y su cuerpo famélico, sale del hospital y va a pararse junto a la caseta con tres guardias. Les dice un par de cosas mientras arranca hojas de las ramas que penden sobre su cabeza. Se mueve nerviosamente. Mira a todos lados y no halla qué hacer. Dice algo ininteligible a los guardias otra vez, y estos, que han estado comiendo empolvados de una bolsa, le tienden el último. Él lo devora, y les charla un poco más. En un momento, los guardias se ríen y luego se separan: una entra en la sala de espera, otro se pierde por el interior del Complejo y la última se queda en la caseta. El pastero espera que la guardia entre en Urgencias.

A la luz de la habitación, el pastero se ve más humano, lejos de esa figura lúgubre y amenazadora que representa. Lo más destacable ya no es su delgadez extrema, ni su piel atezada, ni sus ojos oscuros y hundidos, sino su vestimenta: una chaqueta Tommy Hilfiger vintage y un chaleco del colegio Tupahue. Se roba las miradas unos instantes, para luego perderse entre el gentío, que a las 12 de la noche repleta la sala de espera. Al ojo, se pueden contar unas 80 personas, sentadas y de pie. Sin embargo, la que más destaca no es la mejor vestida ni la más conversadora, sino la que acaba de tender un chaleco en el suelo para echarse a dormir junto a las máquinas expendedoras.

Es un hombre como cualquiera. No es necesariamente un vagabundo, un pastero o un anciano perdido. Es una persona sin señas particulares que se ha acostado en un rincón de la sala. Se ha tumbado sobre su hombro derecho y, aunque viste una chaqueta y un chaleco, tirita cada cierto tiempo. Es improbable que concilie el sueño, menos con el bullicio de la sala de espera más concurrida del país, donde un parlante anuncia a todo pulmón, cada tres minutos, los nombres de accidentados y enfermos. No duerme, pero dormita. Cierra los ojos y espera a que lo vengan a sacar, cosa que no sucederá en toda la noche.

“Catita… Catita… Catita…” – 01:00

Una mujer de treinta y tantos deja Urgencias secundada por sus familiares. Va acompañada por todos, menos uno, que ahora compra un café en los puestos exteriores. Camina hasta el umbral con dos mujeres que la llevan de los brazos. Él la ve a lo lejos, salpicada por los rayos de la luz que escapan de la sala del hospital. Deja el café y corre. Cruza el paso de cebra que separa la plazoleta interior del hospital de la sala de urgencias, ya sin aliento, y sube la rampa que anuncia la sala de espera. Una vez frente a ella, la abraza y la besa en la boca. Ella, con los ojos entrecerrados y una gran sonrisa, le dice: “Te asustaste”, y ríe. Él, agitado por la carrera, solo atiende a responderle, nervioso: “Catita… Catita… Catita…”. Los familiares contemplan la escena en silencio, con un gran regocijo. Cuando todo está ya más calmado, ríen y bromean sobre el susto que pasaron y, sobre todo, con el que pasó Héctor por su “Catita”.

Pero ya es la 1 de la mañana del día miércoles, y la vida sigue, y “hay que trabajar”. Así que la familia se separa. Una pareja parte en moto; los demás, en taxi.

Felipe Arancibia

Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile