No saber nadar es raro. Es algo que se asume aprendido en la infancia, casi como parte de un kit del desarrollo humano. Nadar requiere empezar desde lo mínimo: flotar, intentar avanzar, siempre más lento que los otros. La autora de esta crónica se inscribió en un curso deportivo de la Universidad de Chile, intentando no naufragar en el camino. Esta es una historia de las cosas que se hunden por su propio peso.

 

En el Polideportivo del campus Juan Gómez Millas (JGM), inaugurado el 19 de diciembre de 2017, hay una piscina semiolímpica de veinticinco metros de largo por diecisiete de ancho, seis andariveles, una profundidad mínima de un metro y cuarenta centímetros, y máxima de un metro ochenta.

Soy hija única. Nací en una familia donde no existen primos ni primas. No toqué el suelo hasta cumplir un año. Gateé encima de la cama. Cuando anduve en bicicleta, no le saqué las rueditas de apoyo. Tuve un scooter, que solo me sirvió para prestárselo a mis vecinas. Fui sobreprotegida.

La natación tiene sus orígenes en la Edad de Piedra, hace 7.500 años. En la antigua Grecia, no saber nadar era sinónimo de ser analfabeto. Doy gracias de haber nacido ahora, ya que milenios de evolución no me han tocado un pelo. Pesada, sin aletas, con mayor necesidad de oxigeno que cualquier otro mamífero terrestre, me siento ignorante en una habilidad básica. Voy a aprender a nadar.

La piscina del campus JGM, donde estudio, recibe mantenimiento una vez a la semana. Su ambiente es climatizado, variando entre los 25° y 26°C, y purificado, conservando el aire limpio con un porcentaje mínimo de humedad. La temperatura del agua se mantiene a 27°C, y tiene un sistema de purificación a base electrólisis salina. La sal, en tanto, es menos irritante para los nadadores, y el gas que libera, más amigable para el ambiente. Se necesitan 680 mil litros de agua para llenarla.

Trescientas cuarenta y cuatro personas fallecen ahogadas al año en Chile, 360 mil en el mundo, cuarenta y dos por hora. El proceso de sofocación de las vías respiratorias por inmersión en un líquido constituye la tercera causa de muerte por traumatismo no intencional a nivel mundial. Localmente, la mayoría de los fallecimientos ocurre en piscinas, siendo la segunda causa de muerte accidental en niños de 1 a 4 años, y la tercera en niños y adolescentes entre 5 y 19.

Mi mamá estudió Administración de Centros Acuícolas en el Duoc UC de Valparaíso. En el tercer semestre le tocó buceo. No sabía nadar. Se lo comentó al profesor, marinero jubilado, pero él le aseguró que con los plomos no iba a tener problemas. Avanzó lo más que pudo hasta que una ola la hundió. Perdió el conocimiento. Estuvo así largo tiempo, hasta que una compañera, Patricia Cuellar -aún recuerda su nombre-, la llevó a la orilla y la ayudó a reincorporarse. Durante una semana despertó sintiendo que se ahogaba. Desarrolló talasofobia: miedo al mar. En el tercer año, luego de reprobar definitivamente el ramo, renunció a la carrera.

Aunque el tiempo de aprendizaje es relativo, ya que depende de la capacidad motora de cada persona, es más rápido para un niño que para un adulto.

 

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La idea de tomar el ramo había surgido en mi primer año universitario. No pude tomarlo por tope de horarios, pero asistí de todos modos, aunque no sumé créditos por mi asistencia. El traje me lo prestaron; los lentes y el gorro los compré el día anterior a la primera clase. Esa noche soñé que me ahogaba.

Lo primero que hice tras llegar a la clase fue hablar con el profesor para comentarle que no había quedado seleccionada y que no sabía nadar. Faltó poco para decirle que sentía pánico y que, si me rechazaba, me estaba haciendo un favor. Con una sonrisa apenada, me dijo que hasta el año pasado anotaba alumnos en la lista para que quedaran dentro del curso, pero ahora solo podía aconsejarme que hablara en la dirección de mi facultad. Por mientras, podía asistir libremente. Asentí y fui a cambiarme.

Bajé las escalas de la piscina -el agua estaba muy tibia-. Miré a mis compañeros y me alegré de encontrar a algún conocido. El profesor Antonio, que lleva 38 años enseñando, nos dio la bienvenida y las primeras instrucciones: patalear hasta el otro extremo, apoyados en una tabla para flotar. Cuatro vueltas.

Sentí mi corazón en los oídos. Miré cómo lo hacían los otros, y cuando fue mi turno, tuve que impulsarme tres veces seguidas. En la última, aunque caminaba más que pataleaba, avancé hasta un poco más allá de la mitad de la piscina.

El profesor me dijo que llegara hasta las banderas rojas. Obstinada, continué nadando. Las banderas indicaban el límite donde aún tocaba el piso. Seguí, hasta que no sobresalía del agua. Desesperada, agarré con ambos brazos los andariveles del costado. Me hundía, mientras la mayoría ya estaba en el otro extremo. El único compañero que quedaba fue quien me sostuvo de la mano para alcanzar la otra orilla. El profesor se acercó y me explicó, de nuevo, que no debía adelantarme. Esta vez le hice caso. Al día siguiente, mis brazos estaban inflamados y cubiertos de moretones.

Me comprometí a ir los lunes, de 8 a 10 de la mañana. En la segunda semana aprendí a flotar y a patalear (lento, pero lo hacía). Empezaba a ver progresos. Pero ese lunes también me robaron los lentes y el gorro en el camarín, en menos de cinco minutos. Busqué en los basureros, hablé por el grupo de Facebook de Natación, fui la semana completa a preguntar al gimnasio si había llegado algo. Nada.

Conseguí el gorro y las gafas prestados, y seguí yendo. Entre otras cosas, porque ya había adquirido un compromiso con el profesor. Aun así, la frustración de no ver bajo el agua (los lentes eran de muy mala calidad), hizo que me quedara quince minutos en la piscina y el resto llorando en el camarín, donde una compañera había decidido llevar mis cosas.

Lo que un principio parecía una gran idea, ahora me ahogaba. Pensé que, si no iba a nadar, lo más productivo que podía hacer era subir, cuaderno y lápiz en mano, y escribir. Me sentí tonta tomando apuntes para esta historia en medio de una piscina semiolímpica. Acepté mi derrota. Al final, había aguantado la pérdida toda la semana.

Tomé unas clases más y aprendí a nadar, pero no me atrevería a hacerlo otra vez. Es mucho más que el miedo a ahogarme. Sé que me enfrento a medias a mis temores, y me hunden las dudas, las mismas de mi mamá. Es la inseguridad el inicio y del final de esto: el temor a la incertidumbre, a lo desconocido, que llevó a que me sobreprotegieran. El agua, con el constante traqueteo de mis compañeros, me asfixia. Siento que ya arriesgué lo suficiente, así que, apoyada por un resfrío agresivo, no vuelvo a ir.

Voy un martes y le explico al profesor que estoy con gripe. Me responde que no importa: me espera la próxima semana. Me quedo a mirar, y pronto salta a mi vista un compañero en la misma situación que yo cuando comencé: no avanza, se hunde, y detrás suyo se empiezan a amontonar los demás. Se ve cansado, y es que, en vez de abrazar el agua, la golpea. Quiero bajar, ponerme el traje y darle apoyo, nadar con él. Volveré a intentarlo. Ya no estoy sola.

Julieta Garagay

Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile.