Las batallas de freestyle son de los espectáculos más concurridos en las plazas del país. Un reportero se inscribió en uno de estos torneos, donde enfrentó variados obstáculos: su inexperiencia con las rimas, el ojo crítico de un grupo de desconocidos y su propio miedo al ridículo.

 

Me siento el centro del universo y, rodeado de estos cientos de personas, no debo estar lejos. Espectadores y participantes que esperan su turno tienen sus ojos clavados en las cinco personas –seis, contándome-, que nos encontramos ahí, en el corazón de la Plaza de San Bernardo, listos para batallar en uno de los muchos torneos de improvisación que se realizan semanalmente en la región.

¿Qué es el freestyle? Es un enfrentamiento individual, de a pares o entre grupos, en el que cada persona debe improvisar en el momento de acuerdo con determinadas palabras, situaciones u objetos, o bien de manera libre. Todo fluye en el mismo instante. Para determinar al ganador existe una serie de criterios donde nada se deja al azar. Cada juez evalúa actitudes como el flow (un “fluir” que se adapta a la base musical), la métrica, la estructura, el punchline (o “remate”) y el doble tempo (la capacidad del freestyler de decir cosas muy rápidamente).

Un tipo joven de polera ancha y pantalones rasgados en las rodillas, a quien le pagué los dos mil pesos de la inscripción, empieza a llamar a los participantes de la segunda batalla del día: “Que venga Tiburón MC”. Llegó mí turno. La gente se ríe y comienza a gritar, “¡Tiburoncín, Tiburoncín!”.

(Cuando estaba en cuarto medio, tuve que disfrazarme para unas fotos y elegí hacerlo de tiburón. No había muchas razones: me gustaba un video en YouTube de ese animal bailando una canción de Shakira. Pensaba que sería chistoso. No imaginé que, años más tarde, conversando con mis amigos sobre qué apodo de rapero ponerme, ese recuerdo me iluminaría. “¿Qué tal Tiburón MC? Suena como Tiburoncín”. Me reí y dije que ese me gustaba. Tenía que ser ese).

El mismo que llamó a los participantes, ahora inicia una cuenta regresiva a la cual el público se suma: “3, 2, 1, tiempo”. La pista de música que sale de un pequeño parlante, al lado del jurado, explota en el aire. Los gritos de la gente resuenan en mi cabeza mientras miro fijo a los freestylers que tengo al frente, quienes me devuelven una mirada asesina. Saben que soy un novato, tal vez por mi apariencia. O por mi olor. Parezco un cachorro en una jaula de leones. Soy la próxima víctima.

Tengo la mente y el cuerpo paralizados. Siempre he sido una persona nerviosa en determinados momentos: al dar una prueba, al hacer una presentación en clases o, simplemente, al mirar a la gente a los ojos. Pero esto es distinto. Tengo miedo al ridículo; temo que una muchedumbre de desconocidos se ría de mí.

Son tres pasadas de cuatro versos para cada participante. Por cosas del destino, y contra todo lo que quería, me toca intervenir en segundo lugar. El primero en participar tiene unos 15 años: se traba al empezar y no dice nada tan sorprendente. Solo fueron diez segundos de palabras. Pasó tan rápido como un pestañeo. Decenas de palabras y rimas dan vueltas por mi cabeza, buscando alguna combinación que suene genial y haga al público estallar en gritos (o, al menos, que no suene patética). Estoy rojo de vergüenza, pero no hay vuelta atrás. Estoy participando en una competencia de freestyle.

Yeah. Es mi primera batalla y por eso le pongo más agallas, pero me ponen acá con estos pedazos de canallas, que lo único que hacen es tirar sus preparadas”. Esa fue mi primera rima en una competencia. No era lo que originalmente quería decir, pero la adrenalina y nervios del momento no dejaron que mi mente y mi boca se pusieran de acuerdo. La gente no aplaudió ni vitoreó mi intervención, pero al menos no hubo pifias.

El resto del encuentro fue de mal en peor para mí. Los nervios no me dejaron pensar en nada y en los dos siguientes turnos me limité a lanzar insultos como “ahueonao”, y una que otra cosa sin sentido. Mientras los otros cinco participantes, aprovechando el ridículo que estaba haciendo, se dedicaron a lanzar rimas mofándose de mi vestimenta, mis anteojos y mi condición de principiante. Algo normal.

Terminada la batalla, todo fue abrazos y “dale compa, todos estamos nerviosos la primera vez: voh dale nomás”. Las miradas asesinas del principio se transformaron en palmadas en la espalda y ánimos para seguir compitiendo.

Las batallas de rap han emergido fuertemente en Latinoamérica durante la última década y Chile no es la excepción. Eventos como Red Bull Batalla de los Gallos –competencia que reúne a los mejores exponentes nacionales y cuyo ganador clasifica a una final que disputan los campeones de distintos países–, God Level y DEM Battles. Esta última es la liga callejera de rap más importante en el mundo, y no es exageración: lo acreditan sus 350 mil seguidores en Instagram y 570 mil subscriptores en YouTube, plataforma en la que suben las batallas de sus participantes, algunas con más de 3 millones de reproducciones.

“Séptimo Panteón” es el nombre de la competencia de freestyle en la que participé. Como yo, un centenar de personas compítieron ese caluroso viernes en el centro de San Bernardo. El certamen, cuya particularidad era que permitía inscribirse solo o con pareja, partió a eso de las 5 de la tarde y terminó unas cuatro horas después. Los participantes de cada encuentro fueron puntuados por el jurado, y así se seleccionó a los mejores 16 para las rondas finales.

Jorge Gaete, alias “XooroMota”, está sentado a unos metros de la muchedumbre, cabizbajo y desanimado. Fue su primera vez y los nervios le jugaron una mala pasada, pese a lo cual sus ganas de seguir participando y ganar una batalla son sus grandes motivaciones.

“Mi objetivo es ganar alguna batalla. Para eso he estado entrenando, viendo videos y practicando con mis compañeros de universidad. Ahora me siento frustrado porque me puse nervioso y me bloqueé durante la batalla, pero así es la cosa. Me motiva venir a la siguiente fecha”, dice Jorge, quien se quedó conmigo viendo el resto del torneo. Para ambos fue la primera vez. Tal vez, la primera de muchas.

Con el cielo ya oscurecido y menos público, la competición llegó a su fin. Las medallas de primer lugar fueron para “BigBlack” y “Facuskill”, quienes además se llevaron un bong de marihuana y dos cortes de pelo gratis. Premios normales en las competencias de rap, donde la cultura weed y el estilo “norteamericano” de moda son habituales.

Vuelvo caminando a mi casa con los audífonos puestos y una pista de rap en el celular. El tiempo pasa volando y ya me encuentro frente a la puerta de mi casa. Saludo a mi mamá, que ni se imagina lo que estuve haciendo hace unas horas, y me encierro en mi pieza. La escena en que estoy batallando y haciendo el ridículo no deja de retumbar en mi cabeza. Quiero volver a competir y sentir esa adrenalina y esas miradas sobre mi espalda. Tal vez el grito del público -“¡Tiburoncín, Tiburoncín!”- vuelva a escucharse, antes de lo esperado.

José Ignacio Campos

Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile