Aunque teme que la crisis institucional derive en violencia, el académico de la UC plantea que el proceso constituyente puede ayudar a recomponer los vínculos entre una ciudadanía fragmentada y una élite que no la entiende. Asimismo, piensa que debe volverse a discutir la organización económica en el país, lo que requiere sentar a la mesa a empresarios y a voces nuevas.

Juan Pablo Luna, profesor del Instituto de Ciencia Política de la Universidad Católica e investigador del Núcleo Milenio para el Estudio de la Estatalidad y la Democracia en América Latina, vuelve a su natal Uruguay cada verano. En su último viaje, se reencontró con amigos empresarios que por años le decían que ojalá fuera todo como en Chile. “Estaban cansados de los costos laborales de negociar cada año con los trabajadores. Cuando nos vimos este año, después del estallido, no entendían qué había pasado”, cuenta. “Les dije que esa es la contracara de lo que ellos tienen: cuando no puedes sentarte a la mesa con el trabajador a negociar y organizarse, puedes ganar mucho durante muchos años, pero, en algún momento, la situación va a explotar. Y no tendrás mesa para sentarte a hablar”.

A casi tres años del lanzamiento del libro En vez del optimismo, recopilación de columnas en las cuales advierte de varios de los desafíos que arrastra nuestra democracia, el politólogo señala que el momento actual del país se explica por dos crisis superpuestas: una, de legitimidad del sistema político y la otra, de la institucionalidad del Estado. Esto se apreciaría, por ejemplo, en el avance de dinámicas del crimen organizado que se están incorporando a la política o en instituciones como las fuerzas de orden y seguridad.

“Se ha generado un Estado con ´zonas grises´”, comenta hoy: “A veces funciona el estado de derecho y a veces no, operando lógicas relacionadas con la corrupción o la violencia. Por ejemplo, mira el desplome de la confianza en Carabineros. La institución perdió legitimidad con buena parte de la ciudadanía, pero no sólo por la represión de las movilizaciones. Si vas a las poblaciones, notarás que hace años ven a los carabineros como criminales, allanando violentamente sus hogares… Ni hablar de la Araucanía. Ahí hay una crisis de Estado”, explica.

Política desde arriba

Para el académico, uno de los grandes problemas que atraviesa transversalmente la política es la desconexión con la sociedad de parte de quienes detentan el poder. Esto se arrastra, según él, desde que la Concertación decidió desligarse de las bases sociales de la protesta contra Pinochet y gobernar con una élite técnica que confió en que la legitimidad estaría dada por el crecimiento económico y el acceso al consumo.

“La élite, viuda de la política de los consensos y la negociación, pide diálogo como si el problema y la polarización fuera entre el Frente Amplio y José Antonio Kast, cuando, en realidad, el diálogo debiera ser de la élite hacia abajo”, acusa. Para muestra, asoma la discusión por el retiro del 10% de los fondos de las AFP: “De un lado se acusa populismo y del otro, tecnocracia. Ambos fenómenos tienen algo en común: se articulan desde arriba, se saltan las instituciones intermedias, los canales de vínculo con la sociedad”.

¿Cómo se integran nuevos actores de la sociedad a la discusión política?

Es un proceso lento, muy difícil. Creo que tiene que ver con que quienes hablamos siempre públicamente logremos abrir espacio a otras voces. Por ejemplo, en la Convención Constituyente no necesitamos muchos constitucionalistas. Los partidos deberían promover independientes y, sobre todo, dirigentes de base que representen voces que no están en el debate público y que son necesarias para reconstruir una idea de sociedad compartida. Lo mismo en términos de representación política.

¿Ve a los partidos con esa intención?

No. Están encerrados en una lógica autorreferente, viendo quién logra subir un poquito en las encuestas para lanzar una candidatura. El Frente Amplio está preocupado de [Diego] Schalper, Schalper de lo que hace Pamela Jiles… Eso funciona a corto plazo, pero es una lógica miope respecto de los problemas del sistema político. Si continúan así, en algún momento los van a barrer a todos juntos.

¿Hay forma de recomponer el quiebre entre quienes toman las decisiones políticas y la ciudadanía?

Creo que hay dos maneras. La apuesta de gran parte de la política es encontrar algún liderazgo o candidato que logre reparar esos vínculos y, tal vez, reestructurar el sistema político. Pero es una idea cortoplacista: ese liderazgo se puede caer muy rápido con un escándalo de corrupción, una crisis económica o si se polariza la élite.

La otra forma tiene que ver con el proceso constituyente. En la medida que rompa con las lógicas con que ha funcionado el modelo hasta ahora, podría ayudar a recomponer el sistema. Pero es complejo: es muy difícil aislar ese proceso de lo que está ocurriendo en la política contingente.

Hacia una nueva forma de capitalismo

Luna destaca que una nueva constitución no es suficiente para destrabar una crisis de esta magnitud. “Si tenemos una constitución en la que todos participamos, pero el país sigue funcionando igual, vamos a tener el problema a la vuelta de la esquina y habremos invalidado el mecanismo constitucional”, explica.

En su opinión, lo que Chile necesita es un nuevo pacto social que se replantee el funcionamiento del modelo, apelando a países capitalistas que, al mismo tiempo que generan recursos, otorgan mayores niveles de dignidad a las personas. “El país debe darse una discusión sobre cómo organiza el capitalismo para que sea verde, mejore la productividad y logre una mejor distribución de la riqueza en el proceso de producción”, resume.

¿Qué impide plantear esa discusión?

Por un lado, la sociedad chilena tiene poquísima densidad organizacional. El sindicalismo es muy pobre en su articulación y, a nivel de sociedad civil, no encuentras organizaciones capaces de negociar mejores condiciones con los empresarios, con el sistema político o con el Estado. Por el otro, existe una élite tecnocrática-empresarial que pensó que el modelo podía seguir funcionando con una lógica de mercado, sin institucionalidad ni una organización social que la sustente. El problema es que, en lugar de entender la situación, se atrinchera cada vez más en su lugar y trata de defender ese modelo, que es ilegítimo para gran parte de la población.

Si miras los estallidos en Ecuador, Colombia o el de Argentina en 2001, ves que en todos esos casos hay protestas violentas y saqueos similares a los del 18 de octubre. Pero los gobiernos se sentaron a conversar con las organizaciones sociales, se negociaron condiciones y se bajaron las protestas. Chile no puede hacerlo. Acá la atomización organizacional no te permite negociar con nadie. El empresariado debería entenderlo. Está en su propio interés que los actores se articulen, porque lo único que le queda a la gente si no puede negociar, el único recurso para hacer sentir su propia voz, es ir y romper todo.

¿Cómo ha asimilado el empresariado esa reacción social?

Ante el shock del estallido, los empresarios hicieron gestos de entender el mensaje. Pienso en Alfonso Swett o en Andrónico Luksic incluso, abriéndose a repensar el modelo. Pero en los últimos meses, asediados por la violencia y la falta de solución del problema, pasaron de esa posición a retraerse. La discusión del 10% les generó ahora otro shock: ellos escalaron el debate, oponiéndose con esa carta que sacaron en El Mercurio, pero si lees la última entrevista a Juan Sutil, ya aprobado el proyecto, hay cierto mea culpa, como diciendo, “acá se rompieron lógicas que funcionaron durante mucho tiempo y que dejaron de funcionar”.

Ojalá se den cuenta de la importancia de discutir un nuevo pacto social o de crecimiento. Como tienen “la sartén por el mango”, también pueden atrincherarse y decir, “se acabó”. El punto es si son lo suficientemente sofisticados como para darse cuenta de que esa también es una solución de corto plazo.

Plebiscito y solución constitucional

Uno de los momentos clave que marcará el futuro de la institucionalidad y la discusión política está agendado para el próximo 25 de octubre. El plebiscito de entrada será el primer hito del proceso constituyente fraguado en noviembre pasado, proceso en el cual Luna deposita sus esperanzas de encontrar salidas pacíficas al conflicto que atraviesa la sociedad chilena.

Para el cientista político, este proceso será exitoso si genera una constitución legítima, resultado que viene dado más por el proceso de gestación y discusión que por sus contenidos. En su opinión, una nueva Carta Magna debe ser capaz de incorporar a todos los sectores a la discusión pública y garantizar su participación en un pie de igualdad que, acusa, no ha existido hasta ahora.

Con las reglas que se han incorporado al proceso, ¿cree que están dadas las condiciones para generar la “nivelación de la cancha” de la que ha hablado?

Ojalá. Es nuestra única esperanza y debiera ser la esperanza de la mayoría de los chilenos, inclusive de quienes se oponen al proceso. Si se dan las cosas bien, Chile está en condiciones de dar un salto en términos de cómo funciona esta sociedad. Pero creo que es poco probable.

¿Por qué?

Históricamente, cada 30 o 40 años, Chile ha tenido este tipo de procesos en que la élite ha instigado o se ha visto acorralada por una profunda polarización social, que también viene del mundo popular. Eso usualmente termina mal, ya sea en una guerra civil, un golpe de Estado o en la irrupción de liderazgos populistas. Y, en general, esos episodios violentos también han coincidido con procesos de declive económico como los que vamos a vivir estos años. Si lo miro estructuralmente y tengo que hacer una predicción, diría, “bueno, acá viene un golpe, una guerra civil, algo violento”. Así ha pasado recurrentemente en Chile, desde la independencia.

Me parece que, aunque debe ser apuntalado con un proceso más amplio de pacto social productivo, el camino constitucional es la única salida que podría evitar un trance violento, como los del pasado.

Las encuestas dan por amplio ganador al “apruebo” en el plebiscito de octubre. ¿Lo ve tan claro?

Asumiendo que hay una mayoría que está a favor del “apruebo”, yo creo que el problema fundamental de esa opción es movilizar personas el día de la elección. Primero, porque es voto voluntario; luego, porque la gente del “rechazo” tiene mayor capacidad económica para movilizar electores y tienen organizaciones en la sociedad civil que saben acarrear, como la Iglesia Evangélica. Teóricamente, estamos todos por el “apruebo” y está la percepción de que el plebiscito está ganado, pero creo que hay cierto riesgo de cuánta gente llegue a votar ese día.

Además, hay gente que estaba abierta a aprobar y hoy está reculando. No sólo la derecha dura, sino clases medias que están pasándolo mal, asustándose con la violencia y la delincuencia, que piensan que el proceso constituyente puede dilatar el reenganche económico. Esa gente podría darse vuelta. No sé que tan firme es la mayoría por el “apruebo”.

Y si se da ese escenario en que gana el “rechazo”, ¿en qué pie queda el modelo que fue fuertemente impugnado en el estallido social?

Si gana en las urnas, por un lado, es muy difícil volver a plantear el tema constitucional en Chile. Por el otro, volvemos al 17 de octubre. Me parece que el “rechazo”, como solución a la crisis, es una idea suicida en cuanto a la sustentabilidad del modelo para adelante. No sé qué va a pasar el día después del “rechazo”, pero más temprano que tarde…

¿Se siente optimista respecto del futuro?

Ehh… no (ríe). Honestamente, no me siento muy optimista. Pero soy biológicamente pesimista, así que descuenta ese impuesto.

 

Julio César Olivares

Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile