Una clase de autodefensa y hapkido que termina siendo una clase para aprender a no ser violadas. Lo que se enseña es no bloquearse, buscar una oportunidad para dar un único golpe y escapar tan rápido como se pueda. Aquí, el fin no es ganar una pelea: es sobrevivir.
“Si un hombre quiere violar a una mujer y ambos están en igualdad de condiciones, sin armas, alcohol o drogas, es imposible que lo consiga: la mujer siempre tendrá la oportunidad de escapar. Lo que pasa es que las mujeres tendemos a bloquearnos y paralizarnos, y al hacerlo, perdemos la pelea antes siquiera de comenzar”.
La maestra Eugenia es cinta negra en hapkido. Habla de pie, al centro de un círculo donde habemos cuatro personas. Todos hemos venido a la junta de vecinos “El Progreso”, en Santiago Centro, esencialmente para aprender a no ser violadas en la calle ni en otro lugar. La maestra continúa. Dice que lo recomendable no es golpear al agresor en sus genitales, pues, al estar su pene erecto y con la adrenalina recorriendo su cuerpo, sentirá menos dolor: “Lo que deben hacer es golpearlo con una patada de borde interno, justo en la canilla y, apenas se distraiga, correr tan rápido como puedan. Aunque sean cinta negra, tienen que correr igual. Nunca se queden a pelear”.
Lo que dice la maestra Eugenia también vale para Giancarlo, el único hombre del grupo. En la calle, Giancarlo también podría ser violado. Entre 2006 y 2017, el 13,8% de las denuncias por violación en Chile fueron hechas por hombres, según datos de la Fiscalía.
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Hace dos años, pude haber sido un número más en las estadísticas. Una de las 17 víctimas diarias de violación, o una de las 34 por abuso sexual que se producen en Chile cada 24 horas . A partir de estadísticas del Servicio Médico Legal, se estima que cada 25 minutos, una mujer es violada, aunque no haya denuncia. Y yo pude haber sido una más.
Una mujer más abusada.
Una mujer más violada.
Una mujer más.
Era tarde, estaba oscuro e iba en el metro, camino a la casa de mi abuela, en dirección a la estación Plaza de Puente Alto. Un hombre alto y robusto, de unos treinta años, comenzó a seguirme en el vagón: cada vez que me movía, se movía detrás mío. En la estación Sótero del Río se puso frente a mí, acorralándome en una esquina del vagón. Comenzó a respirar en mi cara y pude sentir su aliento pestilente, con un dejo de alcohol. Movía la lengua de abajo hacia arriba lentamente, como si estuviera lamiendo un helado. Sus ojos me miraban fijamente con deseo, como si yo fuera su presa y él, un león hambriento. Sentí que podía saborearme con la mirada.
En menos de un segundo, me invadió el pánico. Sentía mi corazón latir demasiado rápido. Quedé estupefacta. No sabía cómo reaccionar: el metro estaba casi vacío y la persona más cercana llevaba audífonos puestos. “Me va a raptar y me va a violar”, pensé. Apenas se abrieron las puertas en la estación Las Mercedes, esquivé al hombre y salí como pude hacia el andén. Él salió detrás de mí. Escuché ese pito que suena fuerte seguido de un: Precaución, se inicia el cierre de puertas, y casi sin pensarlo, corrí nuevamente en dirección al vagón mientras las puertas se juntaban. Logré entrar justo cuando las puertas se cerraban en su cara. Tuve suerte.
Esa es una de las tantas veces en que he sentido un miedo paralizante que recorre todo mi cuerpo. El temor a ser violada. El temor a salir de mi casa y volver ultrajada. O, peor, el temor a salir y no volver más.
El temor.
Siempre el temor.
Ya no quiero tener más miedo de salir a la calle. No me quiero sentir indefensa, vulnerable e imposibilitada. Quiero saber cómo actuar cuando me sienta en peligro y saber que tengo al menos la posibilidad de defenderme.
Creo que he tenido suerte. Porque aún no me han violado.
Siempre nos han dicho que los hombres tienen más fuerza que las mujeres, y que es poco o nada lo que una puede hacer ante una agresión física. Nos enseñan únicamente a gritar y chillar en el caso de que alguien nos aprisione y quiera atacarnos.
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Llegué un lunes, poco antes de las siete de la tarde, a la clase de autodefensa femenina y hapkido. Caminé por la calle que me habían indicado, hasta que llegué a una casa grande, de esas casas antiguas del barrio Matta. La entrada es un pasillo largo y estrecho, que hacia el fondo topa con el dochang: una sala amplia, rodeada de espejos, con el piso cubierto con colchonetas de goma eva, y una bandera coreana pegada en la pared.
El lugar es frío y está bastante bien cuidado para ser una sede social de un barrio rodeado de casas antiguas. El corredor está repleto de estantes y repisas con libros cubiertos de polvo, de los que tienen las hojas café y ese olor característico a papel viejo. Bajo las repisas hay un mueble grande de madera y, sobre él, mucha ropa: pantalones, chalecos, camisetas y chaquetas. Bajo el mueble hay unos 20 pares de zapatos y zapatillas.
La maestra nos enseña a defendernos combinando técnicas de defensa personal con el hapkido, arte marcial de origen coreano, desarrollado por Choi Young Sool en los años ’50. En español, hapkido significa “el camino de la unión con la energía universal”, y se enfoca en la autodefensa militar y civil. Acá, lo importante no es la fuerza física, sino el movimiento propio del cuerpo, la respiración y la velocidad de acción ante diversos escenarios.
La maestra está terminando una clase de hapkido para niños, por lo que espero, en el pasillo tratando de no estorbar. Veo personas entrar y salir constantemente. Algunos son extranjeros y otros chilenos, pero todos van a lo mismo: vitrinean, revisan exhaustivamente y remueven los montones de ropa que están en el mueble, buscando algo que les quede. Se prueban zapatos y chalecos hasta que algo les gusta, y se lo llevan.
La clase comienza 15 minutos después de la hora señalada y tengo nervios, porque soy un poco floja y no tengo buen estado físico. La maestra empieza practicando unos movimientos con el cuerpo, algo así como unas llaves de lucha libre para inmovilizar a un posible agresor dando vuelta sus articulaciones. Continúa con patadas de distinto tipo, todas orientadas a zafar de alguien que quiera violentarnos sexualmente. “Si alguien se acerca por la espalda para raptarlas, deben hacer este movimiento (agarra el brazo de Giancarlo, el único hombre en la sala, y hace un giro que provoca que él se tuerza la mano). Si alguien viene de frente para atacarlas, deben golpearlo justo aquí (apuntando al costado del muslo, en el vasto externo). Recuerden que tienen solo un segundo para reaccionar: el golpe debe ser certero y rápido”, explica. Luego enfatiza, nuevamente, en que esto no es para luchar como en las películas. Que en la vida real no hay que quedarse peleando, y que estos golpes deben ser solo para tener una última oportunidad de escapar.
Me di cuenta de que la clase no era de defensa personal. La clase era sobre cómo encontrar una última oportunidad para huir. Porque, al parecer, eso es todo lo que las mujeres podemos hacer hoy: vencer el temor que nos inmoviliza y dar un golpe para escapar de una posible violación. Luchar, para una mujer, no es siquiera una posibilidad. La pelea ya está perdida.
Amaranta Llanos
Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile