No es raro dejar la carne. Lo raro es conocer el proceso que lleva a un animal a convertirse en alimento. Tras dar con un matadero entre los sitios que había conocido en el pasado, un reportero que cambió de dieta vuelve al lugar. Quiere conocer la faena por dentro. 

 

El lugar lo conozco mucho por fuera, pero jamás había entrado. En los 450 metros exactos que mide la 6 Norte, desde la 16 a la 18 Oriente, no solo está el pasaje donde viví por 16 años: también hay una toma de terreno, una planta de revisión técnica, el Parque Industrial, una curtiembre y un matadero. La Planta Faenadora Talca. 

Hoy solo recibe vacas. En otra época trabajó con cerdos, pero la infraestructura no cumple con las medidas sanitarias. En su tiempo, estas carencias no le impidieron ser la principal faenadora de la ciudad. 

Al entrar, recuerdo uno de los muros de Londres 38, que por un agujero deja ver una habitación con paredes cubiertas de cerámica blanca, un mesón de metal liso y una pantalla donde se indica que en aquel lugar se torturó. Donde estoy ahora, las murallas también se protegen de la sangre con cerámica blanca, mientras el olor a carne caliente, se vuelve más húmedo por el vapor de las ollas eléctricas con agua hirviendo que sirven para limpiar las cuchillas. 

Treinta centímetros de acero inoxidable son sumergidos una y otra vez, tras cada corte, mientras la cacha de plástico blanco me recuerda a mi abuelo picando carne para chicharrones. Los compañeros del “Choro Ávila”, quien trabajó casi veinte años en el oficio, veían correr sangre caliente por la cerámica blanca de las paredes, mientras el cadáver tibio de donde chorreaba yacía abatido en el piso frío. 

Recuerdo cuando pasaba por fuera, en mis años de liceo, preguntándome qué ocurría adentro. Es el matadero donde trabajó mi abuelo. Queda a media cuadra de la casa en que crecí, y de camino a cualquier parte enfrentaba el humo blanco y denso que emergía de su chimenea, además del olor inconfundible de la curtiembre de enfrente. 

Desde la vereda se sigue viendo igual: un solitario galpón blanco rodeado de tierra resguardado por una jauría de perros mansos, cuando callejean, implacables con los intrusos. En la parte delantera hay una garita, también blanca, donde siempre hay alguien que recibe a los animales para la faena o a quienes llegan a pedir lombrices californianas para pescar, las que se sacan del lombrifiltro, en la parte trasera del vacuno, antes de que la desechen. 

Acá, en la trastienda, es donde comienza el proceso para los animales. Es un corral de madera donde descansan tras ser revisados por personal del SAG. Se pide que lleguen con 24 horas de ayuno, para así reducir la cantidad de excremento que podrían acumular. “No pueden ingresar con contusiones ni abscesos”, aclara la veterinaria Cristina Abarca, cuya función es coordinar la fiscalización que exige la ley.  Enfatiza, igualmente, que las vacas deben venir sin rasgos de abuso y que, según la normativa, los mataderos tengan dispensadores automáticos de agua. 

Por ahora, ella será mi guía. Es la jefa del lugar y una de las tres mujeres que coordinan a los 15 “hombrones” que se encargan de mover los cuchillos: Ives León, la certificadora, y María Eugenia González, la administradora, completan la triada. 

Antes de entrar, hay que prepararse: botas de goma, overol, casco y mallas protectoras para el pelo. Todo es blanco. Siento como si me preparara para una boda macabra. Luego, nos acercamos a un pasillo angosto llamado “Pediluvio”, que es otra forma de llamarle al lavado de pies. Hay una tina de concreto recubierta con cerámica dónde nos esperan escobillas y baldes llenos de líquidos de limpieza industrial que fluyen también por el piso en un charco incoloro y con algo de espuma. Huelen como una mezcla de cloro y aguarrás. 

Ingresamos por un laberinto amurallado, que en el techo tiene rieles por los que se mueven los cadáveres colgados durante el proceso. Algunos de estos carriles llevan a puertas cerradas que me causan curiosidad. “Esos son los frigoríficos”, dice Cristina. “Acá se guardan las ‘cuartas’ durante dos días, antes de ser retiradas: tras la faena la carne queda caliente, y debe estar por debajo de los 6° C para que se pueda transportar”. Una “cuarta”, me explica, es una de las cuatro partes en que se corta la carne del animal para su almacenamiento. 

El primer paso está a cargo del “pistolero”: con un arma de aire con perno cautivo, dispara entre los ojos del bovino, generando un trauma que lo deja con muerte cerebral. Hasta hace no más de diez años, la costumbre era realizar el disparo en una de las vértebras del cuello. El resultado no era el mismo, ya que se pensaba que el animal, al dejar de moverse, estaba sin vida. Pero se descubrió que, en esa zona, el disparo le provocaba invalidez. 

Hay un número: el 12681805. Es el DIIO o Dispositivo de Identificación Individual Oficial de la vaca café que está posada en frente. La acompaña desde su nacimiento. Es su nombre. Tras caminar por un corral de bordes redondeados “por humanidad”, me indican que se seguirá moviendo por los reflejos del cuerpo. 

El sonido es fuerte y el animal cae. El corral abre una de sus paredes para que caiga al pavimento frío, donde lo espera uno de los encargados del desangrado. 

Antes que nada, el funcionario presiona fuerte, con su dedo índice, uno de los ojos del animal: si este exhibe reflejos o vocalizaciones, debe ser sometido a un segundo disparo. Enseguida, con un punzón, le penetra la garganta y salta un chorro de sangre que se mezcla con el agua del piso, que a su vez corre sin descanso desde una manguera ancha de colores verde y blanco. El desangrado debe durar al menos dos minutos. Una medida “humanitaria”, como acá la califican, que es respaldada por una baliza roja que se mantiene encendida durante los dos minutos desde que entra el puñal al cadáver. 

El siguiente operario engancha una de las patas del cadáver a un tecle, o equipo de levante, que lo enriela hacia el techo y lo dirige a una plataforma triangular de donde cuelga una radio pequeña en la que suena la banda de cumbia Amar Azul. Frente a la plataforma, los cuchillos que entran y salen de las ollas de agua hirviendo cortan la cabeza y las patas, que son lanzadas, cual saque de mano, a una habitación donde son peladas con agua caliente y cuchillas, para luego ser almacenadas independientemente. 

De la cabeza solo se sacan las partes útiles, como los sesos y la lengua. El resto se deposita en un tambor gigante, digno de un rito vudú. Me siento observado. 

La línea sigue, con un corte certero en el vientre que hace caer las vísceras. Los intestinos son llevados a otra sala, donde se limpian de excremento, se pasan por agua caliente y se trenzan. Nunca volveré a comer chunchules. 

Al final de la línea, yacen los fetos retirados en la sección. Inertes sobre el pavimento y con el tamaño de un perro pequeño, terminan muriendo, apilados, hasta que llega el momento desecharlos. Mi abuelo me hablaba de sus “carretes” juveniles donde comían nonatos cocidos que sacaban del trabajo. Estos son esos nonatos. 

En esta parte de la faena aparecen los “capos de la hoja”. Uno de ellos le aplica tres cortes certeros en el lomo, y amarra la cola a una polea donde, de un tirón, es retirado íntegramente el cuero. Otro toma una sierra que cuelga del techo y convierte el cuerpo en una “media”. El que sigue, saca los pulmones, el corazón y el hígado: los dos últimos entran en una sala donde se numeran y revisan para ser refrigerados aparte; los primeros se van a la basura. La misma persona reduce la “media” para convertirla en “cuarta”: es El Falula. Lleva 6 años aquí, y toda una vida en el rubro. “Al estar trabajando acá me, dieron más ganas de comer carne, sé de dónde viene”, dice, mientras hace bailar su cuchilla. 

Por un riel, los trozos son llevados a la sala de oreo, donde permanecen durante dos horas, antes de entrar a las congeladoras. Antes de salir por el mismo pasillo por el que entré, veo a unos estudiantes de Medicina Veterinaria que estaban reconociendo el proceso. Nunca pensé que alguien quisiera una foto posando al lado de una “cuarta”, pero para ellos fue una buena idea. 

Limpio mis botas y me saco el traje de novia macabro. Ahora está salpicado de sangre que jamás vi llegar. En su oficina, Ives, la certificadora, recibe la indumentaria. “Nunca me gustó mucho la carne y ahora que trabajo acá, me aburrió. No dejo de comer, pero ya no lo hago tan seguido”, comenta, consulta por el efecto de ver este proceso todos los días. 

Por motivos de salud, y siguiendo un poco el boom de las dietas vegetarianas, dejé la carne. Vista la situación, lo mío puede parecer una ligereza, que además atribuyo al azar: a una colonia de bacterias estomacales que me enfermó. Como sea, me alegra no ser ya parte de esto. 

Alejandro Ávila

Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile