El año 2018, cuando tenía 23 años, Matías Marín supo que tenía VIH. No se lo esperaba y cuando se enteró, una muralla negra se puso frente a sus ojos. El mundo que conocía se destruyó. A un año de haber sido diagnosticado puede decir que está indetectable y cada día, a las dos de la tarde, sabe que debe tener un vaso de agua para tomar una pastilla que le ayuda a enfrentar el virus. Esta ha sido su travesía.
El 27 de abril de 2018 llegué a la Casa Central de la Universidad de Chile con tres amigas con la intención de hacernos el test rápido de VIH de acuerdo a una campaña levantada por la universidad. Estaba cursando mi tercer semestre de periodismo a los 23 años, después de haber estado un año en Licenciatura en Historia y tres años en Geografía dentro de la misma casa de estudios. Nuestro plan consistía en hacernos los exámenes, que salieran negativos para tomar desayuno tranquilamente, e irnos a clases y después, en la tarde, tomarnos un vino en la universidad, jamás en mi cabeza pensé en todo lo que mi vida iba a cambiar desde ese punto en adelante.
En la entrada me dieron el número 126, nos indicaron que debíamos ir hacia el patio de la derecha del edificio y esperar a ser llamados por orden de acuerdo a los números, seguimos las indicaciones y nos sentamos en el suelo a comparar distintas enfermedades crónicas con el VIH. “Claramente, tener diabetes es mucho peor que tener VIH”, era lo que estábamos conversando cuando llamaron al 126. Me paré y caminé hasta el cubículo donde me sacaron la muestra de sangre, sabía que el resultado demoraba quince minutos, hasta ese punto estaba tranquilo. En eso, una periodista de radio Bío-Bío que cubría la toma de muestras se me acercó y me preguntó si ya me habían dado mi resultado, le conté que aún esperaba y me pidió una cuña que respondí sin problemas ya que me había visto en esa situación, como estudiante de periodismo, de tener que conseguir un audio para elaborar una nota.
En el patio donde se estaban realizando las muestras habían ocho cubículos dispuestos frente a frente de a cuatro. A la derecha realizaban la muestra y a la izquierda entregaban los resultados. Diez minutos después, llamaron al 126 para entregar el resultado, era el mío. Crucé el patio y me senté en la silla frente a la psicóloga, quien me preguntó de entrada si me había hecho antes el examen, y le conté que había participado de una campaña en 2016 donde lo hacían gratis. Volvió a preguntar, esta vez con un tono más serio, cuál había sido el resultado. En ese momento sentí que empezaba a sonar un pito en mis oídos, que todo se revolvía dentro de mí.
“Tu exámen dio reactivo”, fueron las palabras exactas. Quedé paralizado. La profesional frente a mí hablaba del virus, pero yo no entendía lo que estaba diciendo, sentía una eternidad en todo lo que hablaba, me sentía como en una película cuando un personaje va a morir y por su mente visualiza rápidamente recuerdos de su vida. Minutos después, una enfermera se paró a mi lado y la psicóloga le dijo que ya estaba listo. Crucé nuevamente el patio, esta vez junto a la enfermera y en dirección a una pequeña sala dentro de una oficina que estaba acomodada exclusivamente para realizar la segunda muestra de sangre, que iría al Instituto de Salud Pública (ISP) para confirmar la presencia del virus en el cuerpo.
El test rápido no es confirmatorio de VIH, ya que sólo busca anticuerpos en la sangre, por lo que debe realizarse una segunda muestra con una nueva muestra de sangre que va directamente al ISP en el cual buscan la presencia del virus en la sangre.
En ese pequeño lugar tuve la primera reacción: me puse a llorar, sin saber realmente por qué, mientras me buscaban una vena para poder sacar la sangre. La enfermera me dijo que debía estar tranquilo y me preguntó si quería que llamaran a algún familiar. Esto último se me metió en la cabeza como la posibilidad de que mis papás se enteraran de que, además de ser homosexual, su hijo tenía VIH.
Tras el examen en Casa Central, el mundo que conocía se destruyó. Se cayeron todas las cosas que sabía de la vida: me vi desnudo y vacío, sin horizontes ni caminos. Volví a nacer, o así lo sentía: un nuevo nacimiento, un nuevo cumpleaños. Al día siguiente, invité a mis amigos y amigas a celebrarlo. Pese a que todos sabían que mi cumpleaños real era en octubre, llegaron a celebrar conmigo el nacimiento de este nuevo yo. Teníamos comida, tragos y, de la casa de mis papás, saqué una corona con luces que tenía guardada. En parte, esa celebración también fue un funeral, yo sentí que morí y al instante nací otra vez.
Pasadas dos semanas después de hacerme el test, le conté a un amigo que había conocido a través de la Secretaría de Sexualidades y Género de la Universidad en el año 2015, mientras estudiaba Geografía: El Memo, quien estudiaba Administración Pública y dentro de su carrera había armado y dirigido el colectivo “Diversinap”, quienes hacían talleres y actividades sobre educación sexual, derechos sexuales y reproductivos, incluyendo dentro de esto, la prevención del VIH. Sentía que él podía entregarme información de manera cercana y amigable, además que, desde mi visión, encontraba que era un experto. Al contarle a través de Whatsapp me respondió que al día siguiente estaría en el ICEI para que pudiéramos conversar del tema.
Al día siguiente llegué a la Universidad temprano, estaba iniciando un paro y con compañeros del instituto nos organizamos para hacer un almuerzo comunitario. Mientras pasaba la tarde, una amiga me dice que un compañero de generación se le había acercado para decirle que quería conversar conmigo pero no quería ser invasivo ya que hasta ese punto no teníamos cercanía. El Paco le explicó a mi amiga que por casualidad había estado en la Casa Central el mismo día y a la misma hora que yo, que había leído más de lo que debía y que se topó de frente con una hoja que decía: Matías Marín, Reactivo. Después de eso, no sabía cómo hablar conmigo pero su mensaje era que él también era VIH positivo y que cualquier duda que tuviera podía hablarle. A los cinco minutos ya estábamos conversando. Por la tarde llegó Memo, conversamos un rato sobre las actividades del paro, de mi parte, intentando evadir esa conversación, entonces me dijo: “ya, a lo que vinimos, antes de cualquier cosa que te diga, quiero tener la misma confianza contigo de la que tú tuviste conmigo. Tengo VIH desde el 2015, estoy en tratamiento y la vida no se detiene por el virus, tú sabís’ todas las cosas que hago”. El mismo día conocí la realidad de dos personas muy cercanas y de quienes nunca había sospechado su estado serológico. De ese día en específico y aquellas dos conversaciones aprendí que el VIH no es visible, y por lo tanto, es una enfermedad social.
Me preparé psicológicamente durante el tiempo de espera entre la toma de muestra y el resultado del ISP. Sabía que iba a ser positivo y sabía las cosas que tenía que hacer y los lugares a los que tendría que asistir tras recibirlo. Durante ese tiempo me dediqué a construir el nuevo yo, uno que por primera vez empezó a hacer las cosas que quería y no las cosas que le decían. Con el resultado oficial en la mano, decidí contarlo: el nuevo yo necesitaba dejar de mentirse a sí mismo. Eso también significaba decirlo a las personas que me rodeaban.
La primera vez que nos juntamos los tres, el Memo hizo sopaipillas, los chiquillos hablaban de pastillas y de distintos tratamientos. No se conocían, así que también intentaban saber del otro. Yo estaba al medio, entre la ignorancia respecto del VIH y el nexo que existía entre ambos. Estuvimos hasta muy tarde conversando de lo que era ser personas con VIH en Chile. Ahí nació la idea de crear un espacio para jóvenes que compartieran nuestra realidad, el ser seropositivos y hasta ese momento, estudiantes. El Círculo de Estudiantes Viviendo con VIH (Cevvih) actualmente se compone por jóvenes de Santiago, Valparaíso y Concepción, de distintas universidades e historias y que, pese a haber recorrido distintos caminos, finalmente nos encontramos con el mismo virus. El círculo ha sido desde entonces una de las cosas que me ha mantenido haciendo política y activismo. Sin pedirlo, conocí a muchas personas con ganas de hacer un trabajo constante de formación y educación. Fue algo que nunca esperé, a través del círculo he formado mi identidad y he logrado identificar lo que quiero hacer, proyectar mi vida y definirla dentro de una identidad en construcción.
A un año de haber sido diagnosticado, puedo decir que estoy indetectable de VIH, lo que significa que en mis exámenes de sangre no se detecta la presencia del virus y por lo tanto no hay riesgo de transmitirle el virus a otras personas, según estudios realizados recientemente. Me preocupo día a día de tener agua a las dos de la tarde para tomar la pastilla en la que se resume mi tratamiento para seguir indetectable, con la esperanza de que algún día se encuentre una cura definitiva al VIH y con la esperanza de que también se acaben los estigmas y las discriminaciones hacia las personas seropositivas.
Matías Marín J.
Estudiante de Periodismo, Universidad de Chile.